Tenemos ahora a todos nuestros familiares, conocidos, colegas, amigos y amores al alcance de una tecla. La comunicación es barata, y si no te gusta improvisar o te causa ansiedad el teléfono –tiene su suspense, eso de si te van a contestar o no, a veces siento alivio cuando no me contesta la persona a quien llamo– siempre tienes la posibilidad de enviar un correo electrónico, que es menos intrusivo. El sonido del teléfono puede ser agradable si esperamos una llamada determinada, pero de por sí es un ataque a nuestro stream of consciousness - una invasión del espacio mental especialmente funesta en el caso de llamadas fuera de horas. Nadie quiere que suene el teléfono por la noche, y gracias a Dios no suena, a pesar de los miles de conexiones existentes. Nadie quiere llamadas no deseadas: ¿es eso una tautología? Un uso indiscriminado del teléfono haría el planeta inhabitable, o por lo menos inutilizaría las comunicaciones. Por eso hay que colgarles a los que nos envían publicidad por teléfono. Por eso, junto con las posibilidades de hipercomunicación, crece el aislamiento, el campo de fuerza alrededor de cada uno que rechaza la invasión de posibles contactos no deseados. Generalizo: por la calle ves a montones de gente hablando colgados del móvil, proporcionando normalmente información sobre dónde están. ¿Sentirán la angustia de la hipercomunicación? Quizá de otra manera... Para los hipersensibles, hasta el correo electrónico es un tentáculo que es peligroso extender muy a menudo. O le vas a enviar un SMS a alguien, y muchas veces se te paraliza el dedo en las teclas. Porque el teléfono o el ordenador eson perfectamente simétricos, funcionan igual de bien en un sentido y en otro, pero la necesidad de contacto de un usuario con el otro nunca es perfectamente simétrica. Puedes llamar a alguien una vez, dos, tres... pero ha de haber reciprocidad. Si no, la ceremonia de acercamiento y alejamiento va determinando la distancia correcta, el intervalo correcto entre llamadas. También se establecen pactos tácitos por la manera en que son acogidas las llamadas, aunque sean siempre en una dirección. Y se crean ficciones, excusas que se saben convencionales por ambas partes, para justificar la ausencia de comunicación o la distancia elegida. La vida social seguramente no puede soportar de otra manera el desfase entre tanta comunicación potencial y tan poca real: las posibilidades tecnológicas nos desbordan, y nos creamos un aislamiento artificial para seguir viviendo en un mundo que parezca estar, al menos mínimamente, bajo nuestro control. O que no atente contra nuestra propia imagen.
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