Aún no se sabe cómo funcionan a nivel orgánico algunos de los
mecanismos básicos del lenguaje, como la capacidad simbólica, o la
capacidad de crear lo que Mark Turner llama mezclas de ámbito doble,
símbolos complejos. (Sobre las asociaciones mentales y conexiones cerebrales, ver mi artículo Conectando con Heráclito el Oscuro). Por tanto si aún no sabemos completamente qué es el
lenguaje y qué lo hace capaz de funcionar en un cerebro, menos aún
podemos saber cuándo se originó. Por otra parte, la base orgánica de
estos procesos es obviamente cerebral, y las conexiones cerebrales
fosilizan mal, digamos. La anatomía de laringe, oído e incluso lóbulos
cerebrales sólo ofrece datos indirectos; lo mismo las deducciones a
partir de otros símbolos complejos que sí pervivan o dejen rastros
(como las pinturas o las herramientas). La investigación tiene mucho
terreno que rellenar entre la certidumbre práctica de que algo sí hablaban
todos los homínidos, en el sentido de producir señales vocales, y la
incertidumbre sobre QUÉ DECÍAN. Porque siendo el lenguaje una forma en
evolución, no aparece de golpe en la cabeza: se desarrolla, y se vuelve
complejo a lo largo de miles y miles de años. Hablar, todo el mundo
habla a su manera, incluso las gaviotas por no decir los loros. Ahora
bien, lo importante no es hablar por hablar, sino LO QUE SE DICE cuando
se habla. Y eso requiere no sólo una evolución de la especie, sino
también de la cultura desarrollada gracias a esa misma capacidad
lingüística.
Y requiere también una evolución del propio instrumento (evolución del lenguaje, de la gramática, de la sintaxis, del vocabulario, de los patrones discursivos) que seleccione y potencie su precisión y sus capacidades, tanto las básicas y accesibles para todos, como las especializadas y distribuidas por la división social del trabajo.
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