Tras el Gran Circo Italiano, espectáculo de tradición decimonónica europea, llega a Cedeira la marea globalizadora con Motor Show, uno de esos espectáculos de destrucción de coches, saltos con motos por aros de fuego, y vehículos aplastadores con ruedas gigantes. No creo que contribuyamos a subvencionar la adquisición de diversos vehículos para que nos los hagan migas delante; ya se sabe que los intelectuales somos aficionados a productos culturales con raíces tradicionales, ya sean reales o fingidas.
Cuando yo era crío, la versión más cercana a estos shows de coches eran las gymkanas, que ya no sé si se llevan, hace como diez años que no veo esa palabra por los carteles de fiestas. Eran menos pasivas, porque podía participar el personal con su propio coche, mientras que en el motorshow te limitas a ver cómo chafan coches delante de tí. Claro que también hoy serían políticamente incorrectas las gymkanas; recuerdo que una de las pruebas habituales era llegar corriendo con el coche de la prueba anterior, beberse tres cervezas de golpe, y salir zumbando a la siguiente prueba. Pero esto otro de desguazar los coches estrellándolos ya es peor, aquí aflora una neurosis postmoderna, una especie de fascinación malsana por la tecnología y por la destrucción, y por la destrucción de la tecnología, y la tecnología de la destrucción.
Es este ingrediente de la era postindustrial el que retratan novelas/películas como "Crash", de Ballard/Cronenberg (que va sobre unos fanáticos de las cicatrices y los accidentes de tráfico). Los coches, objeto de deseo moderno por excelencia, pasan aquí a una fase postmoderna al exprimirles la destrucción que llevan dentro, en plan return of the repressed. Me gusta una frase de Stephen Metcalf sobre "Crash", donde dice que los coches encarnan "un erotismo terminal de la tecnología al colisionar con el cuerpo humano y estallar en pedazos, vaciando violentamente una subjetividad que se deposita como basura" (1). Hay una versión japonesa de esta neurosis que va enfocada al entorno laboral: hay compañías que alquilan a los oficinistas frustrados una oficina que pueden destruir con saña, volcando ficheros y reventando ordenadores con mazos. Ayuda a esto, sin duda, la obsolescencia consumista de coches y aún más la de ordenadores - aunque siempre habrá algún vicioso que necesite atizarle al último modelo, y no al de 1998.
En la película de Spielberg "AI: Inteligencia Artificial" hay una escena que ofrece una visión futurista del mismo espectáculo. La película es la historia de Pinocho en un mundo donde los robots son cosa corriente: una pareja que pierde un hijo adquiere un pequeño androide programado para quererles, pero la madre, insensible o enloquecida, cambia de planes y lo abandona (después de todo, sólo es una máquina). Pero el robotito es consciente, y sufre, y vive aventuras acompañado por otro desecho social, un androide-gigoló que es todo un hallazgo. Uno de los peligros que evita es un Motor Show / Ordenata Show futurista: un espectáculo de destrucción masiva de robots obsoletos, ante un público embrutecido de la América profunda, del tipo linchador republicano matón de bar. Allí los robots son a la vez cristianos entregados a las fieras y esclavos negros atrapados por una horda del Ku Klux Klan; y los romanos/fascistas son a la vez ciudadanos normales que pasan un rato agradable limpiando el barrio de tecnología atrasada. Es una de esas escenas donde se crea un símbolo de la experiencia contemporánea que es un éxito, a la vez por las raíces emocionales de los episodios que recombina, extraídos de la intertextualidad fílmica de películas de romanos o del oeste, y también por la manera en que participa del propio fetichismo tecnológico que denuncia. Nos convierte también a nosotros los espectadores en mirones con mala conciencia, voyeurs de los linchamientos tecnológicos, identificándonos explícitamente con las víctimas maquinizadas, e inconfesadamente con los agresores, proyectando allí los deseos malsanos de destrucción que extraemos de nuestra propia relación con la tecnología y el consumismo desbocados. Esta escena de los robots se retomó en parte el año pasado en "Yo, Robot", donde también se utilizaba el tema de la obsolescencia acelerada de las generaciones cibernéticas, y se comparaba a los robots desfasados con un lumpenproletariado jubilado anticipadamente, retirado a almacenes tercermundistas fuera del centro de la ciudad.
La destrucción de coches, por supuesto, es uno de los placeres inconfesos de cualquier película americana: sólo cuando se presenta explícitamente como espectáculo adquiere un matiz reflexivo, aunque quizá sea esto más pérfido, al hacernos disfrutar igualmente de lo que se denuncia. No hay escapatoria: si no vas a ver Motor show, al menos lo mirarás por la tele, o verás "Crash" o "AI" o "Yo, Robot"; son maneras más finas e indirectas de lograr la catarsis postindustrial, y de subvencionarla: todos vivimos ya en la América profunda.
(1) Stephen Metcalf, "Autogeddon", en VIRTUAL FUTURES: CYBEROTICS, TECHNOLOGY AND POST-HUMAN PRAGMATISM, ed. J. Broadhurst Dixon y E. J. Cassidy (Londres y Nueva York: Routledge, 1998), 112.
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