Las observaciones de Lucrecio sobre el origen del lenguaje, en un tiempo en que la filosofía del lenguaje apenas se había desprendido de los mitos, son certeras e impresionantes. Son a la vez un clásico del evolucionismo cultural y del pensamiento del orden emergente, pues, como bien señala su traductor Valentí Fiol, puede reumirse su tesis en que "No hubo un inventor del lenguaje." El lenguaje es una obra colectiva, de multitudes y generaciones, y como las demás instituciones humanas, como el orden mismo de la complejidad, se formó en un proceso evolutivo de selección natural. Tiene sus limitaciones: enfatiza demasiado la continuidad entre el lenguaje animal y el humano, y no trata en realidad de lo más específico del lenguaje, la simbolización flexible. Pero no falta en la solución de Lucrecio ni la crítica a las concepciones míticas, ni la observación de la gestualidad deíctica prelingüística, ni la analogía onto/filogenética entre el desarrollo del lenguaje infantil y la aparición del lenguaje, ni el reconocimiento de la transición entre el protolenguaje de las vocalizaciones animales y el lenguaje. Una solución tan racional dada al problema cuasi-mítico de la existencia de una humanidad sin lenguaje supone una intervención en el pensamiento evolucionista que es de una penetración e inteligencia pasmosas, a la vez que un sentido común bien sólido.
T. Lucrecio Caro (c.
99-55 a.C.), De rerum natura / De la
naturaleza. Trad. Eduard Valentí Fiol. Barcelona: Bosch, 1985; p. 487-89.
Pero los variados sonidos de la lengua, la Naturaleza impulsó al hombre a emitirlos, y la necesidad formó los nombres de las cosas, por un instinto no muy diferente al que vemos que induce al niño, incapaz de hablar, a servirse del gesto y señalar con el dedo los objetos presentes. Pues cada ser tiene consciencia del uso que se puede hacer de sus fuerzas: antes de que al novillo le apunten en la frente las astas, ataca con ellas airado y acomete con encono; los cachorros de panteras y leones se defienden ya con zarpazos y mordiscos antes casi de haberles nacido garras y colmillos. Vemos, además, a las aves de toda especie fiarse de sus alas y pedir a las plumas una ayuda aún vacilante.
Así, pensar que un hombre asignó, en un momento dado, nombres a las cosas y que de él los demás aprendieron los primeros vocablos, es puro desvarío. Pues si uno fue capaz de designar con voces todos los objetos y emitir los variados sonidos de la lengua, ¿por qué no pensar que en el mismo tiempo pudieran hacer otros lo mismo? Además, si otros no hubieran usado entre sí también de las voces, ¿de dónde les hubiera vanido la noción de su utilidad, y de dónde hubiera el primero sacado la facultad de saber lo que quería hacer y preverlo en su mente? Tampoco podía uno solo reducir a tantos y, venciendo su resistencia, forzarlos a querer aprender los nombres de las cosas; ni es fácil hallar un medio persuasivo de enseñar lo que conviene, cuando los hombres son sordos; pues no los sufrirían, ni en manera alguna aguantarían que les machacasen los oídos por más tiempo con los vanos ruidos de una voz jamás escuchada.
En fin, ¿es acaso muy grande maravilla que el género humano, dotado de voz y lengua, designe las cosas con sentidos variados, según sus variados sentimientos? Los mudos rebaños y hasta las especies salvajes suelen emitir voces varias y distintas, según les afecte el miedo o el dolor, o el placer los penetre, y esto es fácil de reconocer en hechos manifiestos.
Cuando los canes molosos están irritados, y regañan sus grandes y fláccidos labios descubriendo sus dientes formidables, el gruñido con que amenazan sus fauces abiertas por la rabia difiere mucho del que emiten cuando con sus ladridos hacen retumbar los contornos. Y cuando con la lengua intentan blandamente lamer a sus cachorros, o los tieran de un lado a otro con sus patas y, amenazando morder, fingen con ternura querer devorarlos, pero sin apretar los dientes, sus acariciantes gruñidos son muy distintos de los ladridos que lanzan cuando los dejan solos en la cas, o los plañidos con que huyen de los golpes, el cuerpo a ras de tierra.
Además, ¿no te parecen distintos los relinchos cuando entre las yeguas se encabrita el potro de edad floreciente, herido por la espuela del alado amor, y cuando, presto al combarte, ruge, dilatadas las narices, o cuando relincha por cualquier otra cosa, temblándole los miembros?
Por último, la especie de las aves y los pintados pájaros, los gavilanes, los quebrantahuesos, los mergos que en las olas saladas del mar buscan su vida y sustento, lanzan, en cualquier otra ocasión, gritos muy diversos de cuando luchan por la comida y se disputan la presa. Otros aún cambian, según el tiempo, los cantos de su voz ronca, como la vetusta raza de las cornejas y las bandadas de cuervos, cuando, según dicen, piden agua y lluvias o cuando anuncian el viento y la tormenta. Por tanto, si sentimientos diversos obligan a los animales, con todo y su mudez, a emitir diversas voces, ¡cuánto más natural es que los hombres de entonces hayan podido designar los distintos objetos con voces distintas!
—oOo—
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Se aceptan opiniones alternativas, e incluso coincidentes: