Nuestras motivaciones no son transparentes para nosotros mismos. No hablo de mí, claro (considéreseme la excepción si se prefiere) sino en general. A veces, volviéndonos a reflexionar, podríamos dar cuenta de nuestros actos con más lucidez de la que utilizamos al ejecutarlos, o al emprenderlos, o al interpretarlos con media atención desconectada—pues si bien nos movemos en medio de una cloud of unknowing, tampoco es tan espesa esta nube que no intepretemos hasta cierto punto reflexivamente lo que vamos haciendo, evaluando y valorando a medida que avanzamos entre la niebla. Pero rara vez somos nuestros mejores intérpretes, pues no somos muy dados a la meditación y la mayoría de nuestras acciones, decisiones y experiencias quedan sin pasar por la segunda vuelta de un profundo examen de conciencia.
Y además, hay que señalar que tampoco tenemos muchos boletos para ser los mejores arúspices de nuestras vidas—ni aun en el caso en que les prestásemos la atención debida. Por mera falta de capacidad, digo. Sí tenemos datos—algunos datos, parte de ellos—en abundancia o al menos más que otras personas, pero el hipotético psicoanalista al que se los expusiésemos seguramente, si se ganaba su salario, daría una interpretación de los mismos mucho más coherente, objetiva, convincente, poderosa, penetrante y comprehensiva. Y desmistificadora. Que quizá por ello no sería aceptada por el propio sujeto, quién sabe, pero qué más da, acabábamos precisamente de quitarle la primacía en la propia comprensión, no vamos a convertirlo ahora en tribunal de apelaciones. No: hay (al menos en potencia) sociólogos, psicólogos, antropólogos y viejas amigas que nos explicarían la lógica de nuestras acciones mucho mejor de lo que nosotros querríamos oír. Pero esas interpretaciones pocas veces se dan: si existe la teoría, o la herramienta hermenéutica, pocas veces es aplicada a los datos; vale decir por acabar pronto y mal, nunca.
Y así nuestra vida trancurre como la de esos pacientes aquejados de visión ciega o blindsight, que algo ven aunque creen que no ven (son sinceramente ciegos), y sin embargo se las arreglan para salir por la puerta y no por la pared, o para elegir la tarjeta correcta de entre las que les muestra el psicólogo, aunque ellos lo atribuyen al mero azar, pues no han visto ni la puerta ni la tarjeta. Hay una interpretación posible de nuestros actos, potente, casi omnisciente (desde el topsight de la comprensión cabal)—y a veces lanza un destello sobre los actos de tal, o los de cual, pero ya he dicho que esos casos son la despreciable excepción. Son llamativos, de hecho la atención se vuelve a esos casos ávida por creer que el mundo ha sido descifrado—pero mejor haría en volverse hacia la realidad de las cosas, y reconocer que las acciones humanas son lo que serían si (es hipótesis) tuviésemos en el cerebro una módulo neuronal de consciencia generalizada, para coordinar todos los circuitos cerebrales, y se changase el módulo ése: "so that one would be left with just a bundle of implicit processors, a true zombie, if you will". Dice Weiskrantz (Consciousness Lost and Found, 44) que no se conoce caso semejante en la literatura médica, y sin embargo es buena analogía metafórica del proceder normal.
Si la consciencia es
una ilusión emergente, la mayor ilusión es la de que es una consciencia
total, que el mundo es transparente a ella y que ella es transparente a
sí misma. (No vemos los nervios ópticos que tenemos detrás del ojo, ni
los circuitos cerebrales de la visión, y sin embargo es ahí donde
vemos, donde tiene lugar la visión, y no "delante de nosotros" como creemos).
Bien; aceptemos pues que la mejor
interpretación de casi cualquier cosa quedará sin formular, y eso
convierte a casi cualquier cosa (situación, persona, episodio) en un
sistema opaco a sí mismo, un true zombie. El libro de Daniel Gilbert Stumbling on Happiness
insiste bastante en cómo evaluamos erróneamente nuestras motivaciones o
aspiraciones y en general desconocemos bastante nuestra propia
psicología, y mira que la tenemos cerca—no la vemos en perspectiva, o
con distancia suficiente, o no somos los más interesados en ver lo que
hay en sus justas proporciones.
El capítulo 9 me hizo pensar en estas
cuestiones, se titula "Inmune to Reality". Nos vendemos la moto a
nosotros mismos, minimizamos los hechos desfavorables y maximizamos los
favorables con un descaro poco ético, y esto lo llama Gilbert el
"sistema inmunológico" de la mente. (Uno no puede soportar demasiada realidad, decía T. S. Eliot). Cito sobre la versión que da Gilbert de la nube de ignorancia entre la que nos movemos a tientas, creyendo que el día está despejado:
Exactamente igual que los aquejados por visión ciega, blindsight, vamos. Amañamos los hechos para presentarnos de modo favorable, o para resignarnos a ellos de modo que nos favorezca. No sabemos qué hacemos, no lo valoramos adecuadamente, y desconocemos los errores en esta valoración.
Gilbert señala también que nos consideramos especiales porque nos
conocemos en primera persona, pero que sobrevaloramos nuestra
diferencia con respecto a los demás. Que de hecho sobrevaloramos
también la manera en que cada persona es única e intransferible.
No entraré siquiera en la manera en que aparte de vivir en este
desconocimiento general de nuestras acciones y motivaciones, también les cocinamos los hechos a los demás,
conscientemente (y también inconscientemente) después de haberlo hecho
con nosotros mismos, inconscientemente (y también conscientemente).
Esto es como un festín de cocineros enmascarados, en medio de niebla
espesa. El nivel de comprensión que tenemos de cualquier acontecimiento
parece ser muy bajo, diría despreciable si no fuese lo único que
tenemos, y hay que tirar con lo que haya, en medio de esta cloud of unknowing. Tendemos
a sobrevalorar nuestra comprensión de lo que vemos, de los demás, de lo
que hacemos, y de nosotros mismos. Y hay que suponer que esta
incomprensión es una suerte, además de una desgraciada limitación, por aquello de T. S. Eliot de too much reality...
Nos entendemos imperfectamente, y los pocos e hipotéticos intérpretes
que nos entenderían mejor que nosotros mismos tienen, en caso de que
existan, cosas mejores en que pensar. La mayor parte de lo que hay
queda imperfectamente entendido, y vivido a tumbos y a ciegas. Y pasará al olvido sin ser interpretado ni explicado por nadie que vaya a arrojar un poco de luz anti(ti)nieblas.
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