El Tribunal Supremo acaba de inhabilitar a Baltasar Garzón como
juez para el resto de su carrera, con argumentos que parecen desde
luego mejor fundados que la argumentación defensiva del juez. La
condena ha sido por unanimidad, y por parte de un tribunal formado por
jueces aceptados por el propio Garzón, tras las múltiples recusaciones
que ha presentado contra quienes consideraba enemigos o adversarios
suyos. La benevolencia del tribunal o su voluntad de tragaderas puede
verse incluso en el hecho de que se haya tolerado a Garzón disfrazarse
de juez para asistir como imputado a las sesiones—una auténtica
tomadura de pelo o carnaval que no se le aguantaría a nadie más, me
parece. Quedan aún dos sentencias que muy posiblemente, visto el rumbo
de esta, sean igualmente condenatorias.
Como digo, no me da pena Garzón, no digo ya porque no comparta su
argumentación o presupuestos en estos casos, desde el punto de vista
jurídico, pues son desde luego difícilmente compartibles para quien
tenga una mínima idea. (Otra cosa es que Garzón tenga muchos
simpatizantes que consideren que nunca se le debiese condenar a nada,
con ningún tipo de argumentación, o que las leyes deberían desactivarse
en su presencia; eso es patología sectaria más bien). Garzón llevó
algunas cuestiones—la del franquismo en concreto—con una determinación
de espectáculo y unas piruetas jurídicas realmente atípicas, y uno
podía dudar si había perdido el oremus o si se embarcaba directamente y
de cabeza en una movida mediática encaminada deliberadamente a que se
le expulsase de la judicatura, en plan mártir de la causa. Es un poco
una trayectoria a lo Oscar Wilde—ascendiendo de categoría para
convertirse, de mero ciudadano de a pie, en enxiemplo:
alimentando uno mismo la causa jurídica por la que se le va a
empapelar, porque de algún modo parece que expresa el destino ejemplar
que busca el personaje por razones que quizá hasta a él mismo se le
escapen. Como digo, aquí hay razones para el asombro o la sorpresa,
pero no para la pena—es un hombre encontrando un destino que en cierto
modo iba buscando. (O eso, o es tonto, vamos).
Y si digo que no me da pena es porque Garzón hace tiempo que hizo
fortuna con el espectáculo de la justicia, o con la justicia como
espectáculo. Con subvenciones astronómicas que se buscaba para sí con
una red bastante impresentable tirando de hilos de organizaciones
internacionales, políticos y banqueros. Este episodio no es sino un
capítulo más de esa saga: uno que no lo va a desacreditar ante sus incondicionales,
sino todo lo contrario; lo va a justificar y va a ensalzar su imagen, y
lo va a poner una vez más en órbita a dictar cursos millonarios y
conferencias de la jet-set internacional. Su libro (que lo habrá o
habrases) será un best-seller, y si Garzón no se pone al frente de las
ruinas del PSOE, o de un nuevo partido de Indignados, será porque no
quiera. Creo que es un resultado redondo, dentro de lo que cabía
esperar.
El sectarismo que tanto ha contribuido Garzón a avivar, arderá con
llama más viva que nunca. Esto sí es hacer algo por la causa. Y las
puñetas a hacer puñetas, que todos los jueces son unos fascistas si
hemos de creer al Partido de Garzón, y es un club al que es mejor no
pertenecer.
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