miércoles, 26 de diciembre de 2012

La preciosa estimación del yo


Un artículo de Pío Moa en Dichos, Actos y Hechos, sobre "el yo y la vida humana", relevante para el tema de la Vanidad y la Autoestima:

La interesante discusión en el blog  sobre el artículo de los tres niveles, se centró en el problema de la evolución, aunque este era solo derivado. Y no fue muy acertado por mi parte hablar de tres niveles  de la vida humana, pues más bien se trataba de la condición humana o de la psique humana, o algo así. La vida humana es otra cosa, se manifiesta en dos vertientes: la vida de cada persona en particular, o biografía,  y la conjunta de las diversas sociedades y naciones, incluso la del total de la humanidad, o historia.

Sobre la primera,  la vida transcurre como un rosario de avatares, accidentes y casualidades, mil  sucesos que solo muy parcialmente responden al designio o voluntad del individuo. Por lo común, el yo se maneja en esos sucesos como el tripulante que intenta llevar una barca a algún sitio, unas veces con el mar en calma, otras con viento favorable y otras con borrascas.  Pero la embarcación le viene dada, no la ha hecho él a su gusto, salvo en muy pequeña medida,  pues se compone de las cualidades físicas, intelectuales y psíquicas, los “dones de los dioses”,  o de los genes, que lo limitan o excluyen de ciertas navegaciones y en cierto grado le impulsan a otras. Y lo mismo pasa con su orientación: con frecuencia, sobre todo en la juventud,  nos hacemos un proyecto ideal de vida que luego la vida misma se encarga de modificar, trastocar o desbaratar por completo: los naufragios vitales no son cosa rara.

A veces suponemos el yo como simple resultado de los “tres niveles” de que hablaba, o meramente de las condiciones y presiones sociales, pero fácilmente vemos que no es así o, mejor dicho, solo lo es hasta cierto punto. Casi nadie está del todo satisfecho  con los dones que ha recibido al nacer, le parecen escasos para sus merecimientos u objetivos, y  el sentimiento más o menos acentuado de frustración está muy difundido. En sus memorias, Lerroux cuenta esta anécdota: En el periódico donde trabajaba de joven había un poeta llamado Luna, jorobado. Un día discutían de la existencia de Dios, y alguien dijo: “Vamos a ver, el poeta señor Luna, ¿qué piensa usted de Dios?” El garabato humano saltó de la silla al suelo, se enderezó tanto como pudo, sacó de debajo de la mesa la navaja cabritera y clavándola con gesto de fiereza sobre el tablero, contestó… soltando redonda blasfemia. El gusano se levantaba iracundo contra el Creador, que había permitido que un alma altiva y ambiciosa se alojase en un cuerpo miserable y ridículo. Creyentes y ateos sintieron cruzado su rostro por el trallazo de la grosería y por el grito de Satanás rebelándose contra la injusticia divina. Por donde el blasfemo resultaba el más poseído de los deístas, confesor de la divinidad a la que injuriaba”. Casi todo el mundo tiene una idea elevada de sí mismo, sea más o menos acertada o equivocada, y lo que menos tolera es el desprecio a su persona. Una persona que se siente menospreciada o tratada con injusticia puede llegar a enfermar psíquicamente o a cometer actos inesperados, crímenes o suicidio.

En cuanto a la presión social solo moldea parcialmente a las personas. La historia muestra la gran frecuencia con que diversos individuos  se rebelan contra su circunstancia social, tanto en un sentido colectivista (tratan de cambiar la sociedad) como personal, rechazando las convenciones o las leyes. Así, el yo resulta hasta cierto punto independiente tanto de los condicionantes sociales como de los condicionantes biológicos, sin que unos y otros sean desdeñables.

Es más, el yo se siente por lo general independiente en alguna medida de su propia vida.  He aquí una frase genial, cuyo autor ignoro, creo que era francés, por lo sutil: “¿Quién no es mejor que su propia biografía?”. O, mejor “¿Quién no se siente superior a su propia biografía?”. La navegación vital incluye numerosos errores, o actos que nos avergüenzan, o humillaciones que nos parecen intolerables y que debemos dejar pasar.  De ahí el gran esfuerzo psíquico por justificar  de mil modos esos pequeños o grandes  desastres, a fin de mantener la preciosa estimación del yo, sin la cual la vida se hace insoportable.

La necesidad de autoestima puede ser exagerada hasta la estupidez, pero existe siempre. Incluso los esclavos la tenían y a menudo trataban de vengarse de sus amos o de burlarlos, como muestran, por ejemplo, algunas obras de Plauto; o como aquel que en la terribles minas de plata de Laurion dejó escrita su jactancia de ser el mejor en el tajo. Algún autor romano, no recuerdo cual, escribió “tantos enemigos tienes como esclavos” o algo así. Pero, en fin, la cuestión es esta:  puesto que el yo se autoconsidera por encima de los condicionantes sociales y biológicos, ¿de dónde sale  él y su autoestima, sea  razonable o deformada, sin la cual la vida le parece indigna o repugnante?


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—Un argumento muy parecido sobre el imporatante papel de la autoestima y de la autoevaluación del yo en las motivaciones lo hace Mark Twain en What Is Man?


 
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