Fuimos ayer a ver una buena sesión de teatro en el Principal, El Tiempo y los Conway, de J. B. Priestley. Un trailer del montaje hay en YouTube.
Además de trailers, los montajes teatrales tienen ahora Facebooks como este. Mirad por ejemplo las fotos de la representación.
Para orientarse, les diré que la obra está entre Strindberg y Pinter, tanto cronológica como estéticamente—o anímicamente. La señora Conway se resiste a envejecer, pero el tiempo pasa para ella y para su familia numerosa, unos años tras la muerte del Sr. Conway. La obra contrasta dos momentos a dos décadas de distancia, el final de la Primera Guerra Mundial, con el optimismo de la juventud, las expectativas del futuro, los sueños de éxito, proyectos de amores y de parejas, y de carreras exitosas... y, veinte años después, tras la Crisis y los conflictivos años 30, al borde de una nueva guerra, los personajes envejecidos, desilusionados y alejados unos de otros por la muerte, el olvido, la dejadez, los intereses económicos, la falta de apego, el fracaso vital, profesional y amoroso. Es un poco la Historia de una escalera de Buero Vallejo (y ese tipo de teatro también, clásico y a la vez moderno, al borde de lo experimental). El contraste irónico entre dos momentos separados por la obra del tiempo aparece, claro, en muchas otras obras, de distinta manera—por ejemplo en Krapp's Last Tape, de Samuel Beckett, donde son unas cintas magnetofónicas que oye el protagonista lo que permite contrastar al joven Krapp con el viejo que escucha las cintas.
Una peculiaridad sí tenía Time and the Conways cuando se estrenó, y es que es de las poquísimas obras de teatro que contienen un flashforward. La escena situada en 1938 ocupa el acto central (o la escena central—en el montaje de ayer no separaban actos)—y las escenas de 1919 son la primera y la segunda parte de una misma velada, una fiesta de cumpleaños. Los Conway, ayer familia pudiente, tienen crisis financiera, y salen a la luz las tensiones a la hora de poner orden en los ingresos de su madre y en las propiedades que han de heredar. La reunión para hablar de las finanzas y herencias tiene un cierto ambiente de Huis clos. La hija más joven, Carol, llena de ilusión por el futuro en el primer acto, hace años que ha muerto; pocas veces piensan ya en ella los demás. Unos son solterones frustrados; otros, parejas prometedoras de enamorados en el primer acto, son ahora matrimonios fracasados. Los sueños de Kay de ser una gran escritora han quedado en nada (aunque aún los acaricia...) y es periodista, escribe para sobrevivir sin más, no crea nada. Su hermana, Madge, ahora muy distante de todos, es una profesora frustrada y solitaria, cuya máxima ambición es llegar a directora... la madre aún está fuerte de carácter, pero se ha distanciado de sus hijos, y su carácter caprichoso y arbitrario se ha acentuado con los años. Alan, el mayor, es un mediocre funcionario, aunque tiene cierta paz de espíritu, y en un momento de desesperación de su hermana la "escritora", le recita unos versos de Blake para consolarla: la vida está hecha de alegría y pena entretejidas, y cuando sabemos que unas y otras van necesariamente unidas, vemos el mundo con mayor seguridad.
It is right it should be so;
Man was made for Joy and Woe;
And when this we rightly know
Thro' the World we safely go.
Joy and Woe are woven fine,
A Clothing for the Soul divine;
Under every grief and pine
Runs a joy with silken twine.
Blake, "Auguries of Innocence"
Man was made for Joy and Woe;
And when this we rightly know
Thro' the World we safely go.
Joy and Woe are woven fine,
A Clothing for the Soul divine;
Under every grief and pine
Runs a joy with silken twine.
Blake, "Auguries of Innocence"
Le expone además Alan a Kay la teoría del tiempo de la obra: siendo lo que somos, seremos lo que lleguemos a ser, y todos nuestros seres pasados conviven con nosotros a la vez, los llevamos encima. Nada se pierde (noción idealista, claro) y presente, pasado y futuro coexisten, con sus alegrías y penas. Sólo cuando somos ancianos conoceremos el conjunto de alegrías y penas de nuestra vida, pero debemos saber que a un nivel, coexiste con nosotros nuestra juventud ilusionada, en un tiempo más allá de ese tiempo en el que creemos estar.
Es la teoría del tiempo como un todo simultáneo, que expuso J. W. Dunne en su libro An Experiment with Time, y antes que él H. G. Wells en La Máquina del Tiempo— una idea ya implícita en la idea de la vida como texto, a la vez secuencial y simultáneo. Aquí la utiliza Priestley como hipótesis o experimento mental con el tiempo, al parecer creyendo en ella personalmente—si bien utilizó otras concepciones del tiempo en otras obras de sus "Time Plays." Para Alan, o para el espectador ideal de la obra, todo está transcurriendo a la vez, una manera de pensar que facilita los viajes mentales a otras épocas de nuestra vida, sabiendo que están cuidadosamente almacenados en la eternidad. A esta visión consoladora hay que contrastar la realidad de lo que nos muestra la obra: las ilusiones y pesares no van bien mezclados en la vida, o en esta obra: la juventud y 1919 son casi todo ilusión y alegría, y 1938 es todo pesar y penar. Quizá Alan, frustrado en su amor en la velada de 1919, es el único que vea las cosas así. Y tras este acto penoso, en el que la familia se reúne quizá por última vez, volvemos a ver a los personajes tal y como eran en 1919, embarcándose en las ilusiones que ahora sabemos destinadas al fracaso.
La sensación de retrospección irónica del espectador está aumentada, como he dicho, por la alteración del orden cronológico. Estas "anacronías" como las llamaba Genette, son mucho más frecuentes en la novela, o en el cine, pero prácticamente inexistentes en el teatro (al menos las anacronías "objetivas", las que no se presentan en el discurso de los personajes sino como una reorganización autorial de la línea narrativa principal). Esto convertiría a esta obra en un caso llamativo, quizá influenciada por la experiencia de la cinematografía. Pero una perspectiva irónica sobre el tiempo puede generarse, de maneras muy distintas, y quizá la más frecuente, que contribuye a que El tiempo y los Conway no sea muy diferente de cualquier otra obra en este sentido, es la que se da cuando conocemos ya una obra—la segunda representación, efectiva o imaginada, produce el mismo efecto de contraste irónico entre los actos y sus consecuencias. Cualquier narración se basa en este contraste, implícito si no explícito, entre lo que se sabe en el presente y lo que se creía saber en el pasado—la narración se basa en desvelar los secretos que guarda el tiempo sobre todas sus provincias: sobre el futuro, sobre el pasado, o sobre aquel presente ahora pasado.
La herencia del teatro clásico evitaba las alteraciones en el orden de la representación con una rigidez realmente pasmosa: es quizá la herencia de la poética aristotélica en parte, pero en realidad, toda una tradición de lo que se ha entendido por teatro no es ya que rechazase, sino que ni siquiera se planteaba el que el orden de la historia representada no dictase el orden de la representación. (Una rigidez mental o formal que evidentemente no se aplicaba a las narraciones verbales dentro del drama, como tampoco se suponía de manera tan rígida que la duración de una escena hubiese de dictar la duración de su representación). La alteración del orden narrativo en el drama parecía más que ofensiva, inconcebible para los dramaturgos clásicos, los previos al siglo XX. Y sin embargo es una manera muy vívida de contrastar cuestiones relativas al desarrollo del carácter, o al éxito o fracaso (en este caso) de planes y proyectos de vida, al margen de ser un experimento interesante con el tiempo "vivido al revés"—pero siempre lo vivimos al revés, pues representar el tiempo pasado es sacarlo de su momento y contrastarlo implícitamente con el presente. Toda narración, decíamos, es una máquina del tiempo, y un agente de lo que podemos llamar la falacia narrativa, entendiendo por falacia esa manera "imposible" y a la vez muy típicamente humana de superponer y contrastar presente y pasado, y ver en qué van a parar las cosas, viéndolas desde la atalaya de la retrospección.
Aquí, en El tiempo y los Conway, el contraste entre los dos tiempos no se da únicamente a nivel de la manipulación "olímpica" de la anacronía objetiva hecha por el autor; este nivel de reorganización "autorial" se infiltra por así decirlo en la acción misma, y contamina de una angustia por el futuro la percepción de uno de los personajes, la escritora Kay—que tiene una sensación, o visión imperfecta del futuro, que coincide con el segundo acto de la obra. Por tanto este segundo acto también queda psicologizado, no es sólo una "presentación objetiva" que sea única responsabilidad del autor, a espaldas de sus personajes. Tal vez le pareció a Priestley demasiado cruel el presentarlos totalmente ciegos a la realidad de lo que sería.
Por suerte se nos ahorra la visión de los mismos personajes, tras otros veinte años, sesentones y con menos ilusiones si cabían—porque siempre caben menos de las que hay, y siempre hay escamas en los ojos—pero ese lado de la vida ya se lo dejamos a Beckett.
El tiempo y los Conway. J. B. Priestley (1937). Con dirección y escenografía de Juan Carlos Pérez de la Fuente, e interpretada por Lusia Martín (Sra. Conway), Nuria Gallardo (Kay), Alejandro Tous (Alan), Juan Díaz (Robin), Chusa Barbero (Madge), Débora Izaguirre (Hazel), Ruth Salas (Carol), Alba Alonso (Joan Helford), Román Sánchez Gregory (Ernest Beevers) y Toni Martínez (Gerald Thornton).
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