Leyendo Epic of Evolution, de Eric Chaisson, paso de la
Era de las Partículas y la Era de las Galaxias a la Era de las
Estrellas. Una estrella sigue una evolución casi podríamos decir que
vital, con origen, desarrollo y muerte—casi cree uno estar releyendo el
Star Maker de Stapledon. Las estrellas tienen destinos
diferentes: las estrellas como nuestro sol se apagarán gradualmente,
pero las de masa superior a un punto crítico estallan violentamente
como supernovas, creando catástrofes cósmicas a su alrededor,
expulsando cantidades inimaginables de materia a velocidades de miles
de kilómetros por segundo, y activando en el proceso la creación de
nuevos mundos. Nuestro mundo y nosotros mismos procedemos de una de
esas catástrofes, pues los elementos pesados que nos rodean no han sido
creados en el sistema solar, que es más reciente y carece de la energía
necesaria para ello. El mismo carbono que forma nuestros cuerpos
procede del interior de estrellas desaparecidas. Somos, literalmente,
polvo de estrellas. Y nuestro sistema solar, a pesar de las
inimaginables distancias que lo separan de otras estrellas, no está
autocontenido, ni ha evolucionado independientemente. La materia misma
que lo constituye deriva de otros sistemas anteriores, y la propia
evolución de la vida es resultado de catástrofes cósmicas remotas, como
las que quizá también la hayan interrumpido o reorientado causando
extinciones masivas, cuando explota una estrella cercana y aparecen dos
soles, asoladores, en el cielo del día.
En la explosión de una
supernova, la materia que no es expulsada sufre una violenta
contracción y una transformación súbita: la gigantesca estrella queda
reducida a una esfera de unos pocos kilómetros de circunferencia, en la
que toda la materia se ha compactado hasta límites inimaginables y se
ha convertido simultáneamente en neutrones—neutrones que en lugar de
estar en el núcleo de un átomo, con electrones en torno creando átomos
equilibrados por fuerzas positivas y negativas, están apiñados y en
contacto cercano, creando un material de densidad extrema. Toda la
materia necesaria para hacer nuestro sistema solar, y más, ha quedado
comprimida en esta roca neutrónica, que gira sobre sí misma a
velocidades enormes (a veces se detectan sus señales en forma de
púlsar).
Una estrella de volumen todavía superior a esta masa crítica se hunde
sobre sí misma tras estallar, y, aplastada por su propia gravedad, se
convierte en una singularidad incomunicada, un universo aparte
inexistente, un agujero negro—una nada activa en medio del ser.
Cree la ciencia que todo lo que existe surgió de la nada—pero la
nada no desapareció, podríamos decir que está al acecho disimulada en
la constitución misma de todo, en su centro. Y toda la materia
necesaria para constituir el género humano, todas las personas de la
Tierra, cabría en una estrella de neutrones en el volumen de un
guisante, o en el interior de una cáscara de nuez. El resto es vacío.
Somos, según se nos mire, pura apariencia, o nada en absoluto, quintessence
of dust. Somos, y el mundo con nosotros,
una ilusión cósmica, o un juego de fuerzas suspendidas en
equilibrio—más etéreos que los hologramas de nuestra imaginación.
Somos, mayormente, ideas o impresiones, cuerpos casi angélicos, porque
la materia que entra en nuestra composición es realmente muy poca. Y
según cómo se nos mire somos todos como Cecilia, nada de nada.
(O, como dice Philip Roth,
"The treacherous imagination is everybody's maker— are all the invention of each other, everybody a conjuration conjuring up everyone else. We are all each other's authors"
The Counterlife. 145).
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