Ahora culmina la implantación del Plan Bolonia en la Universidad, y como complemento nos anuncian (partiendo de Cataluña) una transformación total del sistema de gobierno de la Universidad, de la toma de decisiones y del establecimiento de prioridades en el sistema universitario—lo que tantas veces se ha venido llamando la "venta de la Universidad al mercado laboral". Ya sonaban campanas desde hace tiempo, asociadas a la Bricallización de la universidad encaminada a hacerla sostenible y eficaz. Desde el discurso plausiblemente loable de que la Universidad se debe a la sociedad, de que debe ser socialmente responsable, algunos pasan pronto al ergo de que la Universidad debe dedicarse a la formación profesional. Y al ergo ergo de que esto tiene que funcionar como una empresa de proveedores de servicios a las empresas.
Ya hablé algo de estas cuestiones en artículos de este blog como Se Vende o Que llega la Gobernanza. Ahora me parece oportuno presentar una crítica al discurso de la gobernanza (nos llega el palabro a la vez que el conceto), recordando un artículo que escribió Paul du Gay hace quince años. Y la cosa viene de mucho antes, del thatcherismo. En Inglaterra lo llevan todo mucho más adelantado, y aquí vamos a remolque.
Lo que pasa en la Universidad no es por otra parte, bien lo muestra du Gay, sino un caso más de la empresarialización de servicios públicos, parte sin duda de este aligeramiento del estado del bienestar que se nos promete como plan de vida para este siglo que ya ni siquiera se puede decir que esté comenzando. El mismo fenómeno se da en todo tipo de instituciones antes dirigidas por funcionarios y ahora dirigidas por funcionarios atentos a la mercadotecnia, si no por unidades deslocalizadas y externalizadas que ya más bien son proveedores de servicios contratados.
El artículo en cuestión aparecía en Questions of Cultural Identity, ed. Stuart Hall y Paul du Gay (Sage, 1996), pp. 151-69, y se titula "Organizing Identity: Entrepreneurial Governance and Public Management". Añadiré comentarios en cursiva relativos a la Universidad española y su boloñización en curso. Traduciré lo que pueda, comenzando por el principio, y conservaré en la traducción la horrenda palabra gobernanza, que tanta fortuna está teniendo entre nuestros rectores, asesores y gestores.
Paul du Gay:
Organizando la identidad: La gobernanza empresarial y la empresa pública
Estos días parece cada vez más difícil desentenderse de la "cultura". En el seno de la academia, por ejemplo, el tema de la "cultura" viene a dominar debates en las ciencias sociales y humanas. Al mismo tiempo, cuestiones de importancia sustancial en otros ámbitos de la existencia vienen a representarse en términos "culturales". En el ámbito de la política propiamente dicha en el Reino Unido durante los años 80, el programa de reformas radicales del Partido Conservador en el gobierno se representó en gran medida como una cruzada "cultural", involucrada con las actitudes, valores y formas de autoconceptualización que iban inscritas tanto en las actividades individuales como en las públicas. En otros términos, el proyecto político de reconstrucción que tenía el gobierno se definió como un proyecto de reconstrucción cultural—un intento de transformar al Reino Unido en una "Cultura de la Empresa".
(También aquí se nos habla a menudo de actitudes que hay que cambiar—por ejemplo actitudes ante la formación, ante la conceptualización del alumnado como clientes, y del propio profesor como un proveedor de servicios a los clientes... actitudes, instituciones y procedimientos van, naturalmente, unidos).
A mi entender, uno de los casos más interesantes, muy notable de hecho, del giro contemporáneo hacia lo cultural ha ocurrido en el ámbito del discurso prescriptivo relativo a la organización. En años recientes, es muy probable que las personas que trabajen en grandes organizaciones se hayan visto expuestas a programas de "cambio de cultura" como parte de los intentos de hacer a las empresas más eficientes, eficaces y rentables. Incluso en los ámbitos más explícitamente "materiales"—como los de la empresa y la organización—los programas de reforma han venido a definirse en términos culturales.
Un rápido examen de cualquier conjunto de textos empresariales recientes revela la primacía que se concede a la "cultura" a la hora de gobernar la vida contemporánea de las organizaciones. En esta literatura se concede a la "cultura" un lugar privilegiado porque se considera que estructura la manera en que las personas piensan, sienten y actúan en las organizaciones. El problema es de "normas", "actitudes" y "valores" cambiantes, de modo que la gente esté capacitada para contribuir de la manera necesaria y correcta al éxito de la organización para la que trabajan. Con este fin, se estimula a los directivos a ver que las organizaciones más eficaces o "excelentes" son las que tienen la "cultura" adecuada—aquel conjunto de normas y técnicas de conducta que capacita al potencial de actualización de sí mismos que tienen los individuos, de modo que se alineen con los fines y objetivos de la organización para la que trabajan.
Este centrarse en la "cultura" como medio de producir entre los miembros de una empresa una relación específica a su propia identidad sugiere que su despliegue como técnica de gobierno está íntimamente ligado con cuestiones de identidad. Como ha sugerido Renato Rosaldo (1993: xi), es una característica prominente del presente el hecho de que "cuestiones de cultura (...) rápidamente se convierten en (...) cuestiones de identidad", algo que parecen confirmar los recientes desarrollos en el contexto de las modalidades de organización.
Según el popular gurú de técnicas de dirección Tom Peters (1992: 227), los intentos contemporáneos de gobernar la "cultura" de una organización tienen implicaciones cruciales en el tipo de identidades que pueden florecer en el seno de una empresa. Arguye que "las formas organizativas emergentes" convertirán a cada empleado en un "negociante" o "empresario". Es decir, la actual reforma de las organizaciones concede prioridad ontológica a cierto tipo de persona—el "negociante" o "empresario"—proporcionando a este menslichen Typus con lo que Max Weber llama "las oportunidades óptimas de convertirse en el tipo dominante" (cit. en Hennis, 1988: 59).
En este capítulo, examino las nuevas normas y técnicas de conducta—o "cultura" que se están instituyendo en las organizaciones, y la prioridad que otorgan al "empresario" como tipo de persona. De modo más específico, interrogo los efectos políticos y éticos que tiene el reimaginar a los burócratas del sector público como "empresarios", prestando atención especial a la cuestión de si semejante paso es suficientemente pluralista (considerando que presupone una única jerarquía ética que tiene al empresario en su vértice).
(A este examen dedica du Gay el resto de su artículo—y a una defensa del antipático concepto de burocracia del sector público como un baluarte contra intereses particularistas y una garantía de equidad social. El enfoque de du Gay es certero y adecuadamente generalista—incluyendo no sólo a las transformaciones de la "gobernanza" en la educación del sector público, sino también a lo que sucede para todas las burocracias y funcionarios de empresas públicas y semipúblicas. La cuestión se vuelve más específica y aparecen tonalidades problemáticas más concretas cuando nos centramos en la Universidad en tanto que "empresa" rentable y sometida a una gobernanza empresarial. Sobre el lugar especial que ocupa la Universidad como un espacio acotado donde las normas sociales de relevancia y eficacia a la vez actúan y no actúan, recomiendo leer los ensayos de Jacques Derrida "La Universidad incondicional" y "La Universidad en los ojos de sus pupilas: el principio de razón y la idea de Universidad". Algo al respecto de este último artículo comentaba yo en "La Universidad al servicio de la sociedad").
Explorando el ethos de la empresa
En enero de 1994, la Comisión de Cuentas Públicas (PAC) de la Cámara de los Comunes del Reino Unido emitió un informe sin precedentes titulado Gestión Adecuada de la Empresa Pública. El informe se publicó a secuelas de una serie de fallos muy publicitados en los "sistemas y controles administrativos y financieros" en el seno de secretarías del gobierno y en otros entes públicos, que habían hecho que "se derrochase dinero o hubiese otro tipo de gastos inadecuados" (1994: v). Según la comisión, estos fallos suponían un desvío significativo de las normas de gestión pública que era de esperar en las sociedades democráticas en general y en el Reino Unido en concreto.
Jonto con muchas secciones de la prensa británica (Financial Times, 28 de enero: 17; Guardian, 28 enero: 1 y 6; Independent, 28 enero: 1), la Comisión de Cuentas Públicas indicó que estos fallos habían ocurrido a la vez que se introducían sistemas de organización más empresariales y más orientados al mercado en el seno del sector público. También se mostraban de acuerdo en que los dos fenómenos estaban de alguna manera emparentados. Sin embargo, a diferencia de algunos sectores de la prensa, la Comisión de Cuentas Públicas no dio crédito alguno a la posibilidad de que la "revolución cultural" que estaba teniendo lugar en el sector públido estimulase entre los funcionarios conductas que puediesen considerarse "impropias". De hecho, se trató con pocas contemplaciones a quienes se hacían preguntas sobre la adecuación ético-política de las reformas en curso. Se les reprendió por no querer "aceptar el reto de lograr un cambio que ha de resultar beneficioso" (1994: v).
El lenguaje del "cambio"—que inevitablemente plantea retos—es un elemento constitutivo del discurso empresarial contemporáneo. Forma parte de una cadena discursiva de equivalencias que comprende entre otras "empresa", "capacitación", y "cliente". Este discurso tiene, naturalmente, un carácter relacional—sus elementos constitutivos llegan a significar lo que significan por relación a lo que no son. Por ejemplo, las normas y valores de conducta inscritos en el discurso empresarial contemoráneo se articulan en oposición explícita a las que constituyen la identidad de las organizaciones "burocráticas". Mientras que el ethos burocrático estimula en sus sujetos el desarrollo de capacidades y predisposiciones concretas—la adhencia estricta al procedimiento, la renuncia al entusiasmo moral personal, y así sucesivamente—el discurso empresarial contemporáneo enfatiza la importancia de que los individuos adquieran y exhiban rasgos y virtudes más "proactivos" y más "emprendedores".
Poca duda hay de que el informe de la Comisión de Cuentas Públicas habla desde el universo del empresarialismo contemporáneo. En el informe, el ethos empresarial, con su "mayor delegación de responsabilidades, líneas más aerodinámicas, y (...) enfoque más emprendedor", se compara favorablemente con el "ethos de la función pública" tradicional, siendo asociado este último invariablemente con el despilfarro, la inercia y la reglamentación innecesaria (1994: v-vi).
Como he indicado, empero, aunque expresa su confianza en los beneficios del actual cambio organizativo, el informe lamenta la disminución de los "principios y estándares" de conducta que se esperan de los servidores públicos en las democracias liberales (1994: v). Que estos "principios y estándares" han surgido y se han promovido en gran medida en un contexto burocrático no parece ser algo relevante. En lugar de eso, la comisión parece dar por supuesto que las reformas organizativas encaminadas a hacer que las instituciones públicas sean menos burocráticas y más empresariales son uniformemente positivas; que aumentarán la eficacia económica y proporcionarán mejoras en los servicios reduciendo los costes—sin afectar a "los valores tradicionales del sector público".1 Esto, sin embargo, puede interpretarse más o menos como un acto de fe, si no como una obvia incongruencia.
Para empezar, suponer que la identidad de un ámbito determinado siga siendo la misma a lo largo de todos los cambios que experimenta es algo extremadamente cuestionable. Como ya he señalado, dado que cualquier identidad es básicamente relacional en lo que se refiere a sus condiciones de existencia, cualquier cambio en éstas ha de afectarle. Si, por ejemplo, la gestión (burocrática) de la administración se reimagina en términos de principios empresariales, entonces en lugar de quedar la misma identidad—la administración pública (burocrática)—en la misma situacion, se establece una nueva identidad.
Además, la producción de esta nueva identidad inevitablemente conllevará ventajas y desventajas. En lugar de suponer, como parece hacer el informe de la CCP, que la gestión empresarial de lo público es de modo incontrovertible "algo bueno"—que es inherentemente positivo—podría ser más productivo examinar las condiciones de su emergencia, para analizar qué debe necesariamente ser excluido por su instauración, y para evaluar cuáles podrían ser los efectos político-éticos de esta exclusión.
La gobernanza empresarial, y la crítica de la cultura burocrática
La crítica a la burocracia, en favor de las formas y prácticas "flexibles" y "emprendedoras", tal como se concibe en los discursos contemporáneos sobre reforma de las organizaciones, empieza con cambios en lo que se denomina "el entorno externo". Las condiciones de la existencia de esta formación discursiva descansan en diversos desarrollos que a menudo se reunen bajo el epígrafe de "la globalización". Aunque textos diferentes llaman la atención sobre diferentes combinaciones de fenómenos—los efectos de dislocación que se derivan de la introducción cada vez más generalizada de las "tecnologías de la información"; los asociados a las presiones competitivas que resultan de los sistemas globales de comercio, finanzas y producción, et.— todos coinciden en que la intensificación de los lazos de interconexión global tiene repercusiones serias para la vida en las organizaciones, tanto en el sector público como en el privado.
(En la Universidad, una materialización obvia de este entorno globalizado es el Espacio Europeo de Educación Superior, marco de las reformas denominadas a veces "plan Bolonia"—un espacio globalizado en el que se pretende no sólo reconocer, sino estimular la competitividad entre universidades. Porque a su vez es un espacio que (aun siendo continental) se presenta como agobiado por la necesidad de mantener la competencia y la competitividad frente a las universidades norteamericanas—quizá por la vía de imitar en lo posible su modelo—y asiáticas. El razonamiento de Du Gay, según el cual la 'burocracia' (en este caso de la enseñanza universitaria tradicional) se presenta como enteramente negativa, y se tiende precipitadamente a ignorar sus valores positivos y constructivos de un entorno propio, parece totalmente aplicable a nuestro caso. Este razonamiento sobre la universidad "burocrática" como un entorno con ritmo propio, generador de dinámicas autónomas con respecto a las del mercado globalizado, debería leerse en conjunción con la defensa que hace Jacques Derrida de la Universidad como un entorno a la vez integrado en la sociedad, pero problemáticamente separado, acotado, por una dinámica propia y un tiempo propio que sería un error reducir al resto del tiempo social. Véanse los artículos arriba mencionados. Observemos que son tanto los gobiernos socialistas como los del Partido Popular, idénticos en esto, los que quieren estimular la especialización, competitividad, Calidad, y ránking relativo de las universidades).
Si la "globalización" constituye la "situación problemática", la "burocracia" se representa como el impedimento crucial para la gestión adecuada de los efectos de aquélla. La globalización, se razona, crea un entorno caracterizado por una incertidumbre generalizada. En semejante entorno, sólo las organizaciones que puedan cambiar rápidamente su conducta y aprender a volverse cada vez más emprendedoras, vivirán y prosperarán. Como "la burocracia" se considera una forma "mecánica" de organización más adecuada para condiciones de relativa estabilidad y predecibilidad", se convierte en la primera víctima de un entorno tan incierto.2
Los efectos dislocatorios generados por la intensificación de los lazos de interconexión global, requieren una "creatividad" constante y una construcción continua de espacios operativos colectivos que descansen menos en formas objetivas mecánicas y en las prácticas con ellas relacionadas—la "burocracia"— y cada vez más en el desarrollo de organizaciones y tipos de conducta más empresariales o emprendedores.
La noción de "empresa" ocupa una posición absolutamente crucial en los discursos contemporáneos sobre la reforma de las organizaciones. Proporciona una crítica de la "cultura burocrática" y se ofrece como una solucón a los problemas planteados por la "globalización" por la vía de delinear los principios de un nuevo método para gobernar la conducta tanto de la organización como de las personas.
De modo muy obvio, un rasgo clave de la "empresa" en tanto que principio de gobierno es el papel central que le asigna a la "empresa comercial" en tanto que modelo preferido para cualquier forma de organización institucional de bienes y servicios. Sin embargo, igualmente importante es la manera en que el término se refiere a los hábitos de acción que manifiestan o expresan "cualidades emprendedoras por parte de los implicados", ya sean individuos o colectividades. Aquí, "empresa" se refiere a una plétora de características tales como la iniciativa, la toma de riesgos, la autogestión, y la capacidad de aceptar responsabilidades propias y por las propias acciones (Keat, 1990: 3).
Así pues, como ha observado Burchell (1993: 275) la característica definitoria de la gobernanza empresarial es "la generalización de una 'forma empresarial' a todas las formas de conducta—a la conducta de las organizaciones que hasta ahora se veían como no económicas, a la conducción del gobierno, y a la conducción de los propios individuos". Mientras que los modos concretos en los que esta racionalidad gubernamental se ha gestionado operativamente en la práctica han variado de modo muy considerable, las formas de acción que hacen posibles para diferentes instituciones y personas—escuelas, médicos de atención primaria, comunidades de vecinos, prisiones y demás—sí que tienen en común una consistencia general y un estilo.
Tal y como ha argumentado Burchell (1993: 276, siguiendo a Donzelot), un rasgo característico de este estilo de gobierno es el papel fundamental que le otorga al "contrato" a la hora de redefinir las relaciones sociales. (Por ejemplo, ahora se nos dice a los profesores que la programación de clase es un contrato—que las nuevas "guías docentes" elaboradas para las materias de estudio del Plan Bolonia tienen un carácter contractual: la Universidad ofrece el servicio a un cliente, el estudiante, y el profesor es un mero dependiente que atiende al cliente según las especificaciones del contrato. El discurso que reconceptualiza a los estudiantes como clientes estaba satirizado ya en la novela de David Lodge Small World. Pero eso no ha hecho que deje de proliferar. En nuestra universidad en concreto, puede datarse el momento en el que el Director de nuestro departamento volvió con las nuevas instrucciones, y el nuevo papel, y lo presentó a los profesores como un cambio de terminología crucial. Ibamos a ser proveedores de servicios a unos consumidores que eran los clientes, ya no los estudiantes. Lo mismo se aplica, por supuesto, al diseño de los planes de estudio según especificaciones, y a los propios procesos y agencias de control de tales planes de estudio, en una escala ininterrumpida y estandarizada de control y evaluación de objetivos). Los cambios que afectan a las escuelas, los hospitales, los departamentos del gobierno y demás, a menudo conllevan la reconstitución de los roles institucionales en términos de contratos estrictamente definidos y, con mayor frecuencia todavía, suponen el representar de una manera contractual las relaciones entre las instituciones y entre los individuos y las instituciones (Freedland, 1994: 88). Un ejemplo de lo primero se da, pongamos, cuando los servicios médicos a los que se conceden fondos contratan compañías hospitalarias para proporcionar atención sanitaria a pacientes concretos, cuando antes esa atención la proporcionaba directamente el Servicio Nacional de Salud. Ejemplos del segundo tipo son las relaciones entre departamentos del gobierno central y las nuevas agencias ejecutivas del programa Next Steps—donde no existe contracto como tal, pero donde la relación entre los dos está regida por un "Documento de Base" de tipo contractual, que define las funciones y objetivos de la agencia, y los procedimientos mediante los cuales el departamento determinará objetivos para la agencia y controlará su consecución.
Así pues, la "contractualización"consiste típicamente en asignar la realización de una función o de una actividad a una unidad de gestión concreta—individual o colectiva—que se contempla como alguien a quien se pueden pedir cuentas de la realización eficaz de esa función o del desempeño de esa actividad. Al asumir una responsabilidad activa por estas actividades y funciones—tanto por su desempeño como por sus resultados—estas unidades de gestión están de hecho afirmando un cierto tipo de identidad o de personalidad, que es de carácte esencialmente empresarial. La contractualización requiere que estas unidades de gestión adopten una cierta forma empresarial de relacionarse consigo mismas "como condición de su efectividad y de la efectividad de esta modalidad de gestión" (Burchell 1993: 276). O, por decirlo con el lenguaje de Tom Peters (1992. 273), la contractualización "empresarializa" a los individuos y a las colectividades.
Como ha sostenido Colin Gordon (1991: 42-5), las formas empresariales de gobernanza, como la contractualización, suponen la reconceptualización de lo social concibiéndolo como una forma de lo económico. "Esta operación funciona", dice, "mediante la ampliación progresiva del territorio de la teoría económica por medio de una serie de redefiniciones de su objeto".
La función niveladora llevada a cabo por este proceso hace que instituciones, prácticas, bienes, etc., que antes eran diversos, se sometan a juicio y cálculo en términos exclusivos de criterios económicos—dando lugar a un dominio cada vez mayor de lo que Lyotard (1984: 46) denomina como "el principio de rendimiento". Sin embargo, sería erróneo ver este desarrollo como simplemente la última y más pura manifestación del auge irresistible del homo economicus.
Como ha indicado Gordon (1991: 43), el sujeto de la "empresa" es a la vez una "reactivación y una inversión radical" del "hombre económico" tradicional. La reactivación consiste "en sentar una capacidad humana fundamental, la de elección, como principio que capacita efectivamente al cálculo económico para barrer a un lado las categorías económicas y los esquemas de las ciencias humanas y sociales." La gran innovación se da, sin embargo, en la conceptualización del agente económico como una creación inherentemente manipulable. Mientras que originalmente el homo economicus se concibió como un sujeto cuyas motivaciones, la fuente de su actividad, eran en última instancia "intocables para el gobierno", el sujeto de la empresa se imagina como un agente "que está constantement respondiendo a las modificaciones de su entorno". Como señala Gordon, "El gobierno económico aquí se da la mano con el behaviorismo" (ibid.). El sujeto resultante es, en un sentido nuevo, no sólo una "empresa" sino "el empresario de sí mismo o de sí misa". En otras palabras, el gobierno empresarial "construye" al individuo como tipo de persona concreta—como "empresario de la propia identidad" (Gordon, 1987: 300).
Esta idea de una vida humana entendida como "empresa de la propia identidad" sugiere que sean cuales sean las cartas que el azar de las circunstancias haya repartido a una persona, él o ella se está siempre perpetuamente comprometida (aunque esté técnicamente "en paro") con esa empresa concreta, y que es "parte del negocio continuo de la vida el prever adecuadamente la conservación, reproducción y reconstrucción del propio capital humano de uno mismo" (Gordon, 1991: 44).
Como se considera que un ser humano está continuamente comprometido en un proyecto para dar forma a su propia vida como individuo autónomo, sujeto de elecciones, impulsado por el deseo de optimizar la valía de su propia existencia, la vida para esa persona se representa como una arena única y básicamente indiferenciada en la que llevar a cabo la consecución de dicho empeño. Como las formas de vida antes diferenciadas ahora se clasifican en primer lugar, si no exclusivamente, como "formas de empresa", las concepciones y prácticas de la personalidad a la que dan lugar tienen una consistencia notable. Al reimaginarse las escuelas, las prisiones, los departamentos del gobierno, etc., en tanto que "empresas", en todas partes se concede una prioridad mayor al "emprendedor" como tipo de persona. En este sentido, el carácter del emprendedor ya no puede representarse como uno má entre una pluralidad de personalidades éticas, sino que debe considerarse que asume una prioridad ontológica.
(Un ejemplo muy directo en la Universidad es el cambio que se dió durante los años 90 hacia la gestión de la investigación exclusivamente a través de "proyectos de investigación", y la gestión empresarial que se lleva a cabo de dichos proyectos, en términos de rentabilidad, organización del personal, promoción del "empresario-jefe" o director del proyecto... Pero este discurso y transformacion alcanza, como bien dice Du Gay, a todos los aspectos de la organización universitaria, a los departamentos o titulaciones concebidos como "proyectos" o "empresas a gestionar", y a las propias universidades como proyectos colectivos que han de justificar y gestionar su sostenibilidad en un entorno competitivo—perpetuamente revisables y condenados a desaparecer si no prueban continuamente su rentabilidad inmediata. Como señala la Dra. Penas, esto conduce a una desnaturalización y una destrucción de la noción misma de universidad—de la "idea de Universidad" que decía Newman. O Derrida. Si el fin es la rentabilidad y la sostenibilidad, pierden sentido y valor los fines tradicionales de la Universidad… la producción, sea de caramelos o de papel higiénico, es lo principal, y lo que justifica la continuidad de la empresa; los valores definibles mediante otros criterios—criterios de valor—quedan arrinconados.).
Esta concepción del individuo como "empresario del yo" está firmemente establecida en el centro de los programas contemporáneos de reforma de las organizaciones. A juego con la imbricación empresarial de economía y behaviorismo, los programas contemporáneos de reforma organizativa caracterizan al empleo no como una penosa obligación impuesta a los individuos, ni tampoco como una actividad que se desempeña para responder a necesidades puramente instrumentales, sino antes bien como un medio de desarrollo personal. El éxito de la organización se funda pues en que ésta comprometa los impulsos de auto-optimización de todos sus miembros, sea cual sea su papel formal. Esta ambición ha de hacerse practicable en el lugar de trabajo mediante una variedad de técnicas como son la "externalización" y los emolumentos por incentivos. Estos últimos, que se han extendido de modo dramático en el empleo público durante la década pasada, a menudo suponen el desarrollo de un "contrato" entre un empleado individual y su jefe de sección, según el cual la paga de un empleado se hace depender en mayor medida de si ha cubierto o sobrepasado determinados objetivos productivos (Millward et al, 1992: 268, 361; Marsden y Richardson, 1994).
Así pues, la gestión del desempeño de las funciones laborales y las técnicas relacionadas con ella conllevan una relación característicamente "contractual" entre los empleados individuales y la organización para la que trabajan. Esto supone "ofrecer" a los individuos que se impliquen en actividades—como el control de presupuestos, formación de personal, prestación de servicios— que antes se consideraban responsabilidad de otros agentes como inspectores o departamentos de personal. Sin embargo, el precio de esta implicación es que los propios individuos deben asumir responsabilidadesa para desempeñar esas actividades y por sus resultados. A tono con los principios constitutivos de la empresa entendida como una racionaliddad de la actuación de gobierno, la gestión empresarial y las técnicas a ella asociadas funcionan como formas de "responsabilización" que se consideran económicamente deseables y que a la vez "dan poder" a nivel personal.
La gobernanza empresarial de las organizaciones, por tanto, supone la reconstrucción de una amplia gama de instituciones y de actividades, en línea con los principios de la empresa comercial. A la vez, el garantizar que resulten óptimas ventajas de la reestructuración de las organizaciones en línea con los principios del mercado requiere producir de formas particulares de conducta por parte de los miembros de una organización. En este sentido, el gobierno de la vida de la organización al modo empresarial supone "inventarse" nuevas maneras de ser para la gente; se refiere a la importancia de que haya individuos que adquieran y exhiban ciertas actitudes y capacidades que sean "emprendedoras".
Refractada a través de la mirada de la empresa, la "cultura burocrática" aparaece como contraria al desarrollo de esas "virtudes" y por tanto a la producción de personas emprendedoras. La dedicación de los burócratas a normas de impersonalidad, de adherencia estricta a los procedimientos, y la aceptación de la subordinación y de la superordinación jerárquica se ve como algo antitético al cultivo de esas destrezas y sensibilidades empresariales que son la única garantía de un futuro "gestionable" y por tanto sostenible.
Mientras que los partidarios de la gobernanza empresarial no son aversos a admitir que las normas y técnicas burocráticas han demostrado ser eficaces y efectivas en determinadas circunstancias, está claro que creen que esas circunstancias ya no se dan, y que no es probable que se den en un futuro previsible. Lo que se deduce es que la supervivencia de las organizaciones y su florecimiento en los dislocados entornos del presente requieren el cultuvo de una competencia y un estilo empresariales adecuados, que a la vez sirva para que las organizaciones lleven a cabo su función, y para que las personas se conduzcan en el seno de esas organizaciones.
Como he expuesto antes, dado que el discurso de la empresa presupone que no hay ningún contexto organizativo que sea inmune a los efectos de la "globalización", da por hecho que organizaciones aparentemente diferentes—como hospitales, sociedades caritativas y de ayuda, bancos, departamentos del gobierno—tendrán que desarrollar normas y técnicas de conducta similares, porque si no lo hacen les faltará la capacidad para llevar a cabo los proyectos que desean. El apremio con el que se difunden estas afirmaciones transmite una impresión muy clara de que "No Hay Alternativa". Como declara enérgicamente Kanter (1990: 356), las organizaciones "deben o bien desplazarse abandonando las garantías burocráticas hacia una flexibilidad post-empresarial, o (...) estancarse—cancelando así por definición cualquier misión a la que se hayan comprometido".
Si bien una singularidad tan insistente tiene atractivos obvios—por decir sólo uno, ofrece el tipo de Weltanschauung fácilemente captable y comunicable que puede actuar como catalizador para el cambio—descuida el hecho de que la generalización de la forma de la empresa a todos los tipos de conducta puede de por sí servir para incapacitar la capacidad de una organización para llevar a cabo sus proyectos prioritarios, por la vía de redefinir su identidad y por tanto la naturaleza efectiva de sus proyectos.
En el sector público, que es una parte del gobierno y que por tanto debería estar sometido al imperio de la ley, las organizaciones se ocupan de cosas como la equidad y tratar los casos similares de manera similar. Esto no son valores que sean atendidos prioritariamente por las empresas comerciales, y no hay razón obvia por la cual deberían serlo. Sin embargo, son centrales para el gobierno y para el imperio de la ley en los regímenes democráticos liberales. Hay aquí un claro peligro de que la introducción de principios empresariales en las organizaciones del sector público pueda socavar esos principios básicos del servicio público, y esto sirve para destacar el hecho de que en las sociedades democráticas liberales hay buena razón para suponer que los mercados tienen límites políticos y morales, y que "trazar algunos de los límites de los mercados también supondrá poner a la empresa en su lugar legítimo" (Plant, 1992: 86).
El empresarialista puede replicar que sin "activar empresarialmente" las organizaciones del sector público, las libertades e igualdades que los ciudadanos dan por sentadas podrían tener costes inasumibles; pero este argumento una vez más supone que la generalización de formas empresairales a la gestión de la administración pública, por ejemplo, no afectará a la identidad ni a la integridad de la administración pública, sino que simplemente la hará "funcionar mejor". Sin embargo, en lo referente al informe de la Comisión de Cuentas Públicas, es extremadamente problemático dar por sentado que la identidad de un ámbito de actividad puede permanecer igual cuando sus principios organizativos básicos sufren una alteración fundamental.
En lugar de simplemente aceptar la posición de que la "empresarialización" que hoy se está dando en el sector público es una evolucón uniformemente positiva además de inherentemente necesaria, pretendo proponer una perspectiva que no está muy de moda, a saber, que hay diversas razones políticas y éticas importantes para representar a la burocracia como la forma de organización del sector público más eficiente y eficaz. Al presentar argumentos para sostener esta postura, empezaré por especificar en qué consiste el ethos burocrático, indicando a qué tipo de concepciones y prácticas de la personalidad da lugar la burocracia, y delineando la relación entre éstas y lo que Michael Walzer (1984) denomina "el arte liberal de la separación".
La función pública como vocación
La idea de que las organizaciones del sector público necesitan una reforma ha adquirido un status casi axiomático. En qué medida y en qué direcciones, sigue siendo un asunto bastante debatido. En años recientes hay un enfoque concreto que se ha vuelto dominante, y es este enfoqu el que subyace a muchas de las reformas del sector público que ahora están teniendo lugar a lo largo y ancho de las economías "avanzadas".
A este nuevo modus operandi se le denomina con frecuencia la "Nueva Gestión Pública", y más recientemente la "gobernanza emprendedora". Según dos de sus promotores más a de moda —Osborne y Gaebler, 1992: 19-20)— la "gobernanza emprendedora" consiste en diez "principios esenciales" que se engarzan entre sí para "reinventar" el sector público:
(Puesto así es bellísimo, claro. Y me suena mucho como un plan que, si no en toda su pureza, es el que viene orientando la política universitaria que nos afecta desde hace años. En interferencia, eso sí, con las actitudes y normativas burocráticas tradicionales. Se me ocurre que el conflicto docente que nos ha enfrentado durante cinco años con el departamento de Filolología Inglesa y la coordinadora de su máster, en la Universidad de Zaragoza, puede leerse en en parte en estos términos. Se nos ha vendido el Plan Bolonia como un nuevo modelo de gestión, en el que dejaban de valer las normas administrativas tradicionales, en aras de una mayor Calidad y Competitividad. Así, la empresarial catedrática ha gestionado su Máster, en parte, como si de un proyecto privado se tratara, ignorando por ejemplo las normativas administrativas para la selección de profesorado. Al final (por lo de las interferencias) intervinieron los tribunales, y hubo que deshacer todo lo hecho. La clave del asunto venía siendo que se primaba indebida y desproporcionadamente la pertenencia a grupos de investigación. La pertenencia obligatoria a grupos que recibían proyectos subvencionados. Naturalmente, aparte de la buena gestión empresarial y competitiva, en esta dinámica de grupos de investigación convergían los intereses tradicionales de camarillas burocráticas por promoverse a sí mismas, amén de actitudes feudales más primitivas todavía. Pero esto tiene lugar en un ambiente de notable confusión administrativa, en el que los gestores universitarios han dado una especie de manga ancha o carta blanca a los gestores locales... un laissez-faire normativo en el que el catedrático venía a dictar las normas en su propio corrillo, como en los viejísimos tiempos— Y eso, ¿por qué? Quizá porque aparte de generar gasto, generaban dinero. Primar a los grupos subvencionados era la idea original y la piedra de toque de todo el plan (que por fin se ha visto desautorizado). Naturalmente, esto no era un proyecto empresarial puro, pues estamos hablando de un contexto de subvenciones procedentes de organismos públicos que tienen sus propias historias burocráticas detras... y además nada hay más codiciado que infiltrarse en los organismos de concesión de proyectos y acreditaciones, CNEAIs, ANECAS, y demás, y controlar hacia dónde van los fondos y recursos, si es posible hacia mi grupo o sus aliados. Pero todo el entorno universitario actual, con la precariedad de financiación de la Universidad de Zaragoza, las maniobras de reducción de costes del Gobierno de Aragón, el desarrollo del Espacio Europeo/plan Bolonia, etc., la promoción de competitividades y ránkings entre las universidades, y las continuas noticias y planes anuales al respecto... todo crea un ambiente de competencia agudizada, en el que interesan las enseñanzas que sean si no rentables, al menos no inmediatamente gravosas. Interesa primar las actuaciones que atraen fondos a la Universidad. E interesa recortar las enseñanzas no demandadas —suprimiendo asignaturas optativas minoritarias, promoviendo titulaciones poco académicas pero sí rentables, etc. Y los estudiantes, desde luego, se conceptualizan como clientes desde hace tiempo, con los sistemas de evaluación de las titulaciones y la competencia instalada entre los distintos estudios. Sometiendo, en suma, la Universidad a la ley del mercado, de la oferta y la demanda, como criterio si no todavía único, sí mucho más prominente de lo que venía siendo en el burocrático sistema anterior).
El blanco principal de la "gobernanza empresarial"—es decir, aquello en oposición respecto a lo cual se define—es la burocracia del sector público. Ésta se representa como el enemigo de la "buena gobernanza" por muchas de las razones antes esbozadas. Por jemplo, el "modelo burocrático" se ve como inadecuado a la dinámica del "mercado global", de la "era de la información" y de la "economía basada en el conocimiento", al ser demasiado "lento, ineficaz e impersonal" para responder a sus imperativos. (1992: 14-15).
Aunque quienes abogan a favor de la gobernanza empresarial, como Osborne y Gaebler, son críticos con todas las formas de conducta burocrática, lo que recibe algunas de las críticas más duras es lo que se considera como la incapacidad de la burocracia para implicar la acción personal y los ideales de las personas—para "darles poder".
Según Osborne y Gaebler (1992: 38) muchos empleados de las organizaciones burocráticas "se sienten atrapados":
Puede uno reconocer una cierta dosis de verdad en su afirmación inicial—que la organización burocrática puede crear, y a menudo crea, problemas de "motivación" para los individuos, en particular para los que se hallan en los peldaños inferiores de la jerarquía—pero parecen desatender el hecho de que algunas formas de organización tienen "defectos" como resultado de producir "virtudes" políticamente deseadas. Las normativas y reglamentos contra los que protestan Osborne y Gaebler no se inventaron con el propósito único de inhibir la actividad emprendedora individual, sino para impedir la corrupción y para asegurar la equidad, la probidad y la fiabilidad en el tratamiento de los casos. El arrojar por la borda normativas y reglamentos a la búsqueda de la innovación empresarial no erradicará los problemas sino que simplemente los cambiará. En lugar de ofrecer una situación de permanentes "ganancias frente a ganancias", en oposición a una situación burocrática en la que "nunca se gana nada", las formas empresariales de conducta manifiestan tanto "virtudes" como "defectos". La cuestión es si en el balance global los "defectos" asociados con la administración ordenada, cauta y fiable son más generalmente aceptables que los asociados con un estilo más creativo, arriesgado y empresarial (Jordan, 1994; du Gay, 1994).
Una cosa es segura: quienes abogan por la gobernanza empresarial no pueden ni siquiera concebir la cuestión en estos términos. Parecen incapaces de representar a la "burocracia" en términos que no sean negativos. La incitación a los lectores a que alimenten un "odio público y apasionado a la burocracia" (Peters, 1987: 459) deja poco espacio para ninguna evaluación positiva de la conducta burocrática. De hecho, textos como los de Osborne y Gaebler (1992) o Peters (1987, 1992), les dicen a sus lectores muy poco sobre la organización técnica, ética o social de las instituciones burocráticas, y punto. En lugar de eso, su papel principal parece ser representar la diferencia entre la la ética vocacional del burócrata y la del empresario, desde la perspectiva de los principios empresariales. En lugar de describir el ethos de la función pública, la crítica empresarializante busca evaluar la burocracia en términos de la incapacidad de ésta paa realizar objetivos que sólo le son impuestos por la empresa.
Delineando el ethos burocrático
Según los promotores de la gobernanza empresarial, la burocracia está desacreditada tanto económica como moralmente. Sostienen que la organización burocrática significa siempre con toda probabilidad costes humanos, y por tanto financieros, puesto que el privilegio que concede a la "racionalidad instrumental" conlleva simultáneamente la represión y marginalización de su Otro—lo personal, lo emocional y demás.
Según esta interpretación, la organización burocrática se basa en una serie de exclusiones "fundacionales" cuya "presencia ausente" irrumpe a la superficie de la organización en la forma de una serie de "disfunciones" que sumadas la invalidan. Para respaldar esta afirmación, los abogados de la gestión empresarial continuamente señalan, entre otras cosas, a lo que ven como faltas de compromiso, de motivación y de identificación en la fuerza laboral burocrática, faltas que atribuyen directamente a los sistemas "racionalistas", "que aprecen calculados para destruir la auto-imagen de sus empleados" (Peters y Waterman, 1982: 57).
La ineficiencia, el despilfarro y la inercia son relacionadas directamente con el hecho de que la organización burocrática no funciona como un instrumento de "auto-optimización" para sus miembros. En lugar de eso, su "esencia" misma se percibe como basada en una separación de "la razón y de la emoción" y de "el placer y el deber", que es desastrosa para la salud productiva de la nación, de la organización, y para el carácter moral y emocional de los individuos empleados.
Aunque al defender su argumentación la crítica empresarializante instrumentaliza algunos elementos (muy seleccionados) de la obra del más importante teorizador de la cultura burocrática, Max Weber—en concreto aquellos párrafos en los que se ve la burocratización como equivalente a un proceso general de desencanto y de deshumanización: la infame "jaula de hierro" de la burocracia—sus conclusiones sobre los defectos éticos de la burocracia son de hecho precisamente las contrarias de las expresadas por Weber.
En su estudio clásico sobre la cultura burocrática, Weber (1968) se niega a caracterizar el carácter impersonal, experto, procedimental y jerárquico de la razón y de la acción burocrática como ineficaz y moralmente desacreditado. Antes bien, deja bien claro que la función burocrática consiste en un ethos concreto, o lo que él llama Lebensführung—no sólo un conjunto de propósitos e ideales en el seno de un determinado código de conducta, sino también modos y maneras de conducirse en un determinado "orden vital". Insiste que la función burocrática debe ser juzgada en sus propios términos como una institución moral específica, y que los atributos éticos del burócrata deben contemplarse como logros contingentes y a menudo frágiles de esa esfera de existencia moral socialmente organizada.
Según Weber, la burocracia comprende las condiciones sociales de una organización de la persona que es distintiva e independiente. Entre las más importantes de esas condiciones están: que el acceso al puesto público depende de una larga formación en una especialización técnica, normalmente certificada por un examen público; y que la función pública misma constituye una "vocación", un foco de compromiso ético y de deber, con autonomía (y superior) frente a los lazos extraoficiales del burócrata a su clase, parentela o conciencia. En el análisis que Weber hace de la burocracia, estas condiciones definen a la función burocrática como un departamento específico de la vida social, y le proporcionan al burócrata un porte ético, y unas modalidades de conducta, específicos.
Los atributos éticos del buen burócrata—la estricta adherencia al procedimiento, la aceptación de la jerarquía superior e inferior a él, la dedicación a los propósitos de su puesto— no representan una sustracción incompetente efectuada sobre una concepción empresarial de la persona "completa". Antes bien, deberían contemplarse como un logro moral positivo en sus propios términos. Representan el producto de determinadas técnicas y prácticas éticas mediante las cuales los individuos desarrollan la disposición y la capacidad de conducirse según el ethos del puesto público burocrático (Hunter, 1991; Minson, 1993).
En lugar de apoyar el estereotipo empresarial que entiende a la burocracia como enemiga de la realizacion personal, Weber señala la especificidad histórica del carácter "racional" de la burocracia. En lugar de representar la negación de la implicación personal en el desempeño del puesto, o la posibilidad de derivar un placer personal de eso, el énfasis de Weber (1968: 359) en la naturaleza "impersonal", "funcional" y "objetiva" de las normas y técnicas burocráticas se refiere simplemente a dejar a un lado las formas pre-burocráticas de clientelismo (...)
(Inciso. En nuestro departamento de la Universidad de Zaragoza nos ocupó largos años un contencioso administrativo, defendiendo las atribuciones de nuestro puesto docente frente a una gestión de corte "empresarializante" promovida por los catedráticos. Estos querían organizar el acceso a la docencia sobre la base de la pertenencia a sus grupos de investigación—prioritariamente sobre los criterios "burocráticos" del puesto, jerarquía y otros méritos de los profesores. Y aquí denunciamos repetidamente, de hecho, que los "nuevos" criterios de Calidad, de Competitividad, etc. que invocaban dichos catedráticos, entroncaban de manera más que sospechosa con "viejos modos" que no eran sino clientelares y feudales: los catedráticos se reservaban el derecho de dar prioridad en los puestos a quienes les rendían pleitesía y apoyo perteneciendo a sus grupos de investigación—frente a profesores superiores jerárquicamente (y en méritos, por cierto) pero que no pertenecían a esos grupos. Es decir: el clientelismo y el favoritismo, plaga de la función pública y que pervierte sus principios, adoptaba aquí la retórica de la Calidad y de la Competitividad, típicas de la Gobernanza Empresarial, para seguir perpetuando esas relaciones en un ecosistema cambiante. Y continuamos en el mismo párrafo:)
(...) Lo que ha de excluirse como "irracional" mediante esta forma de conducta no son los sentimientos personales de por sí, sino una serie de prerrogativas e intereses "privados" de grupos, que "gobernados como estaban por un ethos enteramente distinto, en otros tiempos se habían considerado una conducta legítima y 'razonable'" (Minson, 1991: 15). El ámbito normativo de la racionalidad burocrática es muy particular. Como observa Weber (1968: 973) observa: "esta administración libremente creativa no constituiría un ámbito de acción y discrecionalidad libre y arbitraria, de favor y valoración personalmente motivado, como el que encontramos en las formas pre-burocráticas".
Weber procede a indicar que la racionalidad burocrática no funciona de manera que excluya todos los sentimientos de la existencia en las organizaciones. Semejante acusación (lanzada por quienes abogan por la empresa, entre otros muchos) pierde de vista por completo el hecho esencial de que la cultura burocrática no engendra antipatía hacia las relaciones personales o emocionales en el seno de la función pública en tanto que éstas no abran camino a la posibilidad de corrupción, por ejemplo mediante el uso inadecuado del clientelismo, la tolerancia a la incompetencia, o la traición a la confidencialidad. Como arguye Minson (1993: 135), "la suposición de que existe una antipatía esencial entre la burocracia y las relaciones informales, como la amistad, se basa en una identificación romántica de tales relaciones con verse libre de sujeción a normas, con la atracción espontánea, con la intimidad, y la libre elección". Por tanto, cuando Weber describe la conducta burocrática como algo que impide las acciones "personalmente motivadas" es importante no seguir aquí a los promotores de la empresarialización, que extienden la intención de Weber fuera de su ámbito propio, relativo al ejercicio del clientelismo personal, para referirla a una exclusión universal de los ámbitos personales o "privados".
En un paso similar, Weber también indica que lejos de ser moralmente y emocionalmente vacuos, los modos de conducta "formalmente racionales" sí que tienen una base ética. Como ha argumentado Charles Larmore (1987: xiii-xiv), el concepto de "racionalidad formal" de Weber ha sido indebidamente apropiado de manera continuada, y se le ha hecho servir para unas funciones que nunca estuvieron en sus intenciones. Se diferencia de su concepto gemelo de "racionalidad sustantiva" no por el hecho de ser estrechamente "instrumental" y dependiente de fines asignados arbitrariamente—como sugieren los abogados de la empresarialización—sino por tener en cuenta la heterogeneidad de la moralidad. En otras palabras, mientras que es cierto que el ethos asociado con la racionalidad formal sí se basa en la premisa del cultivo de la indiferencia a ciertos objetivos morales, esa misma indiferencia se predica sobre la base de una consciencia de la pluralidad irreducible, y de la frecuente inconmensurabilidad, entre creencias morales que son objeto de adhesión apasionada—y por tanto, sobre los posibles costes morales de atenerse a cualquiera de entre ellas. Vista en este marco, la racionalidad formal va asociada no al desarrollo de un instrumentalismo amoral, sino al cultivo de una "ética de la responsabilidad" pluralista y liberal, que sí tiene en cuenta las consecuencias de intentar realizar unos valores esencialmente contestables y que frecuentemente entran en conflicto con otros valores.
En este sentido, la función burocrática representa un importante instrumento ético y político en los regímenes democráticos liberales, porque sirve para efectuar una separación entre la administración de la vida pública por una parte, y el absolutismo moral privado por otra. Se ha convertido, como indica Larmore (1987: 41-2) en "una condición de libertad", porque permite "una separación significativa y liberadora de lo público y de lo privado". Sin la emergencia de la esfera ética de la burocracia y del rol del burócrata, jamás habría sido posible establecer un amortiguador entre las virtudes cívicas y los principios personales (uno de los principios constitutivos de la democracia liberal moderna). Como arguye Michael Walzer (1984: 320), el "arte liberal de la separación" que desempeña la burocracia es una fuente de pluralismo, igualdad y libertad:
Empresarializando la burocracia: La empresa y la gestión pública
El ethos de la función pública, junto con su punto de honor principal, que es la capacidad de dejar a un lado los otros compromisos privados de uno, políticos, morales, regionales y de otro tipo, no deberí contemplarse como algo obsoleto.4 Sigue en pie, por tanto, la cuestión de qué efecto posible tendrá sobre este ethos un desplazamiento hacia formas de gestión empresariales.
La identidad misma de la gobernanza empresarial se constituye como una oposición a la cultura burocrática. Quienes abogan por la empresa tienden a representar a la burocracia en un lenguaje que no deja lugar para evaluaciones positivas. Sin embargo, sólo es posible comenzar a contestar la pregunta arriba formulada indicando las maneras en que las normas y técnicas de la gobernanza empresarial podrían suponer una amenaza para el "arte de la separación" burocrática.
Según la filósofa Amélie Rorty (1988: 7), el arte liberal de la separación queda socavado, con frecuncia, cuando las prioridades de un contexto determinado de ordenación vital se imponen sobre otros ámbitos diferentes de la existencia. El discurso de la empresa está implicado precisamente en ese tipo de "opa hostil", intentando como lo hace que distintos tipos de ámbitos éticos queden reducidos a un mismo método de gobernanza.
El rasgo definitorio de la gobernanza empresarial es la generalización de la forma de la empresa a todas las formas de conducta: públicas, privadas, voluntarias, etc. De este modo, una determinada concepción de la persona como emprendedor, que se deriva de un determinado ámbito de la existencia y pertenece propiamente a él (el ámbito vital del mercado) se impone sobre otras esferas de la vida (cada una de las cuales ha dado lugar a su propia concepción y sus propias prácticas y modalidades de persona). Esto difumina los límites entre las diferentes esferas de la existencia y, a mi entender, las libertades e igualdades que se basan en el "arte de la separación" quedan puestas en entredicho.
Como argumentaba Weber (1968: 1404), el ethos que gobierna la conducta del "burócrata", el del "empresario" y el del "político" no son idénticos. Al examinar los distintos tipos de responsabilidad que estas "personas" tendrían por sus acciones, Weber insistió en la irreducibilidad de diferentes ámbitos de la vida ética y en la necesidad concomitante de aplicarles diferentes protocolos éticos:
(Siendo los catedráticos funcionarios, tienen también fama de ser un cargo político infiltrado en la academia—no necesariamente de la gran política, pero sí desde luego de la búsqueda de poder y de influencia. Así, no es sorprendente que sean los catedráticos los mayores promotores de la gobernanza empresarial—sus instrumentos y sus capataces—máxime cuando esta nueva gobernanza entronca con viejas tradiciones feudales que también casan mal con el arte liberal de la separación a que se refiere du Gay. No cabe duda de que las separaciones entre político, funcionario y empresario señaladas por Weber son hasta cierto punto ideales, y que política hay en todos los ámbitos de la vida, y políticos también—pero hay grados. En la academia, son los más políticos quienes llegan a catedrático, y quienes son detectados por otros catedráticos como los que pueden pertenecer al club. Y esto se hace detectando en los candidatos su disposición al intercambio de favores mutuos, y al respeto del feudo ajeno—o sea, precisamente por la corrupción de su papel como funcionarios. Y la hipotética promoción a cátedras es el mejor instrumento de manipulación de que los que ya son catedráticos disponen, para torcer las voluntades de funcionarios ya aposentados, y tentarlos con el intercambio de favores).
Al exigir —en nombre del "mercado", del "cliente" o de lo que sea— que la conducta ética del administrador público se juzgue según el ethos de la emprendedor, el discurso de la empresa exige a los burócratas del sector público que asuman el rol de hombres de negocios. Como aduce Larmore (1987: 99), semejante "confusión de ámbitos" puede tener consecuencias desastrosas. Al buscar instilar un fuerte sentimiento de "propiedad" personal para determinadas políticas entre los administradores públicos, por ejemplo, quienes promueven a los "emprendedores" (Osborne y Gaebler 1992) parecen haber perdido de vista por completo el crucial papel cívico y ético de la función pública a la hora de separar la administración pública de los entusiasmos morales personales.5
(A este respecto, casi no hace falta añadir que en la Universidad española, no hay que esperar a la Gobernanza Empresarial para que determinados departamentos, o "cátedras" como los llaman aún algunos, o determinados programas, se vean como una cuestión de propiedad personal de la figura en cuestión que resulte ser el mandamás de determinado corral. Es curioso que desde las propias administraciones universitarias se conocen estas actitudes, y se promueven por la vía de no ponerles coto. En mi propio departamento, repetidamente he tenido que oír que mi departamento pertenece en realidad a tal persona catedrática, o que el máster es el máster de Cual... y no sólo he tenido que oírlo, sino tambien hay que apechugar día a día con las consecuencias de estas actitudes y presuposiciones. A esto me refiero cuando digo que la Gobernanza va a encontrar terreno abonado para estas políticas de implicación personal, por no decir de apropiación personal de ámbitos de actuación públicos—si bien en este terreno abonado va a toparse con un ingrediente de continuidad con el feudalismo que no sé si entrará en los cálculos de quienes promueven la Gobernanza, pero que desde luego nunca aparece reconocido como un posible problema en sus entusiastas planteamientos. Añádase a esto que cuando hablamos de empresa en la Universidad pública, habría que ponerlo muy entre paréntesis, pues es una empresa fuertemente subvencionada—la habilidad empresarial estriba no tanto en atraerse clientes, como en lograr que sigan derivándose fondos públicos al ámbito en cuestión, aduciendo su valor estratégico, su papel cultural, o su ubicación estructural).
Semejante "olvido" se inscribe en el marco de demasiadas de las reformas del sector público que están teniendo lugar en la actualidad en todas las sociedades democráticas liberales. En el Reino Unido, por ejemplo, la introducción de normas y técnicas "empresariales" en la función pública como resultado de la iniciativa Next Steps ("Próximos Pasos") parece destinada a socavar el ethos burocrático. Los funcionarios de alto nivel, según parece, se ven cada vez más alentados a adoptar un estilo "yo puedo" de conducta, caracterizado por "una actitud decidida y una capacidad de sacar los asuntos adelante, en lugar del estilo más tradicional que pone mayor énfasis en el análisis de opciones y en recomendaciones de actuación basadas en ese análisis" (RIPA, 1987). El peligro obvio aquí es que a los empleados públicos se les exige ahora que desarrollen entusiasmos "personales" hacia determinadas políticas y proyectos, y como consecuencia el "ethos de responsabilidad" burocrático (liberal y pluralista) se está erosionando. Como ha comentado Richard Chapman (1991b: 3) en relación a estas reformas, "El énfasis que se pone en el carácter emprendedor, en la iniciativa, y en un estilo de gestión más empresarial (...) parece estar extrañamente en desacuerdo con las expectativas de los funcionarios que trabajan en una burocracia".
El paso central de Next Steps—la sustitución de una función pública "unificada" para reemplazarla por una multitud de agencias "autónomas"—está explícitamente representado como una manera de empresarializar el sector público. (Esto de las "agencias autónomas" no sólo nos recuerda en España a todas las privatizaciones y "externalizaciones" por capítulos de antiguos servicios centrales del Estado—Hacienda, Renfe, Telefónica, Correos, Aena, etc... sino a otro fenómeno emparentado con éste que ha tenido lugar en la Universidad: la profusión de agencias evaluadoras, ANECAS, Anequillas locales, CNEAIs, etc. para organizar la competitividad del sector público, la adjudicación de incentivos a la producción, de ayudas a proyectos, etc. Y, de modo más general, la orientación exclusiva de los fondos de investigación no a través de las estructuras de las universidades, sino únicamente a través de "concursos" de proyectos. La proliferación de universidades privadas que ofrecen títulos oficiales es otra cara de este proceso. En el futuro, al igual que la Academia Militar de Zaragoza llegó a contratar a una empresa de seguridad privada para controlar la seguridad en la Academia y vigilar y proteger a los soldados (¡!), el Estado planificará —sin duda a través de una agencia de éstas— las características de los servicios educativos, titulaciones, etc. que haya que ofrecer al ciudadano, y seleccionará a las empresas educativas que hayan de ofrecerlos, ya completamente externalizados, tras un concurso que ganará quien mejor recorte gastos). Se aduce que las "nuevas" agencias están estructuradas para permitir que los funcionarios públicos "obtengan una sensación de propiedad y de identificación personal con el producto" (Goldsworthy, 1991: 6). Antes que buscar moderar los entusiasmos perfectamente comprensibles de los funcionarios públicos hacia determinados proyectos y políticas, el sistema de las agencias parece diseñado para incitarlos.
(Ver aquí dos comentarios jocosos más, de mi blog, sobre esta cuestión de los proyectos y equipos de proyectistas. Uno: IDI OT; otro: Esto apesta; otro: Investigaciones oficiales; y otro: Investigación en grupo... o tribu. José Carlos Bermejo Barrera ha comentado certeramente la extraña lógica que produce la interferencia de criterios financieros y competitivos en el seno de la función pública, hablando del "capitalismo imaginario" de los proyectistas universitarios).
Los defensores de estas reformas parecen incapaces de imaginar que la gestión empresarial y la administración pública no son idénticas en todo punto. Aunque sí hay un sentido en el que el estado y la empresa privada son tanto uno como otro "empresas" racionales—deliberada y explícitamente dirigidas a la promoción de objetivos y fines de una manera eficaz y efectiva—la administración pública difiere de de la gestión empresarial ante todo por las restricciones impuestas por el entorno político en el seno del cual los procesos de gestión se llevan a cabo. Como ha sostenido Neville Johnson (1983: 193-4) entre otros:
El representar a la burocracia simplemente en términos económicos como una forma ineficaz de organización, no tiene en cuenta el papel ético y crucial de la función pública en las sociedades democráticas liberales. Si la burocracia ha de reducirse o abandonarse, y se va a adoptar una modalidad de gestión empresarial, entonces ha de reconocerse que aunque la "eficiencia económica" podría mejorar a corto plazo, entre los costes a largo plazo asociados con esta aparente "mejora" podrían encontrarse la equidad, la probidad, la igualdad compleja, y otros rasgos "cualitativos" cruciales del gobierno democrático liberal. Como aduce Chapman (1991a: 17):
No hay peligro de que olvidemos los desastres y riesgos a que son proclives las democracias si de vez en cuando hacemos memoria de las amenazas contra las que nos protegen—entre otras, la que plantea un empresarialismo desbocado.
Observaciones finales
Bien puede ser que haya motivos apremiantes para hacer que ciertas burocracias respondan más al los públicos a los que sirven. También es posible que determinados enfoques "emprendedores" a este proyecto no carezcan de mérito—ciertos servicios de entre los que ahora proporcionan las burocracias estatales podrían quizá estar mejor gestionados por organizaciones cívicas, de forma que se potenciase, en lugar de ponerse en peligro, el arte liberal de la separación. Sin embargo, estas decisiones deberían tomarse atendiendo caso por caso. El admitir la sagacidad de este paso en un caso no significa que todos los servicios puedan o deban eliminarse de las burocracias públicas para entregarlos a organizaciones cívicas. Alimentar el deseo de que sí debería hacerse esto es perder de vista el crucial papel ético y político de la función pública a la hora de separar la administración pública del absolutismo moral.
La burocracia pública es una institución clave de las sociedades democráticas liberales. Las reformas de esta institución—por ejemplo las reducciones de su tamaño y costes—pueden ser bienvenidas, en tanto no socaben su papel ético y político arriba expuesto.
De modo paralelo, el sostener que hay límites claros para la eficacia de la difusión de normas y técnicas empresariales en el sector público no supone decir que semejantes formas de gobernanza sean uniformemente malas. Quiere decir simplemente que esas normas y técnicas, y las concepciones de la persona a que dan lugar, no deberían imponerse de modo unilateral en otros ámbitos de la existencia.
Sectorializadas de modo adecuado, tanto la forma burocrática de gestión como la empresarial pueden conciliarse, aunque nunca sea de manera definitiva. No será de manera definitiva porque el "arte de la separación" democrático liberal nunca consigue lograr algo parecido a la sectorialización total. Dado que las fronteras son ambiguas, siempre pueden ser trazadas de nuevo aquí o allá, de modo experimental y a menudo equivocado. Es el riesgo inevitable de la democracia liberal. Como ha expuesto Lefort (1988: 19), el surgimiento de los regímenes democráticos liberales significa "la disolución de los marcadores de certidumbres".
Sin embargo, aun en los casos en que las separaciones sí se mantienen, siempre han de estar en tensión, puesto que los hábitos de acción característicos de los diferentes "ámbitos" constitutivos tenderán a entrometerse uno con otro. Es dudoso que lleguen jamás a estabilizarse las líneas fronterizas, y el carácter cambiante de los estados y de los mercados requiere, en cualquier caso, su revisión constante, "de modo que no hay final previsible a la debate y a la lucha por la demarcación de los límites" (Walzer, 1984: 328-3).
Notas
1. William Waldegrave, el ministro responsable de administraciones públicas, admitió que "le resultaba muy reconfortante el decidido apoyo expresado en el informe al convencimiento por parte del Comité de Cuentas Públicas de que no hay en absoluto ninguna contradicción entre las nuevas estructuras de eficiencia que hemos incorporado y el mantenimiento de los estándares adecuados" (citado en el Guardian del 28 de enero de 1994, p. 1).
2. Es interesante observar que la burocracia siempre se representa como una forma enteramente pasiva. Jamás hay reconocimiento alguno de las capacidades productivas de las organizaciones burocráticas—del hecho de que la "burocracia" construye activamente un entorno predecible, en lugar de simplemente "acomodarse" a algún espacio estable ya existente.
3. A este respecto hay que recordar que en el momento en que surgió—en la época de las guerras religiosas llevadas a cabo en nombre de absolutos morales— la capacidad de la burocracia consistente precisamente en divorciar la administración pública de los entusiasmos morales privados, fue lo que ayudó a establecerla como el instrumento privilegiado de las políticas gubernamentales pragmáticas. La capacidad burocrática para establecer un amortiguador entre los principios personales y las virtudes cívicas es un logro político siempre fácil de subestimar. (Querría agradecer a Ian Hunter el hecho de atraer mi atención sobre este punto y sobre el siguiente).
4. Piénsese en los escenarios políticos en los que la conducta pública y los ideales personales no están divorciados—entre ellos la antigua Yugoslavia y el Líbano. Es demasiado fácil, sobre todo para los "radicales" de las ciencias humanas y sociales, olvidar que la capacidad que tiene la burocracia de divorciar la política de los principios absolutos es un logro histórico contingente y frágil, que no deberíamos dar por sentado quienes vivimos en sociedades pacificadas.
5. Hay varios ejemplos famosos de los desastres que pueden acaecer cuando los funcionarios públicos actúan de formas propias de un empresario o de un político. Con respecto a la administración pública británica, puede verse por ejemplo la exposición que hace Richard Chapman del caso de Crichel Down. (Y para un caso local, hispano-zaragozano, aquí está el "Epílogo al Asunto"— comentario sobre un contencioso administrativo que nos enfrentó, en la Universidad de Zaragoza, a los profesores que sin éxito solicitábamos docencia en un máster oficial gestionado de modo altamente "empresarial", "competitivo" y "personalista"—un caso que se resolvió, al cabo de cinco años, cuando un juez ordenó aplicar los criterios generalmente vigentes en la función pública, y no los criterios "de calidad competitiva" generados por la propia unidad para uso interno).
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