En
el despacho de Portabella, extenso como un salón, había una luz
monástica, claustral, procedente del patio interior de la vivienda, que
simplificaba el mobiliario: las paredes las cubrían anaqueles de libros
monótonos (su dueño se preocupaba de enviarlos al encuadernador, que
invariablamente les adjudicaba las mismas tapas de piel moteada) y una
tumultuosa colección de diplomas académicos y honoríficos que
ilustraban la trayectoria profesional—controvertida, histriónica, un
poco guadianesca—de Portabella. Presidía el aposento un gran cuadro de
la escuela prerrafaelita que representaba la danza de Salomé; sólo una
gasa velaba la desnudez de la mujer, que se había ido desponjando de
sucesivos velos (algunos se arrebujaban en el suelo, como trapos
sórdidos; otros aún flotaban en el aire) y afectaba una pose a un
tiempo púdica y oferente, como una Venus de Botticelli sazonada por el
vicio, mientras avanzaba hacia el espectador, que de este modo adoptaba
la perspectiva del lascivo Herodes. Salomé posaba una mano sobre el
vientre núbil, sin llegar a taparse del todo el pubis sin vello, y con
la otra se recogía los senos, como pájaros resguardados del frío; en
contraste con estas muestras de falso recato, su barbilla se alzaba,
retadora, sobre un cuello que ensayaba un esguince lúbrico, y sus
labios, incendiados de sangre, parecían musitar una plegaria o una
blasfemia.
—¿Le gusta?
Portabella era, en efecto, septuagenario, pero conservaba una prestancia juvenil, a la que paradójicamente contribuía su cabello cano, cortado a navaja, como un cepillo de intacta nieve. Sus facciones, muy enjutas y afiladas, parecían adelgazadas por un misticismo que podría haber pintado El Greco; pero lo que de inmediato cautivaba—magnetizaba casi—la atención del interlocutor era su mirada, a la vez acariciante y delictiva, como si en su iris azul conviviesen mansedumbre y barbarie. Estreché su mano, sarmentosa y sin embargo llena de vigor.
—Es extraordinario—reconocí—.¿Rossetti?
—Burne-Jones, me corrigió, sin conceder importancia a mi desliz. Esa sensualidad un poco enfermiza sólo la lograba Burne-Jones entre los prerrafaelitas.
En lugar de sentarse detrás del escritorio lo hizo en una de las butacas reservadas a los pacientes que aguardan diagnóstico, después de invitarme a hacer lo propio. Era protocolario pero también adusto, sin pizca de ampulosidad.
—Le costaría una fortuna—dije, quizá un tanto palurdamente.
—No se crea, hubo una época en que había mucha gente en Barcelona deseando deshacerse de sus obras de arte. Me temo que habían sido adquiridas mediante procedimientos non sanctos, en plena desbandada nazi. —Me sobresaltó la mención, pero Portabella no concedía demasiada importancia a la procedencia del cuadro, estaba más interesado en su interpretación alegórica—: La mente humana es como Salomé al inicio de su danza, escondida del mundo exterior por siete velos de reserva, timidez, miedo... Con sus amigos, un hombre normal se quita primero un velo, luego otro, puede que hasta tres o cuatro en total. Con la mujer a la que ama se quita cinco, o quizá seis si entre ellos existe gran confianza, pero nunca los siete. A la mente humana también le gusta cubrir su desnudez y guardar su intimidad para sí. Salomé se quitó el séptimo velo por propia voluntad, pero la mente humana suele ser más recatada. Por eso utilizamos la hipnosis. Así conseguimos que caiga el séptimo velo y vemos qué hay exactamente detrás. (299-301).
—¿Le gusta?
Portabella era, en efecto, septuagenario, pero conservaba una prestancia juvenil, a la que paradójicamente contribuía su cabello cano, cortado a navaja, como un cepillo de intacta nieve. Sus facciones, muy enjutas y afiladas, parecían adelgazadas por un misticismo que podría haber pintado El Greco; pero lo que de inmediato cautivaba—magnetizaba casi—la atención del interlocutor era su mirada, a la vez acariciante y delictiva, como si en su iris azul conviviesen mansedumbre y barbarie. Estreché su mano, sarmentosa y sin embargo llena de vigor.
—Es extraordinario—reconocí—.¿Rossetti?
—Burne-Jones, me corrigió, sin conceder importancia a mi desliz. Esa sensualidad un poco enfermiza sólo la lograba Burne-Jones entre los prerrafaelitas.
En lugar de sentarse detrás del escritorio lo hizo en una de las butacas reservadas a los pacientes que aguardan diagnóstico, después de invitarme a hacer lo propio. Era protocolario pero también adusto, sin pizca de ampulosidad.
—Le costaría una fortuna—dije, quizá un tanto palurdamente.
—No se crea, hubo una época en que había mucha gente en Barcelona deseando deshacerse de sus obras de arte. Me temo que habían sido adquiridas mediante procedimientos non sanctos, en plena desbandada nazi. —Me sobresaltó la mención, pero Portabella no concedía demasiada importancia a la procedencia del cuadro, estaba más interesado en su interpretación alegórica—: La mente humana es como Salomé al inicio de su danza, escondida del mundo exterior por siete velos de reserva, timidez, miedo... Con sus amigos, un hombre normal se quita primero un velo, luego otro, puede que hasta tres o cuatro en total. Con la mujer a la que ama se quita cinco, o quizá seis si entre ellos existe gran confianza, pero nunca los siete. A la mente humana también le gusta cubrir su desnudez y guardar su intimidad para sí. Salomé se quitó el séptimo velo por propia voluntad, pero la mente humana suele ser más recatada. Por eso utilizamos la hipnosis. Así conseguimos que caiga el séptimo velo y vemos qué hay exactamente detrás. (299-301).
Ciertos títulos son un enigma, un acertijo, un sentido velado. Y así en la comprensión del título de un libro hay también un desvelamiento progresivo. Que puede ser más o menos súbito, y más o menos total. Es de esperar, en El séptimo velo, más adelante, una nueva referencia al título, esta vez especificando en qué sentido se aplica la teoría del desvelamiento de la mente al caso concreto del protagonista amnésico, Jules, o al misterio de la paternidad de su hijo el narrador. En este caso será un enigma casi resuelto por el propio libro. En otras ocasiones, quizá haa que recurrir, si no a la hipnosis, sí a la hermenéutica, al psicoanálisis, o a la crítica sintomática.
Pero quedémonos de momento con este concepto de enlace al título y de una típica modalidad del mismo, en dos tiempos: la presentación del enlace, a modo de generalidad, y su aplicación concreta, quizá inesperada, al caso concreto narrado en la novela.
______________________
Termina julio y termino de leer El Séptimo Velo. Donde no se acaba de desvelar todo, aunque mucho se enseña. Un párrafo del último capítulo (p. 630-31):
—Dicen que el tiempo todo lo cura...
Pero yo sabía de sobre que el tópico no es del todo cierto. El tiempo cura los sentimientos maltrechos cuando la causa de la herida es diagnosticable, cuando se puede elucidar y comprender. Cuando, por el contrario, la causa de la herida escapa a nuestro raciocinio, cuando no acertamos a determinar su naturaleza ni su antídoto, jamás cicatriza. Jules nunca había acertado a explicarse las razones por las que se había convertido en un traidor, del mismo modo que yo nunca sabría si había sido traicionado por mi antigua mujer. En el corazón de mi mundo tenebroso palpitaba una herida que no cesaba de sangrar, una herida que me había espoleado a buscar al anciano que ahora tenía ante mí, pensando que en la resolución de esa búsqueda hallaría el antídoto que necesitaba. Pero la herida seguía supurando, inconsolable.
—oOo—
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Se aceptan opiniones alternativas, e incluso coincidentes: