Oyendo a un jurista en la radio, comentando el
caso del juez Garzón,
se percibe una curiosa contradicción. Por una parte, dice que el caso
(este caso y los demás que afectan a Garzón) es obvio, flagrante, sin vuelta de hoja, que hay
prevaricación con luces de neón, negro sobre blanco y demás. Y dice el jurista que
confía plenamente en la profesionalidad y competencia y honradez de los
magistrados del Tribunal Supremo que juzgan a Garzón.
Entonces le piden (aunque suene redundante) que haga una previsión
sobre cuál será el fallo del tribunal.
Y responde que "ah, cuando era joven yo creía que esas cosas eran
previsibles, ahora sé que no lo son", y que este caso (flagrante)
juzgado por estos magistrados (homines
honesti) no hay manera de prever si resultará en condena o
absolución.
O sea: que igual podríamos cambiar a todo el sistema judicial y a toda
la caterva de Togados, Magistrados, Procuradores y Conseguidores, por
un tío con una boina que tirase una moneda, a cara o cruz, y el
resultado sería a efectos prácticos el mismo—según se deriva de las
palabras de gente con experiencia, aunque ellos no parezcan extraer esa
conclusión. Imprevisibilidad total del resultado de un juicio, aun
para los expertos. Pues sí que vamos bien.
Tenemos una justicia que
vale al parecer vale sólo para cubrir el expediente. Para cubrirlo, digo, con una
espesa capa de palabrería
y argumentario cuya única función es ocultar los auténticos hilos que
mueven la resolución. Discurso experto al servicio de las redes de
influencias y contactos e intereses políticos: eso viene a ser la ley en
España. Esto se presta a un análisis nietzscheano,
o maquiavélico,
bastante descorazonador.
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