Un artículo de
Fernando García de Cortázar en el ABC, donde trata a Artur o Arturo Mas
y a los secesionistas catalanes con el infinito desprecio intelectual y
moral que se merecen:
SIEMPRE me
ha molestado la impertinencia que confunde la sobriedad de los
catalanes con una falta de sentido del humor, con una ausencia de
cordialidad o con un lastre de arrogancia. Por el contrario, he
apreciado esa forma de tomarse en serio a uno mismo que se basa en la
prudencia para huir de la exageración, y que nunca confunde la
ponderación con la indiferencia ni la exaltación con la autenticidad.
Me temo que las cosas han cambiado, y que la más grave responsabilidad
que habrán de asumir los dirigentes nacionalistas catalanes será,
paradójicamente, haber traicionado la consistencia envidiable de un
carácter. Porque, frente a determinadas maneras de comprender la
sociedad, cuyo violento patetismo ha dejado huellas indelebles en
nuestra historia, las virtudes cívicas de los catalanes siempre habían
huido de la combustión sentimental en que se ha convertido la atmósfera
de las elecciones del 25 de noviembre.
Al catalán le distinguía una
mezcla de serenidad y fina ironía indispensables para mantener una
distancia de seguridad ante los problemas, que nos permite resolverlos
en lugar de reducirnos a la condición de meros portavoces. Se trataba
de una ejemplar manera de vivir, de una relación austera con la
realidad a la que disgustaban las frases ampulosas y el estrépito de
las consignas. No era un asunto de buenos modales, sino una simple
cuestión de civismo. No era una opción estética, sino una convicción
moral. Se trataba de un saber estar que, en el fondo, siempre es un
resultado de saber quién se es. Se trataba, sobre todo, de comprender
que nunca se está tan cerca del ridículo como cuando las palabras y los
gestos disfrazan su inconsistencia con los hábitos de la solemnidad. No
son estos tiempos de crisis los mejores para la lírica. Pero no hay
tiempo alguno que se merezca esta épica de andar por casa, este
heroísmo de mesa camilla, esta exhibición muscular de forzudos de feria
patriótica, este recuento de vísceras que presagian una utopía diseñada
en los circuitos institucionales del mismo Estado que se pretende
repudiar.
Los nacionalistas catalanes
protestan airadamente cuando muchos consideramos, dentro y fuera de
Cataluña, que se está produciendo una grave y tal vez irreparable
pérdida de la calidad democrática construida con tanto esfuerzo en los
últimos treinta años. Lamento que no se vea en lo que está ocurriendo
algo mucho más peligroso que el debate legítimo entre opciones
políticas, entre modelos de Estado, entre proyectos de sociedad.
Lamento que la sensibilidad de los observadores se haya degradado hasta
el punto de no ver que lo más dañino para el futuro no se encuentra en
los temas de los que se habla, sino en el tono que se utiliza. Si el
guión nos preocupa, el escenario nos alarma. Poco debería extrañarnos,
al fin y al cabo, porque el nacionalismo siempre ha sabido que su
hábitat natural es el de la apariencia, aunque pretenda presentarse
como defensor de lo sustancial. Siempre ha entendido que su discurso
comunitario funciona como llamada a la unanimidad, aunque intente
comportarse como celador del pluralismo. Siempre ha demostrado que se
encuentra cómodo en el monólogo de las afirmaciones tajantes, aunque
pretenda basarse en el derecho al debate y en la atención a los matices.
¿Cómo no va a preocuparnos lo que
está sucediendo en Cataluña, cuando no asistimos a un conflicto
político, sino a la sustitución de la política por la simple
manifestación de una identidad indiscutible? En uno de los ejercicios
de demagogia más abyectos que puedo recordar en nuestra democracia, la
consigna del «derecho a decidir» se expresa en un contexto en el que ya
se ha decidido lo fundamental. A los ciudadanos de Cataluña no se les
ha ofrecido un campo de opciones entre las que pueden elegir, sino que
se les fuerza a la insoportable tensión de un dilema que sólo puede
satisfacer a quienes, a falta de cultura democrática, han sacado por
fin sus sobradas y sobrantes inclinaciones plebiscitarias. Por ello, la
convocatoria de las elecciones se ha planteado ya como un plebiscito.
Porque, en su escenificación por tierra, mar y aire de los medios de
comunicación catalanes y de los propios centros del poder
institucional, en el temario a superar por quienes aspiran a obtener
una plaza de ciudadanos, la cuestión fundamental y única es la de la
independencia de Cataluña.
Ninguno de los sucios juegos de
manos del nacionalismo va a cogernos desprevenidos. Ni siquiera que sus
magos profesionales hayan convertido el rancho cuartelero de una
penitenciaría patriótica en el falsario banquete del festín de una
democracia. Los catalanes no van a elegir, porque la más importante de
las decisiones ha sido ya tomada. Antes de que se convoque cualquier
consulta sobre la independencia, los ciudadanos de Cataluña han sido
llevados a un proceso que nada tiene que ver con las nueve ocasiones en
las que han elegido a sus representantes en el Parlamento autonómico.
No es extraño que los promotores de esta circunstancia la hayan
presentado como un momento excepcional, porque de eso se trata: de
haber decretado un estado de excepción que, en su mismo planteamiento,
ha liquidado, tal vez de forma irreparable, el concepto nuclear de
soberanía sobre el que se levantaron la democracia española y las
instituciones autonómicas de Cataluña.
Que nadie se extrañe del aparato
publicitario con el que se asume esta fractura cívica de tan extrema
gravedad. Que Artur Mas aparezca en un cartel electoral con los brazos
extendidos, como Moisés ante el mar Rojo, bajo el lema contundente de
«la voluntad de un pueblo» es una prueba del ambiente en el que hace
tiempo se vive el final de la política en Cataluña. Mas no aparece como
un dirigente, sino como un redentor. No trata de imprimir fuerza a su
liderazgo, sino de ensancharlo con los dispositivos religiosos del
mesianismo. No aparece como el representante de un partido que habla en
nombre de una parte de los ciudadanos, sino como la encarnación de un
pueblo entero, como la personificación caudillista de una voluntad
general. Que no se equivoque él y que no se equivoquen quienes no se
han sentido demasiado cómodos ni con el gesto ni con el lema. Son
perfectamente coherentes con lo que lleva haciéndose desde hace meses.
La discreta estatura política de Mas, la más que delgada línea roja de
sus aptitudes como ideólogo, han hallado la coyuntura propicia de unas
circunstancias extremas. Los líderes a los que admiramos fueron
aquellos que edificaron la normalidad sobre las ruinas de la
exasperación, cuando Europa trataba de recuperar su rumbo en el corazón
del siglo XX. Aquellas figuras ejemplares no aumentaron su talla
levantándose sobre la voluntad del pueblo, sino representándolo con la
modestia y el sentido de la proporción que siempre observamos en quien
es portador de la grandeza. Quien en las dificultades de la patria no
ve un desafío que le pone a prueba, sino una oportunidad que la
desintegra en beneficio propio, poco tiene que ver con los hombres y
mujeres a los que veneramos, constructores reales de aquella libertad
que, gracias a ellos, recuperamos. Un político mediocre no pertenece a
ese rango por muchos ejercicios de vanidad que desarrolle o por muchos
actos de servidumbre intelectual que oficien los funcionarios de su
causa. En el mejor de los casos, será sólo el ejemplar elocuente de una
época de crisis de la democracia y de flaqueza de la libertad.
________
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Se aceptan opiniones alternativas, e incluso coincidentes: