Un sueño de esta noche pasada. Me desplazaba yo en una silla telekinética, en dirección a Biescas, siguiendo la carretera—un día extraordinariamente oscuro, o quizá cerca del anochecer. Sólo hacía un breve alto en el camino, para darme un abrazo con una morena estupenda, cerca de unos depósitos de agua donde chapoteaban unos chavales. La silla telekinética puede parecer un vehículo práctico, pero en realidad no lo era. Aparte de que no llevaba ni cinturón de seguridad ni nada, requería bastante concentración el hacer que se levantase y fuese flotando por cerca de la cuneta. Para salir al tráfico había que tener cuidado porque era peor que un ciclomotor, realmente. Le costaba coger velocidad, y altura—apenas unos palmos levantaba, e iba inclinada—había que agarrarse a ella, aunque en un momento dado sí se podían hacer unas quebradas mentales bastante descontroladas, y cabriolas aéreas, y rápidos desplazamientos que no llegaba a dominar bien. En fin, después del episodio de la morena seguía camino, camino de la sierra de Guara, y el futuro no auguraba nada bueno, parecía el final de Terminator.
En otra parte del sueño, o era quizá otro, pues en éste no llevaba traza yo de llegar jamás al pueblo, seguía unos caminos de Biescas, bien familiares, con mi silla creo, a lo largo de las acequias. Pero ahora eran sendas realmente invadidas de maleza y de hierba muy espesa, apenas se reconocía por dónde pasaba el camino.
El sueño provocaba una sensación especial, una sensación que no tengo desde que perdí la costumbre de darme largos paseos en solitario alrededor del pueblo, hace treinta años. También había otros ingredientes emocionales en el cocido, apañados de una manera que sólo pertenece a los sueños, y sólo en ellos se puede sentir. Ni con concentración suficiente para levantar una silla del suelo, se podría recuperar la sensación de ese sueño que se escapa, flotando, por la parte de atrás de la cabeza de uno.
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