El gran juego de la realidad y de la política: Homo actor, Homo pugnans y Homo ludens son la trinidad en la que se manifiesta la naturaleza única de Homo sapiens.
Voy leyendo El sello indeleble,
frase de Darwin y libro así titulado por Juan Luis Arsuaga y Manuel
Martín-Loeches (Debate, 2013). En el capítulo sobre la naturaleza
social del hombre, parte de su "sello indeleble" que lo hace a la vez
humano y animal (animal a su manera), se habla más explícitamente de lo
que se suele de la naturaleza guerrera de los grupos humanos. De esto
hablamos en Somos hijos de la guerra,
y más habría que hablar todavía. Pero aquí juntan la discusión los
autores, de modo interesante, a las nociones de la vida como teatro, y
de la realidad social como ficción construida y juego—partiendo de
Huizinga y su Homo Ludens. Todos
actores, y la guerra va unida a la preponderancia y actuación de los
principales actores, los jefes y líderes. Una teoría (asociada a Marvin
Harris y otros) que matiza o afina la teoría de nuestro origen
guerrero. El hombre es una especie de por sí grupal, tribal y
competitiva, que explota o expulsa a otros grupos humanos—o compite
agresivamente con ellos. Pero a la vez, la dinámica guerrera se ha
acentuado en una determinada fase de la historia. La que conocemos, a
grandes rasgos, como la fase civilizada. Paradoja para rumiarla.
Arsuaga, gran fan del fútbol, ve en la violencia simbólica un sustituto
útil de la violencia real para dar salida a nuestros instintos
agresivos y a las dinámicas tribales primarias. Ya señalábamos la gran importancia del fútbol para la estructuración de la realidad,
su dimensión fenomenológica por así decirlo. No, si se puede sostener
—desde otro punto de vista, pues aquí aborrecemos el fútbol— que cuando
la realidad está hecha de fútbol, y ha sido fagocitada por éste, es por
razones muy ligadas no sólo a las circunstancias políticas de la
sociedad moderna, sino también al sello indeleble éste que llevamos
estampado en las meninges.
Y en fin, que este fragmento que cito a continuación también se
relaciona con otro de los temas que tratamos aquí con frecuencia,
aparte de la evolución y de la explotación del hombre como principal
fuente de recursos para el hombre-lobo. Tema, digo, que es la teatralidad de la vida cotidiana,
la estructura dramatúrgica de la psicología, de las relaciones y de la
actuación humana. La virtualidad de la Matrix constituida por el Gran
Teatro del Mundo que se infla como un globo-mapamundi, flota como él en
la nada, y puede pincharse casi igual de fácil.
Me callo y cito, si citar es callarse—el fin del capítulo 6:
Con el surgimiento de las jefaturas, sociedades con una jerarquía estricta, el fenómeno de la guerra parece que se volvió más exagerado y frecuente. Fue el momento en el que surgieron los jefes intocables y todopoderosos, verdadero caldo de cultivo para las guerras. A este fenómeno debió de contribuir el hecho de que en los grupos más numerosos, con una cantidad de individuos superior a 200 y, por tanto, más difíciles de manejar mentalmente, las relaciones entre sus miembros debían de quedar definidas por una función por una categoría. Cuando se alcanza esta situación de impersonalidad es cuando pueden aparecer muchos de los fenómenos mentales y sociales de los grupos grandes de humanos mencionados anteriormente. La categoría de "jefe" se aplicaría así a un rol, a una función, y sobre todo, a unas características que pueden perfectamente alejarse del verdadero personaje que asuma ese papel en un momento dado. La lejanía entre los miembros del grupo es suficiente también como para que la mayoría de ellos no hayan tenido un trato cercano y directo con el líder y, por lo tanto, lo ignoren todo de él. Es entonces cuando se puede llenar ese vacío de conocimiento real con unos contenidos y unas capacidades, a veces incluso sobrenaturales, que se le suponen al líder solo por el hecho de ser la persona que ostenta ese título. Efectivamente, el jefe acaba siendo alguien muy especial, incluso una divinidad, alguien a quien hay que obedecer ciegamente, alguien por quien merece la pena luchar y matar y, si hace falta, morir.
El fenómeno debió de volverse cada vez más complejo a medida que los grupos aumentaban cada vez más de tamaño. Especialmente complejo, para nuestra limitada mente, cuando los grupos superaron los 10.000 individuos y empezaron a surgir los estados. Los estados son, según Marvin Harris, una forma exclusivamente humana de agrupación a la que tiende naturalmente nuestra especie, como lo demostraría el hecho de que haya surgido de manera independiente en diversas partes del mundo.
Pero las guerras, como los estados y tantas otras cosas, en el fondo no son más que un juego; un gran juego. El ser humano lucha por conceptos, por ideas, sean estas una nación, un dios o unos ideales. A veces, todo junto. Todos ellos no son otra cosa que meros conceptos mentales, sin más realidad material que la que les otorga nuestro cerebro. Cuando hacemos la guerra, puede que solo estemos jugando, aunque lo que nos juguemos sea la vida.
"Homo ludens"
El ser humano destaca por ser tremendamente propicio al juego. El historiador holandés Johan Huizinga sugirió que nuestra especie podría llamarse Homo ludens (este es, de hecho, el título de su libro publicado en 1950). Para Huizinga, todas las culturas no son más que un mero juego, y cumplen una función lúdica. Es probable que la cultura humana tenga su origen y gran parte de su razón de ser en los mismos mecanismos que el juego.
El juego no es un fenómeno exclusivo de nuestra especie; muchas otras lo practican durante su infancia. Es una actividad muy destacada en los primates, especialmente en algunos grandes simios, como los chimpancés. El juego parece ser una actividad muy preponderante en especies con un marcado carácter social y que en la edad adulta presentan un comportamiento más flexible. Sin embargo, en nuestra especie se daría el curioso fenómeno de que el juego no disminuye en intensidad con el inicio de la edad adulta, llegando en ocasiones a invadir nuestras vidas hasta sus más íntimos rincones.—
Somos primates altamente sociales y, gracias al juego, principalmente durante la infancia, desarrollamos nuestra capacidad para entender lo que es una jerarquía y lo que esta implica. Jugar nos ayuda a desarrollar nuestro lenguaje y nuestra capacidad de comunicación, a aprender y a siguir unas reglas que determinan la convivencia. Con el juego aprendemos a ser humanos. Lo curioso en nuestro caso es que no dejamos de jugar durante el resto de nuestras vidas. El ser humano adulto realiza un juego social muy complejo, con numerosas normas, roles, derechos y obligaciones, con multitud de interrelaciones que hay que entender y memorizar, por lo que ejercitar estas habilidades mediante la actividad lúdica durante el desarrollo resulta absolutamente imprescindible. Entre otras cosas, porque el juego nos permite reconocer la posibilidad de que otros individuos tengan ideas y pensamientos distintos de los nuestros. Y, lo que es muy importante, también nos permite reconocer que puede (y suele) haber tramposos. Con el juego infantil, que de alguna forma reflejará lo que será el juego de la vida adulta, el niño humano aprende que no todo son buenas intenciones, que hay competencia y que unos ganan y otros pierden. Podría decirse que el ser humano vive inmerso en un gran juego durante toda su vida.
Que incluso la guerra se pueda entender como un juego y que la especie humana sea propensa a ella, especialmente si vive en grupos muy grandes, explicaría algunos fenómenos humanos aparentemente muy extraños, pero a la vez tan cotidianos, como la pasión de las masas por los deportes, especialmente si se juegan en equipo.
Para algunos autores, el ser humano es único en exhibir las más variadas y sorprendentes formas de demostrar que se está bien adaptado, que se está en forma y que se es un candidato idóneo y preferible con quien tener descendencia. La guerra puede haber sido de algún modo una de esas formas de exhibirse, de mostrar que se es de los mejores física y mentalmente. Además, en la guerra hay no solo un jefe supremo y otros tantos mandos organizados jerárquicamente; también hay combatientes, guerreros valerosos y héroes. Curiosamente, en el deporte se dan muchos paralelismos con la guerra. la pasión y el entusiasmo con que una gran parte de la población humana de todo el planeta se relaciona con el mundo del deporte nos tienen que poner sobre aviso de que es probable que estemos ante algo que verdaderamente forma parte de lo más esencial de nuestra naturaleza. En la afición al deporte, muchos seres humanos se ponen de parte de un equipo, lo siguen con sumo interés en todas sus batallas e implican de lleno a su sistema emocional. Si el equipo pierde, sufren, y si gana, estallan de alegría. Los seguidores celebran en masa las victorias de su equipo de una manera muy poco discreta, y se produce una verdadera orgía de hormonas en sus cerebros. Sí, se puede vivir pasionalmente el deporte incluso sin ser deportista. Es más, se suelen destinar al deporte enormes sumas de dinero, cantidades que de por sí mismas podrían ayudar a paliar de manera notable muchos de los problemas más básicos y acuciantes del tercer mundo. Sin embargo, se están invirtiendo en el hecho de que, por ejemplo, grupos de personas adultas en pantalón corto den patadas a una pelota que tienen que meter entre tres palos. Así es el sistema moral de nuestra especie; y así es el ser humano, imperdonablemente amante del juego. Si queremos realmente definir y entender a nuestra especie, no nos debemos olvidar de este tipo de cosas.
El deporte, en especial el deporte de equipo, es un buen sinónimo y sustituto de la guerra. El deporte llena el vacío que necesitan nuestros instintos guerreros, y esta es posiblemente una de las principales razones de su tremendo éxito. Entre el deporte y la guerra, como decíamos, existen numerosos y sospechosos paralelismos. En la guerra hay naciones, estados, reyes, príncipes, héroes y soldados; estrategias, objetivos y batallas; himnos, banderas, colores (que se defienden con la vida), vencedores, vencidos y premios; campos de batalla y, sobre todo, un impresionante baño de nuestros órganos en adrenalina y una tremenda demostración de fuerza física—
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