Pero
el motivo principal de su malestar era que al lado de aquellos
científicos, oyendo sus conversaciones, se sentía un ignorante y un
impostor. Al contrario que la mayoría de los humanistas, que habían
sepultado su curiosidad bajo un manto de desdén y que presumían de no
leer ciencia, o de no entenderla, Cifuentes admiraba a aquellos físicos
y neurobiólogos aficionados a la literatura y capaces de mantener una
conversación de cierta profundidad sobre (pongamos por caso) los
fundamentos del arte contemporáneo. ¿Qué colega suyo en el Departamento
le podía decir siquiera cuáles eran los principios generales de la física cuántica?
Y sin embargo, eran ellos, los pobres científicos, quienes tenían fama
de incultos. Los humanistas habían sido más astutos y se habían
apropiado del término intelectual.
Pero si alguien usaba el intelecto eran aquellos hombres que además de
dedicarse a su línea de investigación eran capaces de extraer
conclusiones sobre (pongamos por caso) la
vigencia del argumento literario a partir de (pongamos por caso) la
variedad de especies encontrada en el yacimiento de fósiles cámbricos
de Burgess Shale.
Los humanistas seguían empeñados en trabajar con textos. Textos que comentaban otros textos, que a su vez glosaban otros más remotos, en una espiral hacia arriba que les había hecho perder el contacto con el mundo empírico. Tenían una idea decorativa del mundo. Creían que todo era un relato, que el capitalismo era un relato, que las relaciones humanas eran relatos, que el supermercado era un relato, y se ponían a comentarlo. Sujeto, verbo y predicado. En cierto modo era conmovedor. Pero qué le vamos a hacer; era la única manera que tenían de comprender el mundo, convirtiéndolo todo en textos, en relatos, y luego aplicándole ese método de análisis que venía de la retórica romana.
Cuando aceptaran sin miedo, como él empezaba a hacer, que el mundo no tenía nada de texto, sino que era un flujo incoherente y contradictorio, desigual, desproporcionado, caprichoso, inmotivado y absurdo, sin ideas fuerza, con cabos sueltos, deshilachados, sin corrientes de sentido, con intereses contradictorios, sin centro ni márgenes, amorfo, hipertrofiado aquí, pero atrofiado más allá, cuando aceptaran eso, habrían empezado a comprender de verdad. Los humanistas, sus colegas, él mismo, todos ellos, que un día fueron la vanguardia del conocimiento, no tenían hoy nada que aportar al mundo. Por eso empleaban una jerga incomprensible y desdeñaban las exposiciones claras de los asuntos complejos. Huían de la claridad, porque sabían que la luz es la enemiga de la superchería.
—No creo que el estudio del arte o de la literatura sea una actividad estéril, Arturo. Al fin y al cabo, estudiar la literatura es estudiar un proceso del cerebro. A través de la literatura podeos rastrear la evolución del lenguaje, de los analizadores perceptivos y de sus reacciones estéticas. Podemos estudiar el progreso del razonamiento, del sentido moral, del amor, de la lealtad, de la rivalidad, del estatus y de las relaciones con los parientes y los semejantes. La cultura está formada por los descubrimientos que hemos hecho a lo largo del tiempo, pero también por las convenciones y las reglas que nos hemos impuesto para coordinar nuestros deseos con los deseos de los demás. Y todo eso se ve muy bien en la Literatura. Hay una cadena continua que va desde la biología a la cultura pasando por la psicología. No tiene sentido seguir pensando en términos de científicos por un lado y humanistas por otro. Hay que unificar la biología y la cultura en una ciencia de la mente y de la naturaleza humanas.
El autor de esta encendida defensa de una tercera cultura era naturalmente un científico, el futuro Premio Nobel—así se lo presentó Lib—Joseph Lelous, un hombre que sobre todas las cosas olía muy bien, a cuero y ámbar, con notas altas de bergamota y limón. (62-64)
Los humanistas seguían empeñados en trabajar con textos. Textos que comentaban otros textos, que a su vez glosaban otros más remotos, en una espiral hacia arriba que les había hecho perder el contacto con el mundo empírico. Tenían una idea decorativa del mundo. Creían que todo era un relato, que el capitalismo era un relato, que las relaciones humanas eran relatos, que el supermercado era un relato, y se ponían a comentarlo. Sujeto, verbo y predicado. En cierto modo era conmovedor. Pero qué le vamos a hacer; era la única manera que tenían de comprender el mundo, convirtiéndolo todo en textos, en relatos, y luego aplicándole ese método de análisis que venía de la retórica romana.
Cuando aceptaran sin miedo, como él empezaba a hacer, que el mundo no tenía nada de texto, sino que era un flujo incoherente y contradictorio, desigual, desproporcionado, caprichoso, inmotivado y absurdo, sin ideas fuerza, con cabos sueltos, deshilachados, sin corrientes de sentido, con intereses contradictorios, sin centro ni márgenes, amorfo, hipertrofiado aquí, pero atrofiado más allá, cuando aceptaran eso, habrían empezado a comprender de verdad. Los humanistas, sus colegas, él mismo, todos ellos, que un día fueron la vanguardia del conocimiento, no tenían hoy nada que aportar al mundo. Por eso empleaban una jerga incomprensible y desdeñaban las exposiciones claras de los asuntos complejos. Huían de la claridad, porque sabían que la luz es la enemiga de la superchería.
—No creo que el estudio del arte o de la literatura sea una actividad estéril, Arturo. Al fin y al cabo, estudiar la literatura es estudiar un proceso del cerebro. A través de la literatura podeos rastrear la evolución del lenguaje, de los analizadores perceptivos y de sus reacciones estéticas. Podemos estudiar el progreso del razonamiento, del sentido moral, del amor, de la lealtad, de la rivalidad, del estatus y de las relaciones con los parientes y los semejantes. La cultura está formada por los descubrimientos que hemos hecho a lo largo del tiempo, pero también por las convenciones y las reglas que nos hemos impuesto para coordinar nuestros deseos con los deseos de los demás. Y todo eso se ve muy bien en la Literatura. Hay una cadena continua que va desde la biología a la cultura pasando por la psicología. No tiene sentido seguir pensando en términos de científicos por un lado y humanistas por otro. Hay que unificar la biología y la cultura en una ciencia de la mente y de la naturaleza humanas.
El autor de esta encendida defensa de una tercera cultura era naturalmente un científico, el futuro Premio Nobel—así se lo presentó Lib—Joseph Lelous, un hombre que sobre todas las cosas olía muy bien, a cuero y ámbar, con notas altas de bergamota y limón. (62-64)
Sale una foto del narrador con su colega Cifuentes cuando eran estudiantes, y parece talmente una foto mía en primero de carrera allá por el año 80—Orejudo anda por la misma generación, y su periplo americano fue más largo que el mío. Por suerte en mi Filología Inglesa la fiesta duró un tiempo más que en su Filología Hispánica:
(...)
Filología Hispánica aún no se había convertido en una carrera de saldo, aún no era la licenciatura de los que no pueden estudiar algo más serio por falta de capacidad o de nota media. Cuando nosotros entramos en la universidad, Filología Hispánica era todavía una disciplina en la que se matriculaban no sólo quienes no servían para las ciencias, sino también jóvenes de cierta cultura, chicos a los que les interesaban de verdad las letras, y que habían leído bastantes libros para su edad.
Las cosas ya no son así, el mundo cambia, ya lo sé. Pero no es eso lo que me asombra; lo que me maravilla es la velocidad con la que se produjo aquel cambio. Aunque más que un cambio, lo que hubo en la década de los ochenta del siglo pasado fue una inversión de valores que nos pilló a contrapié. Filología Hispánica, las humanidades en general, que todavía resultaban apetecibles cuando empezamos a estudiar, dejaron de ser sexys en menos de cinco años, antes de que termináramos la carrera.
En realidad el mundo había empezado a cambiar mucho antes. Antes incluso de que entráramos en la Universidad. Pero no nos dimos cuenta. No lo advertimos por ceguera y sobre todo por soberbia: nos sentíamos cómodamente instalados en un saber que no había sido cuestionado en cinco siglos y que iba a seguir vigente, estábamos seguros, al menos otros cinco siglos más. Yo, por ejemplo, quise estudiar literatura porque creía que las Humanidades seguían estando en el centro del conocimiento, y porque pensaba que hombres como Augusto Desmoines no podían estar equivocados. Pero no faltaban indicios de lo contrario. Otros, menos ciegos que yo o más humildes, los vieron y supieron interpretarlos. Lo que nadie imaginó fue la velocidad a la que se produjo aquella revolución. En menos de cinco años el estudio de la literatura, esa tarea a la que habíamos consagrado nuestros años universitarios, pasó de ser una prestigiosa ocupación cuya utilidad nadie cuestionaba a considerarse una disciplina inútil que sólo conducía a la frustración y al paro.
Cuando terminamos la carrera comprendimos que estábamos al margen. Recuerdo la lúgubre cena de fin de curso, y la sensación compartida de que nos habíamos equivocado, de que habíamos cursado unos estudios inútiles, sin contacto con ese mundo nuevo que empezaba a despertar. Quienes pudieron costearse otra carrera o ser mantenidos mientras estudiaban una oposición lo hicieron. Otros se marcharon al extranjero becados por el Ministerio de Educación o por alguna universidad. Y también hubo quien tuvo suerte y pudo repartir propaganda por los buzones o ser camarero o azafata. (97-98)
Filología Hispánica aún no se había convertido en una carrera de saldo, aún no era la licenciatura de los que no pueden estudiar algo más serio por falta de capacidad o de nota media. Cuando nosotros entramos en la universidad, Filología Hispánica era todavía una disciplina en la que se matriculaban no sólo quienes no servían para las ciencias, sino también jóvenes de cierta cultura, chicos a los que les interesaban de verdad las letras, y que habían leído bastantes libros para su edad.
Las cosas ya no son así, el mundo cambia, ya lo sé. Pero no es eso lo que me asombra; lo que me maravilla es la velocidad con la que se produjo aquel cambio. Aunque más que un cambio, lo que hubo en la década de los ochenta del siglo pasado fue una inversión de valores que nos pilló a contrapié. Filología Hispánica, las humanidades en general, que todavía resultaban apetecibles cuando empezamos a estudiar, dejaron de ser sexys en menos de cinco años, antes de que termináramos la carrera.
En realidad el mundo había empezado a cambiar mucho antes. Antes incluso de que entráramos en la Universidad. Pero no nos dimos cuenta. No lo advertimos por ceguera y sobre todo por soberbia: nos sentíamos cómodamente instalados en un saber que no había sido cuestionado en cinco siglos y que iba a seguir vigente, estábamos seguros, al menos otros cinco siglos más. Yo, por ejemplo, quise estudiar literatura porque creía que las Humanidades seguían estando en el centro del conocimiento, y porque pensaba que hombres como Augusto Desmoines no podían estar equivocados. Pero no faltaban indicios de lo contrario. Otros, menos ciegos que yo o más humildes, los vieron y supieron interpretarlos. Lo que nadie imaginó fue la velocidad a la que se produjo aquella revolución. En menos de cinco años el estudio de la literatura, esa tarea a la que habíamos consagrado nuestros años universitarios, pasó de ser una prestigiosa ocupación cuya utilidad nadie cuestionaba a considerarse una disciplina inútil que sólo conducía a la frustración y al paro.
Cuando terminamos la carrera comprendimos que estábamos al margen. Recuerdo la lúgubre cena de fin de curso, y la sensación compartida de que nos habíamos equivocado, de que habíamos cursado unos estudios inútiles, sin contacto con ese mundo nuevo que empezaba a despertar. Quienes pudieron costearse otra carrera o ser mantenidos mientras estudiaban una oposición lo hicieron. Otros se marcharon al extranjero becados por el Ministerio de Educación o por alguna universidad. Y también hubo quien tuvo suerte y pudo repartir propaganda por los buzones o ser camarero o azafata. (97-98)
Otro aspecto satírico de la novela tiene que ver con la corrección política institucionalizada; este aspecto resulta algo más siniestro en lo que me recuerda al caso muy real de Antonio Calvo, profesor español en USA que se suicidó tras ser víctima de un montaje histérico muy parecido al que en esta novela le sucede a Cifuentes por ofender a una estudiante negra. Un caso que a su vez parecía calcado de la novela de Philip Roth The Human Stain. Si es que la literatura vale, como poco, para ver la vida que hay delante, y hasta para perfilarla.
—oOo—
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