No llegan los calores africanos hasta estos países nórdicos (42º 40,5 Norte, latitud; 7º 35,4 Oeste, longitud), pero aun con todo a veces hay dificultades para dormir, y nos aquejan los insomnios, y luego los somnios—despertándome a las cinco y volviéndome a echar a las ocho, levantándome a las doce... uf. Bueno, hablo por mí—los demás parecen sufrir sólo de una cura de sueño sin más.
Y aparte del sueño, están los sueños, interesantes mescolanzas que me tienen ocupado primero soñándolos y luego descifrándolos, o especulando sobre ellos. Por ejemplo, esta noche examinaba el mueble viejo de la tele cuando vivía en la calle Ramón y Cajal—parece que no salgo de allí, ahora vivo en la casa de Ramón y Cajal. Y buscaba yo con afán papeles viejos de esos que nunca me habían interesado pero que sabía que estaban allí porque siempre habían estado—manuales de los años cuarenta, novelas de los años sesenta, guías con hojas manuscritas enmedio, mi álbum de sellos viejo, de esos que empezaban con una página entera con sellos de Franco de todos los precios—Y buscaba y rebuscaba y no encontraba lo que quería, era como si no tuviese bastante sustancia el papeleo amontonado. Lo que sí encontraba eran montones de cuentos de crío inutilizables por los desvencijado y apilado en exceso; pero no eran mis cuentos, sino los de mis hijos, esperando una relectura o reciclaje de otra generación. Y el cuarto de estar era pequeño, a la antigua. En unos cajones esperaba yo encontrar papeles, pero no había más que mantelería. Y tenía cuidado para no despertar a mis padres con el ruido de la búsqueda, pero no había peligro: dormían, como siempre, en el último cuarto del fondo del pasillo, y allí no llegaba el ruido. Y más sueños, sueños de una recurrencia incomprensible, de episodios pausados y repetidos que llevaban de una viñeta a otra y de la otra a la una, como un círculo vicioso, o como esas escenas de Myst, ese videojuego tan estático que le gusta a Álvaro. Más sueños, entre insomnio e insomnio: me casaba otra vez, o más bien me hubiera casado si hubiese acudido la novia a la boda, pero aunque la veía pasar por delante (una desconocida) tenía a los invitados esperando, y yo fuera a la espera, hasta que venía el cura y bueno, pasaba yo a que me casase a mí, ya la casaría a ella cuando decidiese venir... Y luego venía, en efecto, y nos volvía a casar el cura, no sin una declaración mía de que únicamente repetía la ceremonia porque la primera vez no había sido válida. A los invitados les agradecía su paciencia y su presencia. Y seguía soñando, esta vez furioso, porque me paseaba por la biblioteca de la Facultad buscando libros, pero todo el mundo estaba fumando, y yo me enfadaba, les señalaba los carteles: "¡Aquí no se puede fumar!", y cuando me miraban como una molestia, ya me cabreaba y me subía por las mesas de estudio brincando de una a otra: "Ah, pues yo también haré lo que me dé la gana". La directora de la biblioteca llamaba a un guardia, pero se le fundían los plomos cuando le decía que le dijese a la gente que primero dejase de fumar... Y no encontraba mis libros, que estaban en una sección aparte, e iba por la biblioteca gritando: "¡Que apaguen los cigarrillos, coño! ¡Que esto parece la batalla del Marne!" (estaban todas las salas de estudio llenas de nubes espesas de humo). Y jaleaba a los no fumadores: "¡Exigirles a estos que dejen de fumar—por vuestra propia salud! ¡La de ellos, por mí que los parta un rayo!"—Por cierto, me felicitaba Celestino por mi contundencia al pedir la aplicación de la ley.
Y aún más sueños se acumulan... Nos han quitado los despachos, todo está en ruinas y apenas puedo creer que nos hayan asignado a este cuartucho desconchado con todo el mundo acumulado en confusión. Hay que pedir permiso para pasar. En mi ordenador se ha sentado Marta, pero le digo que no se moleste en levantarse, que me voy a una reunión (—je, tiene chiste lo de la reunión, ahora que lo pienso, con todo el mundo allí como en un tranvía). Al bajar (era una especie de ático) observo que ha habido un terremoto y ha desplazado los escalones y ha hecho una grieta enorme en la pared de la iglesia de Biescas, o en el velo del templo, no sé—entro con unos colegas al coro, veo que se ha acumulado mucha quincallería con los años, y también que ahora los curas tienen unas pantallas digitales alargadas para dar instrucciones y agradecimiento a los fieles. Luego me viene a afeitar a navaja un sirviente oriental, no muy hábil por cierto. Y hay unas escenas desagradables con unas arañas blancas y gordas que tenían invadidos los armarios. Una de ellas la echo fuera, perdonándole la vida (como me pasó ayer con una en el cuarto de los niños)—tiene comportamiento inteligente, se mueve como un pequeño robot humanoide japonés, de hecho al caer al balcón de los niños de abajo se metamorfosea en un Madelman que continúa esquivando a los perseguidores.
En fin, escenas que tienen la virtud de parecerse, por semejanza o por inversión, a las historias que nos van pasando. O de no parecerse a ellas, que también es mérito.
Ivo, por su parte, está quemando etapas de la civilización—tras descubrir a Lucky Luke, se está dedicando a los hermanos Marx, y también está redescubriendo por experiencia propia los principios básicos de la economía. Había en la tele un documental muy ilustrativo sobre el dinero en las sociedades primitivas—unas conchitas cuyo valor decidía arbitrariamente el Alan Greenspan de la tribu, un nativo avispado que trasteaba e intercambiaba y buscaba conchas e iba variando su precio y se las cambiaba a los demás por cosas de valor. Ahora Ivo repite la maniobra, y descubre la generación espontánea del dinero: ha instituido un mercado de venta de piedras, con carteles publicitarios y todo, y les está vendiendo a los chavales del barrio, a cincuenta céntimos, las piedras de la calle que selecciona, y va animándoles a hacer colecciones e intercambiarlas. Como quien les hace sopa de piedra, vamos. Ahora mismo lo oigo negociar. Esto no es sueño, sino una repetición acelerada de la evolución histórica y del desarrollo de las formas culturales: no deja de recordarme al relato de Jack London "A Hyperborean Brew". Cualquier día reinventa Ivo la religión, o les infla un perro. Esperemos que no nos lo denuncien por estafador, y tengamos que salir de aquí por piernas
Parece que va amaneciendo... Me voy a ver si duermo un poco.
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