Publicado en Semiótica. com. José Ángel García Landa
Está Álvaro leyendo con gran regocijo Leyes de Murphy para niños, de Arthur Bloch. El principio rector del libro es, naturalmente, que todas las expectativas se frustran, todos los planes fracasan, nada funciona ni sale como se esperaba, si algo puede salir mal saldrá, etc. Me recuerda las tesis pesimistas y un tanto caricaturizadas de la desconstrucción: la comunicación fracasará; el sentido profundo de la obra va a contradecir al expreso e intencional; el inconsciente sacará las vergüenzas a la luz, y el lenguaje patinará y expresará un sentido contrario al deseado. Aunque de las distintas secciones del libro no hay ninguna dedicada a los fracasos de la comunicación.
A cada uno de los principios del libro se les pone un nombre pintoresco: Primera regla de patología, Corolario de Jenning, Regla de Rune. (Esta es buena: "Si no te importa dónde está, es que no se te ha perdido"). He mirado por encima el libro, por ver si de todos modos algunos de sus principios son aplicables a la interacción comunicativa. Algunos hay, por lo generales. Por ejemplo, la Ley de Whistler: "Nunca se sabe quién tiene razón, pero siempre se sabe quién manda". Esta podría juntarse con la vieja Ley de Humpty Dumpty sobre el significado de las palabras -- que significan lo que dice el jefe. También esta otra tiene aplicaciones crítico-comunicativas: "Las únicas personas que encuentran lo que buscan en la vida son los criticones". O la Ley de Lieberman: "Todo el mundo miente pero no importa, porque nadie escucha".
Bueno, esto se ve que tiene posibilidades. Entre otras, posibilidades de exageración. Ninguna representación, ni siquiera la más pesimista, representa la realidad de modo adecuado; siempre nos da una versión provisional para uso local. De hecho, no puedo resistirme a enunciar ya el Corolario de García a la Ley de Murphy: "Ninguna Ley describe la realidad a la perfección, y todas fallan en el momento más inesperado -- y la primera, la de Murphy". Yo no me fío ni de mantener la Ley de la Gravedad, como para fiarme de la Ley de Murphy.
Pero viendo el mundo, y la comunicación, con el cristal de ese color, sí podemos buscar la aplicación de la Ley de Murphy a la comunicación. La podríamos enunciar adaptando la frase del Player King de Hamlet: "nuestras palabras son nuestras; pero a dónde van a parar, quién lo sabe". O, yendo más atrás, lo decía Sócrates sobre los discursos escritos en el Fedro de Platón: un escrito no se sabe a qué manos u oídos o entendimientos va a parar; el autor dice una cosa, pero vete a saber qué es lo que entiende el lector. Paul de Man lleva este escepticismo con la comunicación textual a un extremo: todo es indecidible, todo sentido se vuelve contra sí mismo. Nada permite suponer que la comunicación cara a cara in praesentia (otra modalidad de la ausencia) escape a este principio de pesimismo.
O sea, que nuestras palabras no tendrán el efecto deseado, ya sean espontáneas o cuidadosamente calculadas. Expresarán también, al menos a buen entendedor, lo que no queremos decir, o lo que queremos ocultar o preferimos no pensar. O, a malintencionado entendedor, serán cogidas siempre por el lado que más quema. (Ya temo los comentarios a este post). Presuposiciones molestas saldrán a la luz, y serán exhibidas por nuestro interlocutor cogidas entre dos dedos y retorciéndose. Y estaban en lo que dijimos, y no nos habíamos percatado. O quizá nuestras palabras expresarán obscenidades involuntarias, o resultarán ser, vistas en contexto y reinterpretadas, un gigantesco desliz de la lengua, un lapsus calamidad, una metedura de pata monumental, un error de comunicación. Oídos críticos poco amigables descubrirán la cara de la moneda que pretendemos ocultar, inscrita y transparentada en nuestras mismas palabras que deberían ser el instrumento de ocultación. Y todo esto sucede de modo incalculable, imprevisible, impermeable a toda estrategia. El lapsus linguae, sólo visible retrospectivamente. Inmune a cualquier planificación teórica. Para praxis, la parapraxis.
Por su naturaleza de acontecimiento a la vez imprevisible y congruente en visión retrospectiva, el lapsus linguae nos proporciona un tema ideal para una narración. Es algo eminentemente contable, la metedura de lengua de alguien donde no debía meterla. (Muchas veces aporta justicia poética).
Pero cuidado, que la narración de cómo la lengua fue metida no escapa a la Ley de la Inevitable Metedura de Pata, o linguopatología de la vida cotidiana. Así que ojo con la paja ajena, for what it's worth.
Y reojo, que a veces sí que nos entendemos. Cuando menos lo esperamos. Muchas veces de reojo.
—oOo—
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Se aceptan opiniones alternativas, e incluso coincidentes: