Otro post más sobre retrospección. Y es que la retrospección es un asunto complejo, que tiene varias dimensiones, en la vida, en la literatura, en la narración.
En un texto narrativo, reproducimos una secuencia de acciones después de que la secuencia haya acabado. Así pues, conociendo el final, podemos elegir uno u otro orden de presentación de los acontecimientos, contar primero el final que conocemos y luego cómo se llegó a él, por ejemplo, o por el contrario seguir un orden estrictamente cronológico. Podemos restringirnos a lo que conocíamos mientras se producían los hechos, ocultando nuestro conocimiento actual privilegiado por la retrospección. O podemos presentar la historia narrada desde puntos de vista que entonces no estaban disponibles para nosotros, pero ahora sí lo están.
Sea como sea, hagamos gala o no del conocimiento privilegiado que tenemos, ese conocimiento influye en la manera en que dispongamos el orden de los acontecimientos y el punto de vista de la narración. Las narraciones están por tanto escritas desde el final, o para el final (para el efecto final, que decía Poe). Se escriben, en cierto modo, hacia atrás, retrospectivamente, por mucho que parezcan sólo ir avanzando hacia adelante a través del hilo del discurso.
El hilo del discurso también tiene una dimensión retrospectiva. Proyectamos lo que queremos decir, y luego lo decimos. Por tanto, el orden que le damos a nuestro discurso también tiene una cierta estructuración doblada sobre sí, retrospectiva. Es fácil exagerar esto muchas veces, pues en el discurso espontáneo, si bien existe esa planificación previa, muchas veces se ve alterada. La alteran las palabras y respuestas del otro, en el diálogo, sus interrupciones, los acontecimientos sobrevenidos. Y altera también la planificación la misma consciencia de nuestro discurso al aflorar: nos hacemos más conscientes al verbalizar, revisamos planes rápidamente, decimos cosas que no habíamos pensado bien realmente, improvisamos, nos escuchamos hablar y nos sorprendemos, nos enteramos de lo que íbamos a decir cuando lo hemos dicho. Este pensamiento procesual se dice que es especialmente femenino; no sé, en todo caso es un elemento presente en mayor o menor grado en todo discurso oral, sea masculino o femenino; cierto es que las mujeres hablan más y hasta quizá (quizá por eso) escriben menos.
Claro que muchos discursos orales están infiltrados por la escritura, igual que la escritura puede ser más o menos oral. En los emails y los blogs tiende a ser más oral: hasta aquí estoy yo escribiendo hacia adelante lo que me sale, y no pasará muchos filtros de revisión y reelaboración. Alguno sí, y es que para eso está lo escrito. Scripta manent, para que veamos lo que pone y lo corrijamos antes de publicarlo. O para que nos aprendamos bien un discurso que luego soltaremos oralmente como si alguien fuese capaz de hablar realmente así, como un libro. La escritura altera la palabra y el pensamiento, como decía W. J. Ong en Orality and Literacy. Y una de las dimensiones de esa alteración es la reelaboración retrospectiva.
Pues en un texto escrito la posibilidad de reelaboración retrospectiva es mucho mayor. El texto puede revisarse, no está sometido a la redacción inicial, aunque ésta siempre pese un tanto, en unos géneros más que en otros. El texto puede partir de un esquema básico, no de unas palabras iniciales. De hecho siempre lo hace (y no niego que también hay un esquema básico en el discurso oral, como he dicho antes). El principio del texto es un falso principio; está escrito desde el final. Y no me refiero aquí a los textos narrativos únicamente. Es ésta otra dimensión de la temporalidad, no la temporalidad de la historia narrada, sino la temporalidad del propio texto como discurso lingüístico. También esa temporalidad es construida, es un efecto calculado, como un segundo nivel de trama con sus dimensiones adicionales de punto de vista y tiempo; una intriga retórica. De ahí que los prólogos, escritos al final, pasan al principio del texto. Puede parecer un gesto de sinceridad; el autor reconoce que nos habla ya desde el final. Pero con el prólogo inicial queda disimulada una retrospectividad más fundamental: pues no sólo el prólogo, sino el capítulo primero, y el segundo después, están también escritos desde el final. El lector lee un artefacto que parece el discurso de una persona hablando, pero que es otra cosa, pues ese hablante textual habla desde una atalaya retrospectiva a la que no tenemos acceso. Sólo en tanto que relectores nos colocamos en pie de igualdad con el texto.
Claro que si los textos tienen esa pequeña ventaja, caen víctimas de su propia estrategia. Vueltos desde su final hacia su principio, no pueden ir más allá de su final. Ahí quedan escritos, e inscritos en el gran texto de la Historia. Mientras que el lector puede vivir, en el futuro... los textos le sobrevivirán, en cierto modo, sobre todo los clásicos, pero él ha tenido su momento frente a ellos, su pequeña atalaya retrospectiva. Los ha podido leer cuando ellos ya han callado y la historia ha seguido hablando. Surgen allí posibilidades de nuevos sentidos, de ironías no buscadas. También puede quedar un texto trivializado por los avatares de la historia, y no parecer tan nuevo ni importante lo que dijo en su momento por primera vez (y puede un texto morir por su propio éxito, que lo convierte en un lugar común).
El lector también pasa con el tiempo a ocupar un estante polvoriento en la historia. Carpe diem, el ratito que te toca estar subido en la atalaya, mirando el panorama. Que el futuro está haciendo cola para subir, y gozar del paisaje, looking backward.
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