Traduzco de la Teoría de los Sentimientos Morales:
El principio de la autoestima puede ser demasiado alto, y también puede ser demasiado bajo. Es tan agradable tener una elevada idea de nosotros mismos, y es tan desagradable tener una baja autoestima, que, para la persona en cuestión, no se puede dudar que cualquier grado de exceso en la autoestima habrá de ser mucho menos desagradable que cualquier grado de defecto. Pero para el espectador imparcial, quizá pueda pensarse que las cosas aparecerán de manera muy distinta, y que para él el defecto ha de ser siempre menos desagradable que el exceso. Y en nuestros compañeros, sin duda, nos quejamos mucho más de lo segundo que de lo primero. Cuando adoptan aires de superioridad, o se sitúan por encima de nosotros, su autoestima mortifica la nuestra. Nuestro propio orgullo y vanidad nos impelen a acusarles de orgullo y de vanidad, y dejamos de ser espectadores imparciales de su conducta. Cuando los mismos compañeros, sin embargo, toleran que algún otro hombre adopte frente a ellos un aire de superioridad que no le corresponde, no sólo los culpamos, sino que a menudo los despreciamos considerándolos apocados. Ciuando, por el contrario, entre otras personas, se empujan un poquito al frente, y se disputan por obtener una elevación desproporcionada (según nos parece) a sus méritos, aunque no podamos aprobar completamente su conducta, a menudo más bien nos divierte, y cuando no se mezcla la envidia en el caso, casi siempre nos disgustamos con ellos mucho menos de lo que lo habríamos hecho si se hubiesen dejado hundir por debajo del puesto que les corresponde.
Al hacer una estimación de nuestro propio mérito, al juzgar nuestro propio carácter y conducta, hay dos estándares diferentes con los que podemos compararlos de modo natural. Uno es la idea de la propiedad y perfección exactas, en la medida en que cada uno de nosotros seamos capaces de comprender esa idea. El otro es el grado de aproximación a esta idea que se suele alcanzar corrientemente en el mundo, y al que pueden haber llegado de hecho la mayoría de nuestros amigos y compañeros, y de nuestros rivales y competidores. Muy rara vez (casi diría que nunca) intentamos juzgarnos a nosotros mismos sin prestar mayor o menor atención tanto a uno como a otro de estos dos estándares diferentes. Pero la atención de hombres diferentes, e incluso del mismo hombre en momentos diferentes, se reparte de manera muy desigual entre ellos; y a veces se dirige de manera principal hacia uno, a veces hacia el otro.
En tanto en cuanto nuestra atención se dirige al primero de los estándares, el más sabio y el mejor de nosotros no puede ver en su propio carácter y conducta sino debilidades e imperfecciones; no puede hallar base alguna para la arrogancia y la presunción, pero mucha para la humildad y el arrepentimiento. En la medida en que dirigimos nuestra atención al segundo, podemos vernos afectados de una manera u otra, ya sea realmente por encima, o realmente por debajo, del estándar con el cual nos comparamos.
El hombre sabio y virtuoso dirige su atención principal al primer estándar; la idea de la propiedad exacta y de la perfección. Existe en la mente de cada hombre una idea de este tipo, formada gradualmente a partir de sus observaciones del carácter y de la conducta tanto propios como de otras personas. Es la obra lenta, gradual y progresiva del gran semidios que hay en nuestro pecho, el gran juez y árbitro de la conducta. Esta idea está dibujada con mayor o menor exactitud en cada hombre, su colorido es más o menos preciso, sus contornos están mejor o peor dibujados, según la delicadeza y agudeza de la sensibilidad con la que se hicieron estas observaciones, y según el cuidado y atención empleados al hacerlas. En el hombre sabio y virtuoso pueden haberse hecho con la sensibilidad más aguda y delicada, y pueden haberse empleado el cuidado y atención máximos al hacerlas. Cada día se mejora algún rasgo; cada día se corrige algún defecto. Ha estudiado esta idea más que las demás personas, la comprende de manera más distinta, se ha formado de ella una imagen mucho más correcta, y está mucho más profundamente enamorado de su belleza exquisita y divina. Procura lo mejor que puede asimilar su propio carácter a este arquetipo de perfección. Pero imita la obra de un artista divino, que nunca puede igualarse. Siente lo imperfecto del éxito de sus mejores intentos, y ve, dolorido y afligido, en cuántos rasgos diferentes la copia mortal se queda por detrás del original inmortal. Recuerda, con preocupación y con humillación, cuántas veces, por falta de atención, por falta de juicio, por falta de temperamenteo, ha violado, tanto con las palabras como con las acciones, tanto con su conducta como en la conversación, las reglas exactas de la propiedad perfecta; y se ha separado tanto del modelo según el cual quiere dar forma a su carácter y a su conducta. Cuando dirige su atención hacia el segundo estándar, de hecho, hacia el grado de excelencia que sus amigos y conocidos suelen haber llegado, puede ser consciente de su propia superioridad. Pero, como su atención principal siempre se dirige hacia el primer estándar, queda necesariamente mucho más humillado por la primera comparación, de lo que pueda jamás sentirse elevado por la segunda. Nunca está tan ensoberbecido como para despreciar de modo insolente ni siquiera a los que realmente se encuentran por debajo de él. Siente tanto su propia imperfección, conoce tan bien las dificultades con las que ha alcanzado su propia aproximación distante a la rectitud, que no puede mirar con desprecio la imperfección todavía mayor de otras personas. Lejos de tratar insultantemente la inferioridad de ellos, la contempla con la lástima más indulgente, y, con sus consejos así como con su ejemplo, está siempre listo a ayudarles a progresar. Si en alguna capacidad concreta resultan ser superiores a él (porque ¿quién es tan perfecto como para no tener superiores en muchas cualificaciones?), lejos de envidiar la superioridad de ellos, él, que sabe lo difícil que es destacar, estima y honra la excelencia de ellos, y nunca deja de concederle todo el aplauso que se merece. En suma, toda su mente está impresa, y todo su comportamiento y actitudes están claramente marcados con el carácter de la auténtica modestia; con el de una estimación muy moderada de sus propios méritos, y, a la vez, un sentido pleno de los méritos de otras personas.
En todas las artes liberales y del ingenio, en la pintura, en la poesía, en la música, en la elocuencia, en la filosofía, el gran artista siempre siente vivamente la imperfección real de sus obras, incluso de las mejores, y es más consciente que nadie de lo lejos que quedan de esa perfección ideal de la que se ha hecho una idea, que imita lo mejor que puede, pero que desespera de alcanzar jamás. Sólo el artista inferior está siempre perfectamente satisfecho con sus propios logros. Tiene poca idea de esta perfección ideal, a la que ha dedicado poco sus pensamientos, y es sobre todo con las obras de otros artistas, quizá con los de una categoría todavía inferior, con los que se digna comparar sus propias obras.
("Sobre el carácter de la virtud")
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