Me gusta muchísimo la última novela de Antonio Muñoz Molina, La noche de los tiempos—entre otras cosas por el juego de la memoria en la narración. Está escrita inspirada en los pensamientos y asociaciones y recuerdos del protagonista Ignacio Abel, en "la noche de los tiempos", el principio de la guerra civil, cuando se han derrumbado, además de su país, su matrimonio con Adela y su aventura amorosa con Judith. El contraste entre presente y pasado, la diferencia irónica de perspectivas que da el paso del tiempo, está llevada de modo magistral. Por ejemplo en esta escena en la que Ignacio se recuerda (recuerdo sobre recuerdo) mirando fotos encerrado solo en su piso de Madrid, antes de poder escapar al exilio. Y las fotos tienen la propiedad de ir cambiando de significado con el tiempo. Como todo, pero más que ninguna otra cosa quizá, son víctimas de la distorsión retrospectiva—por el contraste brutal entre el tiempo entre ellas contenido y el que las rodea al contemplarlas años después de haber sido hechas. Son los álbumes de fotos, como las cartas viejas, una de esas estelas narrativas que vamos dejando por el tiempo, autobiografías espontáneas que generamos casi sin darnos cuenta, y que muchas veces no tienen otro lector distinto de ese dios imaginario que archiva todo lo vivido. Pero todos volvemos a releernos al menos en parte, al repasar fotos viejas:
Con qué cuidado las había clasificado Adela, álbum tras álbum, desde las fotos más formales de estudio de los primeros años a las tomadas con una cámara Leica que ella misma le había regalado a su marido en uno de sus cumpleaños más recientes, y que él usaba sobre todo para tomar fotografías de los proyectos en marcha (la cámara que llevó en su viaje de tres días al sur con Judith Biely; con la que hizo las fotos que guardó luego en el escritorio que cerraba siempre con llave).
Quizás Adela habría tardado en darse cuenta de lo que Ignacio Abel advertía ahora pasando las hojas de dura cartulina a la luz débil de una lámpara en la casa donde él ahora era el único habitante, en la que las figuras de las fotos habían cobrado una repentina cualidad de fantasmas, como de personajes muertos hacía mucho tiempo, tan ajenos parecían al tiempo presente, al Madrid en sombras de las noches de guerra (alumbrado tan sólo por faros de automóviles veloces, solitarios, que aparecían de pronto al fondo de una calle, que se detenían con el motor en marcha junto a un portal del que se vería salir al cabo de un rato a un hombre en camiseta o en pijama, a veces descalzo, con el aturdimiento del sueño reciente y del pánico, con las manos atadas, empujado a culatazos, custodiado por pistolas y fusiles). Cegada voluntariamente por el amor, Adela no se habría fijado al principio en la expresión que él tenía en todas las fotos, incluso las primeras que le mandó como recordatorios cuando se comprometieron, o las del día de la boda, o los retratos que se hicieron juntos por capricho de ella en un estudio de la Gran Vía, al poco tiempo de casarse, cada uno acomodado en un sillón antiguo, delante de un paisaje pintado, él con las piernas cruzadas y mostrando los botines, ella con un libro en una mano y la barbilla descansando en el dorso de la otra, con una sonrisa indolente en la que podía advertirse lo que en ese momento aún no sabían ninguno de los dos, que estaba embarazada. En la cara de él había un gesto como de no estar del todo allí, la mirada vuelta hacia un lado o fija en un punto intermedio del aire, en un ensimismamiento del que ni él mismo se daba cuenta, pero que ya estaba, tan pronto, teñido de fastidio. Pero quizás se engañaba, mirando las fotos quince años más tarde; quizás, por falta de buena memoria o de la imaginación suficiente para verse a sí mismo en lo que a todos los efectos era otra vida, atribuía al hombre más joven de entonces una desgana precoz que aún tardaría en surgir, y que se iba haciendo mucho más visible según adelantaban las páginas de los álbumes. La vida entera, custodiada por Adela, por su afición a guardarlo todo, bien ordenado y en su sitio, no sólo las fotos sino también las cartas, cada una de las que él le escribió durante el noviazgo y las que le mandó durante el año en Alemania, ordenadas cronológicamente, guardadas en montones manejables sujetos con gomas, las que él no quería sacar de los sobres para no detectar en ellas las notas falsas de lo rutinario y también para evitarse el disgusto retrospectivo de encontrar expresiones de amor escritas con su propia letra indudable.
Ya no te acuerdas de cómo te quejabas si tardaba en llegarte una carta mía. Miraba hechizado las fotos, mientras a lo lejos se oían ráfagas de disparos o motores de aviones, todavía no explosiones de bombas, repasaba la secuencia del crecimiento de sus hijos y la sucesión abrumadora de fiestas familiares, los cambios en la cara y en el cuerpo de Adela, que también había sido más grácil de lo que él recordaba (pero quién podía fiarse de la memoria: cómo estaría acordándose de él ahora mismo Judith Biely, tal vez ya corrigiendo el pasado, suprimiendo fervores, borrándolo de su nueva vida cualquiera sabía dónde, con qué hombres más jóvenes, en París o en América). En muchas fotos no aparecía él (estaría de viaje, o entregado al trabajo, o habiendo inventado un pretexto ineludible que justificara su ausencia); en algunas estaba pero tenía una expresión distinta a la de los demás, absorto, ligeramente disgustado, mirando al suelo, como preservando un espacio que lo separaba de los otros, refractario a la alegría colectiva, a la celebración que hubiera reunido a la familia, bautizo o comunión o cena de onomástica o de Navidad o de Año Nuevo; Adela a su lado, casi siempre, a veces cogida de su brazo, o un poco echada sobre él, orgullosa de su presencia masculina, sin darse cuenta de nada, sobre todo al principio, en las fotos más antiguas, quizás comprendiendo más tarde, cuando las ordenaba para pegarlas en el álbum, o mucho después, cuando volvía a ellas para buscar los signos de lo que habría existido siempre o para consolarse de la soledad creciente y el sentimiento de estafa y fracaso reviviendo un tiempo que recordaba más feliz: los primeros años, el nacimiento de Lita, aquellos dos días en los que le parecía que la criatura que no llegaba a nacer la estaba desgarrando por dentro, la mudanza a la nueva casa, el edificio recién terminado en la calle Príncipe de Vergara, con sus balcones que se abrían a las anchuras ilimitadas de Madrid, el "Madrid moderno, blanco", de un poema de Juan Ramón Jiménez que le gustaba mucho. El malestar secreto aún podía disiparse, responder tan sólo a un episodio pasajero, al exceso de trabajo de su marido, tan empeñado siempre en demostrar a los otros su propia valía, en comprometer su inteligencia entera, su vida misma en el cumplimiento de cada encargo, inseguro tal vez de la posición que había adquirido, temiendo que por algún defecto de su origen le fuera arrebatada, queriendo demostrar que si prosperaba no era gracias a la influencia de la familia de su mujer, hacia la que mostraba cada vez una frialdad más seca, que a ella le dolía tanto; sobre todo por el cariño que les tenía a sus padres, por el miedo que sentía a que su marido los hiriera con un desplante o un comentario sarcástico, o simplemente con esa indiferencia que era ya muy visible en la realidad pero que se manifestaba sobre todo en las fotos: incluso, se daría cuenta mucho después, en las de la boda, hasta en aquellas en las que Ignacio Abel tenía en brazos a sus hijos recién nacidos o les pasaba la mano por el hombro en el día de su comunión. No miraba a la cámara, como si temiera que al hacerlo quedara revelado un secreto, y tampoco establecía relación alguna con los que le rodeaban, ni siquiera sus hijos, ni siquiera ella. Levantaba una copa en un brindis y miraba hacia otro lado. En la hilera de los invitados a una boda él era el único que no parecía formar parte del grupo familiar. En una foto de la comunión de su hija la niña resplandecía de orgullo de posar junto a su padre y él permanecía erguido y lejano, como disgustado, como impaciente por que el fotógrafo terminara cuanto antes su trabajo. Pero Adela no había dejado de completar sus álbumes, de anotar fechas exactas, circunstancias y lugares, con una letra siempre idéntica, al paso de los años, tan regular como su misma apariencia en las fotografías, una mezcla de pasividad y de ilusión pueril, como si a pesar de todo las promesas pudieran acabar por cumplirse, como si la única condición para evitar el desastre y no sufrir la devastación del desengaño y hasta de la cruda mentira fuese mantener una actitud serena, una sonrisa apenas esbozada, levantar la barbilla y erguir el torso para no incurrir en la antigua acusación familiar de que desde muy joven tendía a encorvarse, fingir que era invulnerable a la mordedura de la frialdad, que no la desvelaban las sospechas, que la rectitud era siempre el mejor camino posible. En la primera página de cada álbum Adela había inscrito las fechas del tiempo que abarcaba. El último sólo tenía la indicación del comienzo, septiembre, 1935. En las fotos Ignacio Abel veía no lo que fue captado por la cámara sino lo que ya estaba sucediendo en otra parte y en secreto. Adela, la niña, él mismo, la tarde de la charla en la Residencia de Estudiantes; la reunión familiar en la casa de la Sierra el día de la onomástica de don Francisco de Asís: la primera foto había sido tomada unos minutos después de que él viera de cerca y escuchara por primera vez el nombre de Judith Biely; en la segunda buscó indicios del recuerdo de ella que estaba invocando mientras alguien pulsaba el disparador de la cámara_ la larga mesa llena de gente y de platos de comida, al sol cálido del mediodía de octubre, las caras ya remotas, la vida familiar que entonces parecía una sentencia a cadena perpetua y ahora había desaparecido sin rastro: don Francisco de Asís, doña Cecilia, las tías solteras, sonrientes y mustias, idiotizadas o infantilizadas por la soltería y la vejez, el tío cura, hinchado dentro de la sotana como en una tripa de embutido (qué habría sido de él: habría tenido tiempo de esconderse, si el estallido de la guerra lo sorprendió en Madrid, habría yacido corrompiéndose al sol y cubierto de moscas en alguna cuneta), el cuñado Víctor, con su cara turbia de agravio, sus dos hijos, Lita sonriendo sin reserva a la cámara y Miguel con su expresión de fragilidad y timidez, y Adela, cerca de ellos, una mujer madura de pronto, más envejecida y ancha en esa foto que en el recuerdo, inclinada hacia él, su marido, con el gesto idéntico de las fotografías más antiguas, sólo que ahora atenuado, un gesto que es una costumbre y sobrevive a los cambios irreversibles en el estado de ánimo, como si el cuerpo aún no hubiera aprendido lo que ya sabe la conciencia, que ese apoyo físico que se busca y parece encontrarse ya es ilusorio, y que las cosas han cambiado sin remedio aunque las apariencias se mantengan idénticas. Y él, en una esquina, esta vez sonriendo, no en guardia, ni del todo ausente, como en la mayor parte de las fotos, con una sonrisa indolente, bien visible a pesar de que la sombra cubre la mitad de su cara, un poco adormecido por la comida y el vino y el sol dulce de octubre, pero sobre todo porque la noche anterior apenas había dormido nada, ebrio de su primer encuentro con Judith Biely. Pero lo que muestra de verdad una fotografía no sabe verlo casi nadie. ¿Habría distinguido Adela (cuando la miró detenidamente después de pegarla en el álbum, de alisarla con la palma de la mano y anotar al pie en una etiqueta la fecha y el lugar) que en esa foto su marido tenia ya la cara del engaño, que el desahogo y hasta el afecto que mostraba y que ella tanto agradecía eran los síntomas no del regreso del amor sino de su pérdida definitiva? Había una foto más en el álbum, pero no estaba pegada, ni tenía en el reverso ninguna indicación del día y del lugar, aunque había sido tomada aquella misma tarde, junto a la laguna de la presa abandonada. Miguel y Adela se disputaban la cámara Leica, y fue Miguel quien al final prevaleció, pero Ignacio Abel no recordaba el momento en que tomó la foto, sin que ni él ni su mujer lo adviertan, quizá escondido entre los pinos, imaginándose que era un reportero internacional: una foto borrosa, quizás porque la tarde ya declinaba y no había luz suficiente, o porque Miguel era muy atolondrado manejando los aparatos, demasiado ansioso siempre y demasiado impaciente por llegar cuanto antes al momento supremo de lo que se proponía: sus padres sentados en la hierba, muy cerca de la orilla, inclinados el uno hacia el otro, absortos en una conversación distraída y plácida que Ignacio Abel no recordaba haber tenido, ligeramente echado hacia atrás, una rodilla flexionada, un codo apoyado en el suelo, las dos figuras tan en calma como el agua en la que se reflejaban parcialmente, oscurecida por la sombra oblicua de los pinos.
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