(de El Príncipe):
Todos sabemos lo digno de alabanza que es que los gobernantes mantengan sus promesas y se comporten de manera íntegra y sin astucias. Pero la experiencia de nuestros tiempos nos dice que los gobernantes que han hecho grandes cosas son los que menos han mantenido su palabra y han sabido engañar a los hombres mediante la astucia, superando así en última instancia a quienes se basan en la lealtad.
Es preciso saber que hay dos maneras de combatir: la primera, mediante las leyes; la otra, utilizando la fuerza. La primera es propia del hombre, la segunda de las bestias. Pero como a veces la primera no basta, conviene recurrir a la segunda. De ahí que a los gobernantes les sea necesario saber usar debidamente tanto a la bestia como al hombre. Los escritores de la Antigüedad enseñaron esto a los gobernantes por medio de alegorías: así nos cuentan que Aquiles y otros muchos jefes antiguos fueron criados por el centauro Quirón, que los educó con disciplina. Esto de tener un preceptor que era mitad hombre y mitad bestia significa que al príncipe le conviene saber usar una y otra naturaleza. Y la una sin la otra no produce efectos duraderos.
Ya que el gobernante debe conocer bien las maneras de la bestia, lo mejor es que tome por modelo tanto a la zorra como al león: porque el león no sabe defenderse de las trampas, y la zorra no puede defenderse de los lobos. Por lo tanto, hay que ser zorra para conocer bien las trampas, y león para infundir temor a los lobos. Los que sólo imitan al león no tienen ni idea.
El gobernante, por lo tanto, ni puede ni debe cumplir la palabra dada si eso le perjudica y si han desaparecido las razones de su promesa. Si todos los hombres fueran honestos, este principio no sería válido, pero como son malintencionados, y no mantienen lo que prometen, tampoco uno debe mantenerlo. Ni han faltado nunca a los gobernantes razones suficientes para justificar su inobservancia. Sobre esto podrían traerse infinidad de ejemplos modernos y mostrar cuántas paces, cuántas promesas han quedado sin efecto y se han hecho vanas por la infidelidad de los príncipes a su palabra: y los que mejor han sabido imitar a la zorra han obtenido mayores ganancias. Y ante todo es necesario saber disfrazar bien el carácter de uno y ser un gran disimulador. Son tan simples los hombres y tan sumisos a la necesidad de cada momento, que quien engaña encuentra siempre alguien que se deja engañar.
No pasaré en silencio uno de los ejemplos más recientes. [Aquí se nombra a un prominente estadista contemporáneo] nunca hizo otra cosa ni pensó más que en engañar a la gente, y siempre encontró a alguien a quien burlar. Ni hubo nunca hombre que fuera más eficaz en afirmar solemnemente una cosa, manteniéndola con juramento, para después no respetar lo que había jurado. Y sin embargo sus engaños siempre le resultaron útiles, porque conocía bien la naturaleza humana.
Es decir, que un político no ha de tener todas las cualidades arriba enumeradas. Pero sí que le es necesario aparentar tenerlas. Me atrevo a decir que si tiene esas cualidades y las pone en práctica, son dañinas; en cambio, aunque no las tenga, si aparenta tenerlas, son útiles. Como parecer piadoso, leal, humano, íntegro, religioso, y serlo en realidad. Pero hay que tener dispuesto el ánimo para aparentar que se tienen estas cualidades si en realidad no se las posee. Esto conviene entenderlo bien: que un gobernante, sobre todo un gobernante que acaba de llegar al poder, no debe atenerse a todo lo que hace que los hombres sean tenidos por buenos, porque en ocasiones, para defender su Estado, necesitará actuar contra la lealtad, contra la caridad, la humanidad y la religión. Tiene que contar con un ánimo dispuesto a moverse según sople el viento de la fortuna e impongan las diferentes circunstancias, sin apartarse del bien, si es posible —pero sabiendo también entrar en el mal, si es necesario.
Mucho cuidado han de tener los políticos de no proferir palabras que no estén impregnadas de las citadas cualidades, y que quienes lo vean y oigan hallen todo piedad, todo lealtad e integridad, todo humanidad y religión. Y lo que más necesita aparentar es esta última virtud de la religión, porque los hombres en general juzgan más por lo que ven que por lo que tocan; todos ven, pocos sienten. Todos ven lo que pareces ser; pocos sienten lo que eres. Y esos pocos no se atreven a oponerse a la opinión de la mayoría, que admás cuenta con los defensores de la majestad del poder. Y en las acciones de los hombres, y mucho más en las de los estadistas, no hay tribunal al que apelar: se atiende al resultado.
Así pues, que haga el gobernante cuanto debe por dominar y conservar el Estado, que los medios siempre serán considerados justos y alabados por todos, pues al vulgo lo convencen las apariencias y el resultado de cada cosa. Y en el mundo no hay más que vulgo: los grupos minoritarios no tienen sitio cuando la mayoría apoya al gobernante. Cierto estadista de nuestro tiempo, a quien no es oportuno nombrar, habla continuamente de paz y lealtad, cuando es el mayor enemigo de la una y de la otra; pero si las hubiera respetado, ambas cosas le hubiesen arrebatado la buena fama y el poder.
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