Music Box (La caja de
música)
es una excelente película de Costa-Gavras, protagonizada por Jessica
Lange, Armin Mueller-Stahl y Frederic Forrest. Recuerda en algunos
aspectos a La
Llave de Sarah,
pero lleva muchos cuerpos de adelanto sobre el pelotón a la serie
reciente de películas sobre la memoria histórica y el retorno del
nazismo reprimido. Como en la película sobre la novela de de Rosnay,
llama la atención aquí cómo el pasado vuelve para hacer posicionarse a
personas que se creían ajenas y fuera de su alcance, y yendo más allá
muestra cómo la
investigación lleva a descubrir más cosas de las que se deseaban sobre
el propio investigador—es un tema trágico creado por Sófocles en Edipo Rey.
Aquí Lange interpreta a una abogada, americana de etnia húngara, que
defiende a su padre en un caso en el cual se le quiere privar de la
ciudadanía americana. El abuelo dice que todo es un error, y luego un
montaje de los comunistas contra un emigrante indeseable. Y así sale a
la luz el pasado del padre—no sólo
inmigrante con status jurídico incierto, cosa que pronto admite a su
hija, y no sólo colaboracionista con los nazis, sino aún peor: una
auténtica estrella de las matanzas y la crueldad, un sádico psicópata
que disfrutaba con su "trabajo" y mataba sin medida ni sentido,
disfrutando con sus ejecuciones masivas como un demonio con patas.
Eso no pega nada con la imagen que tenía la abogada de su padre,
claro—para ella ha sido un sacrificado obrero de fábrica que consiguió
darle carrera, y siempre cariñoso con ella, y el ídolo de su nieto. La
película posiciona al espectador desde el primer momento sospechando
del honesto abuelo, pero la abogada se resiste con una defensa
tecnicista basada en desmontar la fiabilidad hermética de las pruebas.
Un buen abogado en USA demuestra (como en el caso O. J. Simpson) que
nada se puede demostrar, que todo documento puede haber sido manipulado.
Pero por accidente, buscando pruebas a su favor, llega la abogada hasta
Hungría, y allí encuentra más de lo que busca. Su padre había sido
chantajeado por un compatriota, y saldrá a la luz que lo mató para
terminar con el chantaje. Visitando a la hermana del chantajista,
haciéndose pasar por una amiga de América, descubre la abogada no sólo
que era otro criminal de guerra de triste memoria (lo delata una
cicatriz que luego se borró quirúrgicamente (todo un emblema de raíz
aristotélica, las cicatrices y ahora su eliminación quirúrgica en USA).
Y le da la hermana otra cosa que le envió su hermano: una papeleta de
una casa de empeños. Lo que empeñó el chantajista era la caja de
música en cuestión, que contenía fotos de las atrocidades. Ahora la
abogada ya no duda, y las envía a su rival el fiscal que intentaba
empapelar a su padre.
Y tras una escena de abrazos y recriminaciones se separa de su padre el
monstruo, que ahora sí será juzgado y extraditado, se deja intuir, todo
sin el apoyo de la hija. En la última escena le anuncia que le separará
de su nieto y le cuenta quién fue en realidad su abuelo.
Una cosa interesante en la película es el retrato de pasada del nazismo
a la americana: la abogada, divorciada, mantiene el contacto con su
marido a quien conoció en la Facultad y sobre todo con su suegro,
importante abogado de tradición hiper-republicana; éste le echa alguna
manita durante el juicio. Es un personaje inteligente y manipulador,
vemos desde el primer momento que no tiene ninguna confianza en la
inocencia de su consuegro pero que ve en todo un juego de intereses—la
verdad está para manipularla, no para adorarla, y éste está dispuesto
sobre todo a oponerse a las políticas de apaciguamiento con los
comunistas. También tuvo su papel colaborando con nazis que se
arrimaron a la bandera de USA tras la guerra.
Las
personas guardan secretos, y cuando penetramos más allá de esa fachada
que es la presentación que hacen de sí mismos para nuestro teatro
cotidiano, las sorpresas pueden ser mayúsculas. La película dramatiza
un caso extremo de este fenómeno, al mostrar el desenmascarmiento de un
criminal ante su familia, y lo que cuesta aceptarlo. Tanto más cuanto
que su hija comete el error de ponerse en el papel de su abogada, y un
abogado y un familiar son partidarios inflexibles del sujeto, pero por
razones muy distintas, que van creando aquí tensiones y minando la fe
de la defensora en sí misma y en su defendido.
Pero quizá el aspecto más interesante de la película queda sólo
apuntado, y no para mal. El abuelo es un psicópata, sí, y fue un
sádico, pero ya no lo es. Ha construido otra persona, y cuando niega
que él fuese aquel monstruo sádico cuyas atrocidades se describen a la
vez miente, y (lo más inquietante) también dice la verdad. Su vida en
otro país y otro momento es otra vida, y a pesar de las intrusiones
constantes del pasado, en la persona del chantajista, se había
construido otra personalidad basada en mantener en un compartimento
estanco de su mente todo lo que pasó en la guerra. Una víctima de la
guerra a su manera—hasta el verdugo lo es— pues la guerra le permitió
ser, o lo llevó a ser, algo que nunca hubiera sido de otra manera. Y el
resto de su vida volvió la espalda a lo que había sido, no por ignorar
su horror, sino precisamente por reconocerlo, a su manera—es el
elemento trágico de la película, como lo describía Bradley
en su teoría de la tragedia—la
destrucción del bien que va inevitablemente entremezclado al mal que
hay que destruir. Así, la película apunta en una dirección posible, en
la que el abuelo no es sólo un farsante, sino además el portador de un
trauma, una víctima resilient, que
se ha reconstruido a sí mismo, pero que lleva a cuestas una
personalidad quimérica e insostenible, murder will out.
Como digo, no queda sino apuntado este elemento, pero contribuye a
hacer de la película algo más complejo y más trágico que ese otro
montón de películas sobre traumas donde el traumado es la víctima, y en
ningún caso el agresor. La verdad es más compleja y más desagradable; y
el pasado traumático se extiende sobre una mancha, dejando tocada a la
abogada protagonista, cambiando su pasado retroactivamente como en toda
buena historia de trauma generacional: ya no es sólo su que su padre es
el que era, ni era el que era: tampoco ella es la que era, ni era la
que era. La historia, recontada, tiene estas paradojas, pero ya decía
Oscar Wilde que es inevitable, y que frente a la historia nuestra única
responsabilidad es contarla otra vez, de otra manera. También
entendía eso a su manera el criminal de guerra, que viéndose perdedor
vuelve la espalda a su pasado con determinación y decide hacer como que
no ha existido—ni siquiera para él. Pecho
fuera y vista al frente, chico, le
dice a su nieto.
Pero la mirada atrás se impone a la fuerza, y se hace
con el acierto de mostrar cómo las personas son personas con sus
circunstancias a cuestas, cómo no puede hablarse de identidad realmente
sin comprender las circunstancias en las que esa identidad se
construye. También muestra los límites y paradojas de esa
reconstrucción de la identidad por las circunstancias, cómo el pasado
tiene un precio y se lleva a cuestas, y cómo lo más familiar y próximo,
y los más demonizado y rechazable, pueden mezclarse de maneras
imprevistas e inasumibles; así el trauma manda ecos a través de las
generaciones Y por último nos hace comprender la película cómo y por
qué un criminal puede rehacerse a sí mismo, sin por ello exonerarle ni
mostrar compasión por él.
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