miércoles, 24 de mayo de 2017

Retropost #1625 (24 de mayo de 2007): Acting Strange


Bonita columna del actor Anthony Sher, "You do not have to be mad to be an actor… but it helps" —en el Guardian Unlimited de hoy. Sher está interpretando ahora a un actor, "playing the player" en buena tradición shakespeariana, en la obra de Sartre Kean, sobre el primer Kean, también actor shakespeareano. Que se hizo famoso interpretando a Shylock de una manera no convencional. Ahora habrá que interpretarlo intepretando.... lo cual siempre lleva a un contraste entre modos de actuar y a una reflexión sobre estilos y convenciones de interpretación. Y así se pone Sher a reflexionar sobre la tradición teatral británica, de Garrick a Olivier. Él mismo es un actor imponente en esa tradición, ennoblecido como el propio Olivier— Sir Sher, por así decirlo. Ha interpretado hace poco a Primo Levi en la dramatización de sus memorias de Auschwitz; y una de sus más famosas actuaciones era una versión "arácnida" de Ricardo III, con múltiples muletas y mangas colgantes.

Olivier es para Sher quizá el último de los grandes actores dramáticos de la vieja tradición británica anterior a la invasión multimedia. Aunque el propio Olivier fue también actor/director de cine oscarizado, claro; sin embargo se mantuvo en la interfaz del teatro y el cine sin que su estilo de actuación llegase a integrarse al nuevo medio, como observa Sher en una anécdota reveladora. El egocéntrico Olivier enfatizó el papel central de su Otelo, al que interpretó pintándose de negro, en una actuación poderosa e histriónica, frente a un Yago mucho más contenido en su expresión, interpretado en clave menor por el segundo actor de la compañía. Pero en la versión filmada de esta producción, el Otelo de Olivier es teatral, amanerado, mientras que el segundo de a bordo triunfa con un estilo de actuación mucho más apto para el medio cinematográfico.

Y lo que han aprendido los actores de teatro de los actores cinematográficos... aunque la cosa empezase al revés (para mal). Nada más educativo que verse en pantalla, dicen. La tecnología de la representación actúa como feedback sobre la representación teatral de la realidad. La fotografía saca a la luz nuevas posturas y gestos del cuerpo humano; el cine nuevas posibilidades de movimiento.

Es cierto que el cine de ficción aún estaba inicialmente bajo excesivo control teatral: pero los documentales, y luego la televisión, muestran (re)presentaciones del cuerpo humano, sus gestos, expresiones y modos de interacción que suponen una iluminación para quienes creían que los actores actuaban de manera realista sobre el escenario. De la misma manera que una conversación grabada magnetofónicamente o en vídeo, y reexaminada, nos muestra mucho sobre el funcionamiento de la conversación, sus repeticiones, interrupciones... algo prácticamente invisible sin esa retroalimentación tecnológica. crutch

El teatro siempre ha sido una sucesión de estilos de actuación, por supuesto; y la interacción con las nuevas tecnologías (con el gesto y lenguaje tal como son filtrados por las nuevas tecnologías) no es quizá sino la manera propia en que los estilos de actuación han encontrado una nueva vía para su desarrollo en el siglo XX.

El gesto originario del teatro era ritual, simbólico, en absoluto "realista" excepto en la medida en que se actuaba por referencia a una realidad ya ritualizada (—así el origen del teatro en las representaciones sagradas griegas o las festividades religiosas medievales). Una buena actuación era una actuación que sacaba a la luz ese carácter simbólico de la acción, y la llevaba hacia un arquetipo; de ahí que las figuras de las moralidades medievales sean abstracciones. No esperemos de ellas gestos tipo Bogart, ni esas pequeñas parapraxis y muequitas de compromiso propias de Sandra Bullock.

Pero esa abstracción va adquieriendo personalidad definida, primero a través de los personajes históricos de las tragedias, o de los personajes cada vez más individualizados de las comedias. Si en el Renacimiento se desarrolla el individualismo moderno, sucede esto en cierta medida a través de la interacción con la representación de esa individualidad sobre la escena teatral. Y allí está Shakespeare, claro, con una potentísima reflexión sobre la cualidad reflexiva del drama, que toma la realidad y la devuelve reelaborada al público, para que éste resulte reelaborado por ella y la devuelva a la escena en un proceso emergente de feedback. Una reflexividad, la de Shakespeare, que no es un simple espejo inerte, pues como nos dice Lacan el sujeto surge en su relación con el espejo, y esa relación nunca es de coincidencia.

Shakespeare es, por tanto, especialmente consciente del contraste entre estilos de actuación, y saca pleno partido a esa consciencia, exhibiéndola para hacer consciente de ella también a su público, y que siga complicándose el drama del drama. Lo hace de múltiples maneras: presentándonos un hombre vestido de mujer que se disfraza de hombre (Twelfth Night) o presentando el rostro público de un intrigante que oculta otros planes (Ricardo III, Yago en Otelo), o poniendo en escena a una compañía de actores incompetentes para apreciar el espectáculo de dos niveles de actuación, y de un escenario sobre el escenario (Love’s Labour’s Lost, A Midsummer Night’s Dream). O en la escena de los actores de Hamlet, donde un príncipe-dramaturgo que debería ser implausible y sin embargo no lo es, da lecciones a los actores sobre la naturalidad en el movimiento y sobre la función del drama. E innumerables modalidades más de interpenetración teatro/vida, en cada una de sus obras.

Las teorías dramatúrgicas de observadores como Kenneth Burke o Erving Goffman llevan más allá esta interacción entre el drama y la vida. Si el teatro es imagen de la realidad, es porque esa realidad ya es una realidad teatral. Para Goffman no hacemos sino interpretar nuestro personaje en público, o en esa modalidad de lo público que llamamos lo privado (—Como, de modo similar, otros dirán que no hacemos en la vida sino desarrollar nuestra propia narración vital). La realidad ya tiene un guión, y unas convenciones de actuación, y por supuesto podemos modificar ambos con nuestra propia actuación; de ahí el carácter emergente de todo el proceso. Que no impide reconocer líneas generales, claro: no todos somos actores geniales que reinventamos el gesto, el movimiento, y la entonación. Pero sí los absorbemos, imitamos y reelaboramos quieras que no en cada nueva situación. Teatro, lo tuyo es todo teatro, le reprochaba la del bolero a su pareja. Y qué razón tenía. Pero lo que quería decir en realidad era que la actuación no era convincente. Como la del teatro—generalizando—en la sociedad actual. Podemos decir que la acción ha pasado a otra parte...

No quiero decir que no siga reinventándose el teatro, o innovando, e incluso influyendo en la dramaturgia social hasta cierto punto. Y el teatro experimental apunta también a una reelaboración de la propia simbólica teatral, recuperando y recombinando modalidades de dramatización rituales, simbólicas, esencializantes... Pienso, por ejemplo, en la dramaturgia minimalista e inmovilista de Beckett. (Que, por cierto, controlaba sus piezas teatrales con acotaciones detalladísimas, como si de un guión cinematográfico se tratase).

Pero evidentemente la mayor potencia cultural de reelaboración, reinvención y análisis del gesto, el movimiento y la interacción humana están actualmente en el cine o en la televisión— tanto en cantidad de influencia como en calidad/complejidad, por la reduplicación e intermedialización de la experiencia que proporcionan. Un ejemplo: la manera en que los biopics recientes (La Môme, pongamos, con la memorable actuación de Marion Cotillard) reproducen y reelaboran la imagen ya previamente mediatizada (y la teatralidad personal) de las celebridades del siglo XX.

Me ha llamado especialmente la atención la manera en que los nuevos estilos de actuación de las últimas décadas han ido separándose cada vez más de las convenciones teatrales. De actuación y de dirección de la actuación, y de la representación, porque todo va junto, claro. En las películas antiguas, los actores hablan como en el teatro clásico. La interacción es ordenada, la dicción clara, no se solapan las réplicas. La televisión en directo (hace falta ver la realidad en una pantalla para saber cómo es) nos ha enseñado que la gente no habla así. Aunque los actores de las series españolas, e hispanas, sigan hablando así—por eso son tan malos actores. Las nuevas modalidades de actuación incorporan el lenguaje corporal subliminal (falsamente subliminal, claro), o el gesto detrás del gesto: incorporan la reacción doble (explícita / tácita) a las palabras del otro, y armonizan de manera mucho más compleja el gesto y la palabra—incorporan gestualidad moderna, pues la gestualidad no es ahistórica, sino emergente, y está reinventándose constantemente. Por ejemplo, un gesto ya conocido se mezcla con otro gesto, o se superpone, o puede meramente indicarse... y así, existe más potencialidad de significado en la interacción actual, y en la actuación actual, que en la de épocas anteriores. Pena nos daría ver una actuación, social o teatral, de hace unos cientos de años. Y claro, al haberse hecho visible esa complejidad de la interacción, haberse asimilado a la interpretación consciente o controlada (quizá el método Stanislavski era un primer paso para apoderarse de esa totalidad del lenguaje corporal, por la vía intuitiva)—los efectos sobre la realidad son mucho más drásticos de lo que suponemos. Porque la realidad nunca es capturable por el drama, ni por la cámara detrás de la cámara; siempre está un paso más allá. A saber dónde está ahora.

Como sugerencia para seguirle la pista, no olvidemos otro espacio para la teatralidad del yo: el que está en la nueva dimensión de la representación de nosotros mismos en el ciberespacio social, con sus nuevos gestos, tonos y posturas. También aquí todo es teatro.


   

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