Viendo una película me gusta fijarme en lo que a falta de
mejor nombre llamo el momento
fílmico de la película. El término y concepto lo derivo de lo
que J. Hillis Miller llama el
momento lingüístico en las obras literarias—definido a grandes
rasgos como un fragmento, escena, episodio o párrafo en el que la obra
exhibe su lenguaje y sus convenciones estéticas de modo llamativo.
Podría tratarse de una maniobra metaficcional que problematiza un texto
realista, o de un artificio estilístico que por lo llamativo resalte
sobre el texto, constituyendo un momento de creatividad especialmente
interesante. Con
frecuencia el momento lingüístico es un momento reflexivo: la escritura
se vuelve por así decirlo sobre sí misma, para autoanalizarse, para
mostrar sus reglas a veces por la vía de la excepción, baring the device, o
para plantear una paradoja que nos haga reflexionar sobre las
convenciones
literarias, o de representación, que se han seguido en el texto. El
momento lingüístico es, con frecuencia, un momento metalingüístico, en el que la
densidad retórica del lenguaje o la complejidad del juego de la
representación atrae la atención, a veces para deslumbrar al lector con
un virtuosismo estilístico en el que el acróbata del lenguaje aterriza
de pie, y a veces para abrir un espacio insondable o irreal de
paradojas, un laberinto de espejos o un agujero negro de la
representación. También leyendo novelas o poemas, o viendo obras
teatrales, estoy atento al momento lingüístico o a lo que podríamos
llamar de modo más general el momento
semiótico en el que el sentido del texto además suele revelarse
de manera especialmente interesante.
El momento fílmico, entendido
como una variante del momento
semiótico en el arte cinematográfico, tiene que ver con aquellas
dimensiones de la representación que son más puramente fílmicas. Puede
haber un momento lingüístico
en un guión cinematográfico, en los diálogos de los personajes
pongamos, pero estoy pensando en un juego de representación más
específicamente cinematográfico, que tenga que ver con la imagen
especialmente, y si no con la interacción multimedia de sonido, música,
palabra, argumento, puesta en escena, actuación y juego de cámara que
es característica de la complejidad mediática del cine.
Por ejemplo, un momento fílmico me viene a la cabeza, en el Hamlet de Kenneth Branagh, cuando el rey y Polonio están escondidos espiando a Hamlet en una sala de espejos, y éste habla su monólogo ante el espejo, y rasca el cristal con la punta de su daga. Es un tratamiento de la escena muy acertado, pues a la reflexividad propia de la reflexión monológica, se suma la autocontemplación en el espejo, reforzándola con una metáfora visual; y el espejo transparente actúa como un símbolo de la "cuarta pared" virtual que separa a Hamlet de sus espías, el Rey y Polonio, cuyo papel es ya reflexivo-teatral pues está construido usando y complicando la situación del público teatral convencionalmente invisible para el actor.
Por otra parte, la pantalla de cristal es especialmente adecuada como metáfora de la pantalla cinematográfica—y aún más de la televisiva. Su transparencia unidireccional es precaria—ellos ven a Hamlet, y apenas pueden creer que Hamlet no los esté viendo, y en efecto está muy al tanto de ellos, tanto que el espectador en la sala no se siente más a salvo del agudo ingenio del príncipe. Hamlet habla su monólogo de espaldas a la cámara, y es su reflejo quien lo pronuncia—la proximidad creciente de éste, a medida que Hamlet anda al espejo (hasta rozarlo con la punta del estilete en el momento clave) también sugiere una intensidad reflexiva mayor, un autoexamen más profundo, en especial cuando perdemos de vista al personaje "real" y es el reflejo sólo quien ocupa la pantalla, amenazando con mirarnos directamente a los ojos—si bien no llega a hacerlo en esta escena.
En
otra
escena, Hamlet presiona el rostro de Ofelia contra el cristal,
reprochándole su doble juego— y filmada desde el otro lado, aparece su
imagen prensada por así decirlo contra la pantalla del televisor, o
contra los límítes de su mundo de ficción—como si los personajes
buscasen un conocimiento que la obra no puede contener, o una salida
fuera de ese mundo (esa cárcel de Dinamarca) que sólo encontrarán con
la muerte. Son dos momentos cinematográficos en Hamlet, en los que una dirección
inspirada trabaja sobre un texto que ya tiene de por sí un fuerte poder
metateatral, para potenciarlo con un juego de perspectivas muy propio
del cine.
Sin salirnos del Shakespeare cinematográfico, hay otro ejemplo de
momento intensamente fílmico en el Richard
III de Richard Loncraine (el de Ian McKellen). Ricardo recita
una vez más su monólogo—vemos que las escenas de reflexión se prestan a
esta reflexividad, decididamente— en un urinario, y se queja de su
propia imagen contemplándose en el espejo del lavabo, un tratamiento
sugerido por así decirlo por la alusión de texto a los espejos:
Nor made to court an amorous looking glass,
I that am rudely stamped and want love's majesty
To strut before a wanton amblign nymph,
I that am curtailed of this fair proportion,
Cheated of feature by dissembling nature,
Deformed, unfinished, sent before my time
Into this breathing world scarce made up (I.i)
—Todo esto lo recita Ricardo mientras la cámara lo filma de espaldas de
tal modo que vemos su nuca desde 3/4 inclinada hacia el espejo, y su
rostro mirándose a sí mismo, visible para nosotros en el reflejo. En
este momento, el reflejo del espejo capta nuestra mirada—la de la
cámara. Es la primera de varias veces en esta película, pero en este
punto esto supone una llamativa ruptura de la regla clásica que declara
invisible la cámara y "prohíbe" a los personajes mirar a la pantalla,
para contener más la ficción en sí misma. Ahora el reflejo de Ricardo
mira directamente a la cámara, y la intensidad del momento se hace
mucho más vívida cuando de repente Ricardo se vuelve, da la espalda al
espejo y mira directamente esta vez sí a la cámara, ahora él mismo y no
su reflejo, una intensidad potenciada por una cierta transgresión de
nivel semiótico—es como si Ricardo se saliera del espejo, y por
extensión de la misma pantalla, para situarse en nuestro mismo plano de
realidad. Es sabido en qué medida este personaje se hace de modo
indeseable e invasivo con la complicidad del público y nos sitúa en una
incómoda proximidad a sus actos y sus percepciones—aquí el momento
fílmico no hace sino expresar con potencia inusitada esta estructura
básica de un personaje ya conocido.
No hace falta filmar Shakespeare para crear momentos fílmicos. En una
película de suspense de Demi Moore, Half Light, escrita y dirigida
por Craig Rosenberg, hay un momento fílmico muy vívido, comparable al
que acabamos de describir. Ocurre en un momento en el que el personaje
duda de su sentido de la realidad, y no consigue comprender el status
real o imaginario de los terrores o apariciones que la acosan. Para
expresar la intensidad de su desorientación, la cámara gira alrededor
de la protagonista en un momento en el que ésta se está mirando en un
espejo. Y la cámara traspasa de modo imposible el plano del espejo, y
nos muestra "desde el otro lado" lo que antes veíamos en el reflejo, y
ahora vemos desde dentro del espejo, el rostro traspuesto de la actriz,
cuyo sentimiento de irrealidad ha sido transferido al espectador
mediante esta transición imposible entre dos planos. Es de notar que la
cámara no vuelve a salir del espejo para volver al mundo "no reflejado"
en el que venía teniendo lugar la acción, quizá una manera de sugerir
que en el cine todo es reflejo e imagen, y quizá en la realidad
también.
En Saraband, la última
película que dirigió Bergman, hay un momento fílmico que también usa
otra representación como apoyo—muchas veces estos momentos son un juego
de representaciones en distintos medios, estableciendo relaciones
paradójicas entre ellas. Al comienzo de la película, Marianne,
divorciada de Johan hace muchos años, repasa mentalmente su vida. Los
dos son ya ancianos (ya eran viejo matrimonio divorciado en Escenas de un matrimonio); sus
hijos no han tenido suerte, ni los que tienen en común ni Michael, el
hijo, sesentón ya, de Johan. Marianne contempla el pasado sentada ante
una mesa con cientos de fotografías, que siempre son de gente más
joven, las fotografías—una muestra la casa donde vive Johan, al cual va
a visitar de modo inopinado. Se queda unos días con él, y el espectador
descubre la frialdad inhumana y desinterés de Johan por sus hijos—y aún
más, el desprecio y odio visceral que siente hacia Michael, el único
que vive cerca de él. La razón para odiarlo parece ser que de niño era
un niño gordito que lo miraba con devoción "como un perro"—ahora
Michael es un hombre amargado y destructivo, y un abusador
despreciable. A Marianne, demasiado comprensiva y fría a su manera,
nada la altera mucho—ni este odio ambiental, ni el descubrimiento de
que Michael tiene una relación incestuosa con su hija Karin. La
historia termina con Karin abandonando a su padre, con el intento de
suicidio de éste, y con Marianne al fin de su visita, abrazando desnuda
en la cama a Johan que sufre un ataque de angustia (es lo menos que
merece —el ataque de angustia digo). Aún habrá una escena en la que
Marianne visita a una hija, demente, en un sanatorio, y siente por vez
primera en su vida algo de cariño y proximidad hacia ella.
Pero vamos al momento fílmico que al que me refería. Se encuentra justo después de la escena en la que Marianne se acuesta con Johan, uno de los momentos inolvidables de su visita. La pareja está filmada desde arriba, arropados en la cama, Johan a la izquierda, Marianne a la derecha, y la cámara es de suponer que en el techo, pero inexistente naturalmente, pues la película sigue un código fílmico realista, casi de teatro filmado para televisión en su parquedad estilística. La imagen de repente se vuelve una fotografía, queda congelada en el tiempo —así funciona la memoria selectiva, y por eso la fotografía le dice algo a la memoria— se vuelve en blanco y negro la imagen, y pasa a ser una de las fotos que Marianne tiene en la mesa, pues antes de cerrarse la película volvemos a la mesa con los cientos de fotos con Marianne rememorando delante.
Esa foto que ahora tiene Marianne en la mano, y que deja con las demás, es una fotografía imposible, según el código hasta ahora seguido por la película, pero también viene a decirnos que quizá las otras fotos tampoco existan sino como alegorías de la memoria, del pasado que queda almacenado con la edad y con los recuerdos.
Las últimas películas de Bergman son películas sobre la vejez, también, y sobre la rememoración que va unida a ella. Algunos artistas hacen un uso hábil de esta asociación natural entre fotografía y vejez (la muerte contenida en la fotografía, que decía Barthes)—se me ocurre el caso de Vladimir Nabokov en "Signs and Symbols" (—ver "Out of Character: Narratología del sujeto y su trayectoria vital"), donde la anciana protagonista también mira fotos y rememora. La reflexividad de esta maniobra metaficcional, la aparición de una foto imposible entre la colección, viene ya anunciada, claro está, por el monólogo de Marianne al principio de la película, cuando se dirige a la cámara a modo de parlamento teatral, o como si fuese un caso de Bergman imitando a Woody Allen y no al revés.
Cada película puede tener varios
momentos de intenso carácter fílmico, claro, pero a veces unos trabajan
para hacer posibles otros. Aquí el monólogo de Marianne viendo la
colección de fotos prepara la génesis de la fotografía inexistente,
cuya propia imposibilidad (o su posibililidad exclusivamente fílmica)
revierte sobre la escena de rememoración ante las fotos, convirtiéndola
en una rememoración ante una vida vivida fílmicamente—en parte, claro,
la vida del propio Bergman. Pero también toda vida recordada desde la
vejez, pues si la vida es nuestra película personal, los fragmentos de
la misma son desde luego fotografías vistas en retrospección.
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