Como los vecinos de abajo estaban echando suelo, decide Beatriz
organizar una excursión allende los mares, a la isla de Ons, que cierra
la ría toujours à l'ouest.
Vienen Juan y Chelo, y embarcamos en el ferry justicos de tiempo.
Durante la travesía, nos helamos más de lo previsible el 16 de agosto,
ha salido el día brumoso, pero pronto despeja. Yo llevo la cámara de
fotos y disparo a todo lo que no se mueve (la gente es más
problemática, y de momento no me he vuelto insolente con la cámara).
Examinando los cambios de perspectiva de la ría, y viendo la puntita
donde está nuestra casa desde lejos.
Delfines esta vez eligen no acompañarnos, aunque el otro día se podía
ver una bandada desde la ventana de casa (thar he blows!).
Turistas como nosotros hay muchos, en cambio: es temporada
alta-altísima, y nos enteraremos luego a la hora de comer. Que en estas
excursiones es una prioridad—mi sugerencia de pasar de restaurantes y
concentrarnos en el paisaje no tiene acogida ni eco. En la playa de
Ons, los chavales se plantan en la arena, vestidos, y decididos a
ignorar todo lo que les rodea, su madre es la única que se baña.
Estudiado el tema, decidimos dejar para otra excursión o para más tarde
el sarcófago tallado en la piedra que hay en una roca del mar. No sé si
esa travesía la haré un día, supongo que sí, y si no un sarcófago u
otro qué más da. La otra vez, viniendo con Carmen y Paco, subimos hasta
el faro; esta vez elegimos el Burato do Inferno, que está en la punta
sureste de la isla. Y allí que vamos todos menos Juan, que elige siesta
en la playa en su lugar. Yo me voy quedando atrás con Ivo y Oscar, que
me comprometen a dejarles un minuto de Internet por cada foto que haga.
Ciento veintitantos minutos acumulan antes de que me quede sin
baterías. Estoy algo cojo, y me lamento de cómo ya no podré llevarlos
por esos cerros de dios por los Pirineos, y a esos ibones por donde yo
hacía excursiones. Eso era hace mucho tiempo, no termino de asimilarlo.
Los chavales, les sobran todas las excursiones en cualquier caso.
Pasamos un campamento, donde me ofrezco a apuntarlos el año que viene,
pero argumentan que seguro que estos chavales no comparten sus gustos
frikis. (Ni ellos el gusto por estar al aire y andando y bañándose,
claro). Cogemos el desvío al Burato; los chavales opinan que el
aragonés burraco es mucho más
conveniente.
La marcha tiene varios kilómetros y la mayoría de los turistas que
veíamos se van volviendo atrás, vagos ellos. El paisaje es de
impresión, se ven muchísimos veleros a lo lejos, la isla de Onza a unos
centenares de metros y a lo lejos las Cíes, en una tarde espectacular.
Con mis fotos me voy quedando atrás, y al llegar al Burato. De todas
las cosas que me podía encontrar volviendo de la punta del Burato no sé
si la más lógica era un jipi en monociclo, pero bueno, eso era lo que
había. Me comenta Alvaro, que iba delante, que se había apeado sólo a
riesgo ya de caerse de narices al abismo, y que se había hecho una foto
en su monociclo con una cruz que marca uno de esos puntos occidentales
de Occidente—me acuerdo de otros donde he estado, como Estaca de Vares,
Finisterre, o el Facho. Oscar no tendrá inconveniente en asomarse al
borde del burato, llegado
el caso, más allá del pretil de seguridad. El fondo no se ve, y
realmente parece que si te caes por allí te vas a encontrar al diablo, todo bermello todo bermello.
Bajamos por turnos, trepando por las rocas a un sitio donde ya ni la
última pareja de turistas se atreve—un mirador en una caída a pico, un
cortado impresionante que se abre en el mar delante del Burato, y que
al parecer está comunicado con él. Todos con chanclas, yo echándoles la
bronca por ese calzado, pero que si quieres, están todos encantados de ir en
chancletas a hacer monte, y precipiciing. Hasta Beatriz, de pies inseguros ella, se
empeña en bajar al balconcillo infernal ése (no me despeñes, que llevo chanclas). Y la verdad es que
llegados aquí vale la pena, pero no es para todo el mundo ni mucho
menos. El mar, abajo y metiéndose por la grieta tremenda del burato
ése, suena totalmente uninviting.
Logramos subir arriba sin esnafrarnos, y escerrenándonos lo justo. Y
camino de vuelta. Lo cierto es que, allí en el Burato, el siguiente
pueblo está en América, y si sólo cuenta ir a pie firme, Nueva York o
Newport en Rhode Island están más cerca que Bueu, o que Ons. Así que,
marcado un nuevo límite oeste en el vecindario, nos volvemos a embarcar
otra vez con poco tiempo. En la costa este de la isla, nos mojamos los
pies en la arena blanquísima, y estudiamos la posibilidad de ir a ver
el ataúd de piedra—pero lo dejamos para otro día. En el viaje de
vuelta, todos se refugian en la sentina—menos yo que aprecio más ver
paisajes, y aún me quedaban las últimas fotos que tirar. Voy viendo
enormes cargueros, me pasa por delante un velero enorme, como un barco
fantasma, sin que yo lo vea. Las Cíes a lo lejos, entre brumas como
Isla Nublar. Y examino la costa, de Cabo Udra hasta el puerto, con sus
toques de Isla Sorna también. El otro día, viendo Lobezno Inmortal,
nos llamó la atención el parecido entre Nagasaki y nuestra ría. También
me había fijado en el parecido con Japón en otra película, Aruitemo aruitemo. Recomiendo
más la segunda. Y también una visita al Burato do Inferno, si pasáis
por allí—pero no se pasa, es uno de esos sitios que hay que ir de
propio o no vas.
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