Me he comprado un libro que se anuncia como la Historia de la Decadencia y Caída del Imperio Romano de Gibbon (RBA, 2005) pero que lamentablemente es sólo una traducción de The Portable Gibbon, versión recortada y resumida por Dero A. Saunders. Esto sólo lo sabe uno cuando ya ha comprado el libro, porque en la cubierta no dice nada de eso, y va bien envuelto en plástico. En fin, quien quiera leer a Gibbon, mejor que lo haga en inglés, o en la edición publicada por Turner en 1984. (Hay otra traducción de 2003 que no he visto, de Nuevas Ediciones de Bolsillo, que parece también completa). Es incómodo que te pase esto al comprar un libro.
Hablando de comodidades, he aquí parte de la sección dedicada en esta historia a Cómodo (el emperador de Gladiator, para los amantes del séptimo):
"Eufórico con estas alabanzas, que gradualmente fueron extinguiendo su
vergüenza natural, Cómodo decidió mostrar ante los ojos del pueblo
romano los ejercicios que hasta el momento había restringido al
interior de los muros de su palacio y a la presencia de unos pocos
favoritos. El día fijado, la adulación, el temor y la curiosidad
atrajeron al anfiteatro a una innumerable multitud de espectadores y se
concedieron algunos merecidos aplausos a la infrecuente habilidad del
protagonista imperial. Apuntara a la cabeza o al corazón del animal, la
herida era segura y mortal. Con flechas de punta en forma de media
luna, Cómodo era capaz de interceptar la rápida carrera y cortar por la
mitad el largo cuello huesudo del avestruz. Soltaron una pantera y el
arquero aguardó hasta que ésta saltó sobre un tembloroso malhechor; en
ese mismo instante, el animal cayó muerto y el hombre no sufrió ningún
rasguño. Las puertas del anfiteatro vertieron simultáneamente un
centenar de leones; cien flechas, lanzadas por la mano certera de
Cómodo, los mataron mientras corrían furiosos por la arena. Ni la mole
del elefante ni la piel escamosa del rinoceronte los defendían de su
ataque. Etiopía y la India entregaron sus productos más extraordinarios
y fueron muertos en el anfiteatro varios animales que sólo se habían
visto en representaciones artísticas, o tal vez, de la imaginación. En
estas exhibiciones, se tomaba todo tipo de precauciones para proteger a
la persona del Hércules romano del salto desesperado de cualquier fiera
salvaje que pudiera olvidar la dignidad del emperador y la santidad del
dios". (101-102)
Contrasta la furia carnicera de Cómodo con la furia tranquila y fría pero no menos letal de Gibbon, cuando ironiza sobre los protagonistas de su historia. Los cristianos, por ejemplo, son poco perseguidos en estos anfiteatros con el pilum o las flechas, pero no escapa uno sano de la afilada pluma del historiador. Al teólogo Orígenes, que se castró a sí mismo para evitar las tentaciones de la carne (supongo que por aquello de que si un miembro te escandaliza lo arrojes lejos de tí...) le cuelga Gibbon esta nota a pie de página: "Puesto que tenía por costumbre interpretar las Escrituras de modo alegórico, resulta desafortunado que sólo en este caso las entendiera en sentido literal".
La historia es para Gibbon el largo desfile de la crueldad, la ignorancia, la estupidez y el fanatismo. Y lo más triste del caso es que era un optimista: "No sabemos hasta dónde puede aspirar la especie humana en su avance hacia la perfección, pero podemos asegurar con certeza que ningún pueblo, mientras no dé un vuelco la naturaleza entera, volverá a caer en la barbarie original" (455). No conoció el siglo veinte, y no podía creer que la barbarie civilizada y tecnológica puede ser peor que la barbarie original, o al menos más eficaz. Aunque también los romanos le podían haber enseñado algo al respecto.
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