martes, 15 de junio de 2010

Recordando, olvidando, retocando la guerra y la paz


Otra nota sobre el libro Guerra civil: Mito y Memoria, sobre el que hablaba el otro día ("El pasado retroactivo"). Varios de los autores remiten a la perspectiva de M. Halbwachs en Les Cadres sociaux de la mémoire (1925) y La mémoire collective (1950). Así, Michael Richards, en "El régimen de Franco y la política de memoria de la guerra civil española" observa cómo los recuerdos de los acontecimientos "son conformados y reformados por los cambiantes contextos e identidades sociales y políticas. La memoria es de por sí un acontecimiento social" (171); "el recuerdo es un proceso altamente intersubjetivo, que es conformado por nuestro cambiante entorno. Se trata de un fenómeno generacional y que es moldeado por la forma en que damos sentido y nos enfrentamos al cambio" (172). "Tal como ha argumentado Alessandra Portelli, la memoria no es simplemente un espejo de lo que ha sucedido, es una de las cosas que sucede" (174).

Richards da unas cifras de víctimas mortales en la guerra civil de unos 350.000 muertos entre 1936 y 1939, tanto en el campo de batalla como debidos a la represión en ambos bandos, y otros 214.000 muertos, o más, en 1940-42 causados por el hambre, la enfermedad y la represión del bando vencedor—remite a Santos Juliá, Víctimas de la Guerra Civil y a J. Díez Nicolás. (173). El franquismo pasó en su política de memoria "de la invocación sagrada al realismo político". "Dado el carácter excluyente de la memoria pública, es evidente que una parte importante de la memoria de la guerra en España es vivida como una cultura de represión desde el lado de los derrotados. Al esfuerzo repubicano de guerra se le niega la expresión, la representación y la ritualidad pública" (176). En un principio, la guerra era la "Cruzada" o la "Guerra de liberación" y había analogías con la Reconquista y las purificaciones de moros y judíos en el siglo XV (178); la continuidad orgánica de España como nación se asociaba a estas expulsiones (179). Otro mito histórico asociado a la guerra civil era el levantamiento contra Napoleón: el enemigo era algo externo. Aunque el franquismo pasó a potenciar la celebración de la paz, y a promover la denominación de guerra civil como algo que no había de repetirse, el régimen siguió basándose en la hegemonía de los vencedores, y el supuesto monumento a las víctimas de la guerra, el Valle de los Caídos, estaba obviamente sesgado hacia la promoción de los valores del bando vencedor.

Los años sesenta estuvieron marcados por la emigración de los pueblos a las ciudades: y esa emigración supuso una reorientación temporal también. Se deja atrás en cierto modo el pasado, y al ir a la ciudad se orienta la atención al futuro, a salir adelante en la nueva situación. Tras el silencio sobre la guerra que rodeó a los niños que crecieron en los años cuarenta, en los años sesenta y setenta la "amnesia colectiva" se veía como la actitud más aconsejable para remediar los males de España. Desde el poder, aun aceptando la corresponsabilidad en la guerra, se seguía justificando la purga de sangre que ésta supuso, una cuestión que iba asociada al poder franquista como una sensación de pecado original (197). Según Castilla del Pino, la clave de la actitud del español medio bajo el franquismo estaba en la prudencia, en juzgar con cuidado lo que podía y no podía hacerse—adecuándose a las reglas del juego existentes. Según Richards,

"La prudencia, nacida de una sensación de miedo más o menos consciente y resumida en el lema no hay que meterse en nada, puede argumentarse que es algo distinto del consentimiento, de la misma manera que no es tampoco de forma directa un caso de 'olvido' (...) Una estrategia decidida de 'olvido' presupone que la guerra era de hecho recordada; si la metáfora del 'trauma' tiene alguna utilidad para describir las colectividades sociales, tal vez dichos grupos poseen también una memoria inconsciente." (198)

Una cuestión pendiente es si la transición fue una curación del trauma, o una continuación y síntoma del mismo. Seguramente un poco de todo, visto el debate que hoy sigue suscitando la cuestión de la guerra y de la propia transición como superación del régimen franquista.



De los demás artículos, me ha interesado especialmente para estas cuestiones el de Paloma Aguilar Fernández, "Presencia y ausencia de la guerra civil y del franquismo en la democracia española. Reflexiones en torno a la articulación y ruptura del 'pacto de silencio'" (245-93). Aludiendo al aluvión de libros sobre El pasado oculto, La memoria incómoda, El silencio roto, La voz dormida, etc., observa que "la denuncia de la supuesta 'amnesia' actual de los españoles en no pocas ocasiones se confunde con la denuncia del indiscutible silencio al que fueron sometidos los vencidos a lo largo de la dictadura" (247). Sobre el pacto de la Transición, basado en no pasar cuentas sobre el pasado franquista, tiene Aguilar una posición un tanto diferente de la que hoy se va convirtiendo en piedra de toque de la izquierda, especialmente a raíz del asunto Garzón. Se sostiene hoy con frecuencia que la Transición fue una solución cerrada en falso, y que la amnistía al franquismo fue producto de una situación coercitiva, un pacto de silencio auspiciado por los impulsores de la transición, y una estafa a los deseos populares de justicia. Frente a esto dice Aguilar,

"trataré de demostrar que el anterior acuerdo, mediante el que se evitaba la instrumentalización partidista del pasado, fue ampliamente respaldado por una ciudadanía temerosa de las consecuencias de abrir un debate sobre el mismo y, por lo tanto, no fue sólo fruto de la imposición de unos políticos empeñados en soslayarlo" (248).

—Donde quizá la palabra clave, claro, sea "temerosa". Ahora que el temor es complejo, y no hay que interpretarlo sólo como temor a involuciones o militaradas. Con eso se mezcla la actitud ambivalente de gran parte de la ciudadanía a su propia implicación con el régimen. Después de todo, "la complicidad de una parte importante de la sociedad con la dictadura contribuía a explicar su longevidad" (248).

Lo que sí es falso es la ilusión retroactiva potenciada por algunos hoy, de que no hubo reparación alguna a los representantes del bando derrotado:

"Es cierto que no siempre ha habido voluntad política para aprobar medidas compensatorias dirigidas a los vencidos en la guerra, y menos aún a los represaliados durante la dictadura, pero no debe decirse que no han existido en absoluto, pues la voluntad de reparación, con todas sus limitaciones, está presente desde el principio de la democracia" (249).

El supuesto "pacto de silencio" se rompe, según Aguilar, por una conjunción de un cambio estratégico por parte de las elites parlamentarias, con un relevo generacional:

"Aunque (...) las nuevas generaciones se sienten más libres y seguras para indagar, sin traumas, ni culpas, en el pasado, la ruptura del pacto de no instrumentación política de éste no parece haberse debido a presiones ejercidas desde la sociedad civil, sino a una decisión interesada de las elites parlamentarias, provocada por un importante cambio en la correlación de fuerzas políticas" (250)

—a saber, la llegada del PP al poder en los años 90, y el intento desesperado del PSOE por no perder el poder primero, y recuperarlo luego.

El pacto en cuestión era a la vez tácito, una voluntad de no instrumentalizar políticamente el pasado, y también explícito, encarnado en la Ley de Amnistía de 1977, "mediante el que se impide juzgar las posibles violaciones de derechos cometidas por cualquier parte con anterioridad al periodo de vigencia de la amnistía" (251). Aguilar observa que la amnistía al franquismo tuvo lugar en su momento "sin impacto social alguno" (282) ni rechazo visible; y que no sería razonable condenar el pacto, sino más bien examinarlo con cuidado, pues iba encaminado a establecer reglas del juego y a superar recelos y suspicacias. Admite que al contrario que la guerra, "la dictadura estaba demasiado cerca como para que fuera posible articular una reflexión serena sobre la misma; además se anticipaba que no se alcanzaría un consenso equivalente en torno a ella. En cualquier caso, el carácter traumático de ambos recuerdos (el de la guerra y el del franquismo) aconsejaba la mayor prudencia" (254). 

(Recordemos lo dicho sobre la prudencia como la actitud característica bajo el franquismo, según Castilla del Pino... Quizá haya que pensar que hoy en día persiste la proximidad emocional de la dictadura, a pesar del tiempo, y también la imposibilidad de articular un consenso en torno a ella).

En el análisis de Aguilar hay un lugar para el hindsight bias o falacia retrospectiva que cometemos al juzgar el pasado desde el presente. El pasado aquél hoy sabemos (en parte) a dónde conducía; pero quienes en él vivían tenían ante sí un futuro incierto, no lo que para nosotros ya es pasado (incluyendo la amenaza involucionista del 23-F y su resolución).


"Las personas más críticas con el modelo de transición español suelen desatender el alto grado de incertidumbre del periodo, así como los peligros de amenaza golpista, proyectando desde un presente sin problemas de estabilidad política la invectiva hacia un pasado que se imagina ausente de limitaciones." (254)

Mucho decir, quizá, lo de un presente sin problemas de estabilidad política, el de la España de hoy. También hay que reconocer que fue una reconciliation under duress, como ha de reconocer Aguilar—no hay que pasar por alto, dice, "los obstáculos entonces existentes para llevar a cabo una política de depuración de responsabilidades bajo la dictadura" (255). Obstáculos a los que, a partir de entonces, hay que sumar la propia aquiescencia a renunciar a depurar responsabilidades expresada en la ley de amnistía del 1977. Ley preconstitucional, por cierto, no está de más recordarlo, si bien la propia constitución apoyó su consenso sobre la misma ley de amnistía... y en el harakiri institucional del propio régimen franquista, otra cuestión que con frecuencia se soslaya con demasiada ligereza.

En todo caso, recuerda Aguilar, es innegable que el ambiente dominante durante la Transición, tanto entre las elites políticas como en la mayoría de la población, era el de una decidida búsqueda de reconciliación, y una orientación al pasado, no buscando ajustes de cuentas con el pasado franquista.

"Cualquier proposición en esa línea era inmediatamente tildada de 'revanchista' por parte de la derecha y de 'inoportuna' por parte de la izquierda. Tan estigmatizados quedaron los pocos que demandaban justicia que, al final, una vez estabilizada la democracia, la izquierda se olvidó de recoger sus soslayadas inquietudes, en parte también porque no existía una demanda social fuerte y visible que presionara en esa dirección." (257).

Es difícil de entender que más allá de pedir responsabilidades, ni siquiera se homenajease debidamente a las víctimas del franquismo, y que en la larga etapa socialista hiciera bien poco en este sentido. Le dijo Gutiérrez Mellado a Felipe González, antes de llegar a presidente, que no removiera el pasado mientras viviera la generación que protagonizó la guerra civil, pues "debajo del rescoldo sigue habiendo fuego" (259).

Una cosa es el primer franquismo, autoritario, represor mediante la imposición brutal; no lo mismo fue el segundo franquismo, el marco político de tantos años al que se adaptaron los españoles sin una contestación, y que en cierto modo evolucionó dando lugar a la transición sin ruptura. Un problema, esta continuidad de la situación actual con la transición, y de ésta con el franquismo, para quienes abogan una ruptura y deslegitimación total del proceso—pues es el que ha creado la legitimidad actualmente existente.

"La falta de consenso en torno al segundo franquismo explica por qué se ha dedicado tanto espacio al estudio de la represión posbélica, a la autarquía y al exilio, y tan poco a la España de los años sesenta y setenta, que es determinante para entender la transición" (261).

En una serie televisiva como Cuéntame cómo pasó se ofrece

"una aproximación benévola de lo que se llamaría 'franquismo sociológico', del que los padres protagonistas son un buen exponente, mientras no les hagan evolucionar en direcciones insospechadas. Esta serie viene a justificar la pasividad de aquella parte de la sociedad que bastante tenía con sobrevivir y a mostrar que el ciudadano medio no disponía de tiempo ni de energías para emplearlas en litigios políticos" (262)

—y ya desde el franquismo se ha considerado y mantenido como valor político prioritario la paz, "incluso por encima de la justicia, la libertad y la democracia" (263). 

(Es algo que se vio claramente, quizá, en la actitud mayoritaria de pasividad y aceptación de la negociación con terroristas auspiciada por el gobierno de Zapatero, considerada indigna por sectores amplios pero minoritarios).  

En suma, tanto durante el franquismo como después, la mayoría de la sociedad prefiere mirar hacia adelante y alcanzar un consenso habitable, antes que afrontar seriamente las responsabilidades por la brutalidad de la guerra y, quizá aún más, por la connivencia mayoritaria con la dictadura.

"Finalmente, el orgullo que sienten los españoles por la forma consensuada en que se hizo la transición y su alta valoración de la moderación y el orden permiten deducir los límites que les gustaría que ser respetasen en la contienda política" (271).

Paralelo a esto fue la caída en el olvido de la figura de Franco y su relativa pérdida de visibilidad pública. Hace poco decía Almodóvar que su manera de luchar contra el franquismo era hacer como que Franco no había existido. Debe haber sido una actitud corriente, al parecer.

El 20 de noviembre de 2002 se aprobó en las Cortes "la condena al pasado franquista y el homenaje a sus víctimas (incluida la obligación por parte de las administraciones públicas de facilitar el acceso a las fosas comunes y de ayudar en la identificación de los restos", pero a la vez se acordó evitar que lo aprobado "sirva para reavivar viejas heridas o remover el rescoldo de la confrontación civil" (Boletín del Congreso, cit. en Aguilar 272). Para Aguilar, este "reciente acto de reprobación de la dictadura ha permitido, en cierta forma, rematar un consenso fundacional que había quedado incompleto debido a la proximidad de la dictadura y a la falta de acuerdo respecto a su valoración" (280). No es preciso subrayar que ese acto no deslegitima la Transición, sino que en sus propios términos la refuerza y culmina.

Vino esta toma de postura ante la dictadura tras un largo período en que no se había tocado el pacto en torno a la no instrumentalización política del franquismo. Para Aguilar, el pacto lo rompió en los años 90 el PSOE, al sentir que iba a perder el gobierno: "Ante esta posibilidad, decidió romper el citado acuerdo político y hacer una campaña desesperada contra el Partido Popular mediante la instrumentalización de su pasado franquista" (283). (Hay que recordar que Julio Anguita condenó públicamente esta campaña). A partir de entonces es moneda corriente el combatir al PP asociándolo a la dictadura... 

(y esto por mucho que personas y dirigentes de ambos partidos vengan con frecuencia tanto de un bando de la guerra civil como del otroy que el PP, claro, se fundase con posterioridad a la transición). 

Observa Aguilar que el PSOE

"a pesar de haber dispuesto del poder durante catorce años (varios de ellos con amplias mayorías parlamentarias) no impulsó las medidas que luego apoyaría desde la oposición acerca de la condena del pasado y de la rehabilitación de las víctimas" (288).

Hay, como se ve, mucha historia retroactiva en estas actitudes hacia el franquismo.

Concluye Aguilar que el supuesto pacto de silencio "fue un acuerdo de no instrumentalización política del pasado, auspiciado por una sociedad traumatizada por el mismo y deseosa de mirar hacia el futuro" (290), un acuerdo ampliamente aceptado por la sociedad española. Pero que si bien la ley de amnistía de 1977 impide juzgar crímenes amnistiados, no impide que se hagan investigaciones históricas al respecto:

"aunque no pueda juzgarse penalmente a los torturadores del franquismo, que por causa de la citada ley gozan de una inmunidad total, nada debería impedir que fueran debidamente documentados los delitos en que incurrieron, pues hay muchos testimonios orales que podrían recopilarse al respecto" (292)

—así como todo tipo de historias sobre sistemas de control social, vigilancia, espionaje, etc.  

(Por no hablar de obtención de puestos políticos y cargos por contactos con el régimen, beneficios económicos por información privilegiada como en el caso de Santillana, etc. etc.).

Está, por último, siempre abierta la posibilidad de que dicha ley se revoque, con una mayoría parlamentaria adecuada. Pero si no hay consenso total en torno a la oportunidad de la ley en su momento, mucho menos lo hay sobre la oportunidad de revocarla hoy, treinta y tantos años después. Si las decisiones sobre el pasado son realizativas, tomar esa opción sería no sólo revelador de un trauma mal superado, sino una profundización en el trauma mismo. Así veo yo la última escaramuza al respecto, el caso Garzón relativo a la investigación de los crímenes del franquismo, en el que las opciones jurídicas tomadas por el juez oscilan entre lo jurídicamente dudoso y lo grotesco.

Pero quizá estemos abocados a ver más maniobras en ese sentido, y más rituales simbólicos que a la vez exorcizan el trauma y ahondan en él, síntomas demasiado tardíos de cosas que se creían descartadas. Veremos, quizá, desenterrar el cuerpo de Franco, para sacarlo de su mausoleo faraónico; quizá incluso se le degrade en el Ejército, o se le quite el título de Jefe de Estado, a posteriori. Incluso, quién sabe, se le negará la promoción a general. Pantanos, en cambio, no creo que vayan a volarse muchos.

La casa de Franco


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