—según la Historia
Universal de la Literatura de Léon Thoorens (1977):
Un eterno
comenzar de nuevo
Los norteamericanos exterminaron a los pueblos
pieles rojas, compraron un proletariado negro y después de alcanzar
prosperidad y poder, intentaron restañar las heridas que sangraban. En
realidad, los Estados Unidos han actuado como todas las demás potencias
mundiales, pero más tarde. Los demás pueblos, en un pasado que se aleja
también, han conquistado, exterminado y esclavizado, y lo consiguieron
hasta que elaboraron una moral y un humanismo de alcance universal.
América era moral antes de ser poderosa e incluso antes de existir, y
en ello acaso radica el fundamento secreto de su orgullo agresivo, de
su informe xenofobia, de su generosidad y de su grandeza. Todos los
pueblos comentan y juzgan más o menos su destino, pero la autocrítica
americana es más violenta, más absoluta y más sincera. Permanece
encrespada, desde hace dos siglos, sobre la misma tensión, el mismo
diálogo contradictorio, idéntica desilusión y la misma negación al
fracaso.
La historia de la literatura norteamericana acaso sea la de esta
autocrítica; podría titularse "Avatares de un mesianismo", y como
epígrafe: "Matar al profeta es una manera de reducirlo a silencio, pero
no sirve para nada si el silencio es peor." De Thoreau a Miller, los
profetas lapidados, maldecidos, expulsados y renegados se suceden sin
interrupción, pero sus voces resuenan y retumban y América, cansada de
seguir tapándose los oídos, acabna por escucharles y quererles.
Los padres peregrinos, huyendo de una Europa anquilosada por el odio,
se proponen salvar lo mejor de ella, es decir, los valores humanos y
nobles procedentes de Palestina, de Grecia, de Roma, de Irlanda, de
Londres y de París —en diversas épocas— y desarrollarlos en una tierra
virgen en torno a una Nueva Jerusalén: acabaron construyendo Nueva
York. Reconociendo en ella a Babel y a Sodoma, algunos puritanos
supervivientes se refugian en los bosques como en el caso de Thoreau,
cazan leones en África si se llaman Hemingway o se dedican al erotismo
con tentaciones esotéricas como en el caso de Miller. El antiguo
narrador Fenimore Cooper llora ante el último mohicano, cantando al
último representante de una libertad destruida en nombre de otra
libertad. Escritores blancos se tuestan la piel para vivir como los
negros, y luego denuncian el escándalo. Saul Bellow se pregunta por qué
un país erigido en su mayor parte sobre la base sólida de la ciencia,
de la técnica, del arte y de la fe de los judíos, continúa considerando
al judío como un extranjero. Otros preguntan dónde está el Arca de la
Alianza y la antigua energía. "Nos hemos dormido —dice Dos Passos— y
debemos volver a ponernos en camino para encontrar de nuevo el espíritu
y el dinamismo creador de los pioneros" [Añado: Y lo mismo dice Martin Luther King
en 1960, y lo mismo dice Obama invocando su capital simbólico más de 40
años después — JAGL]
John F. Kennedy, el malogrado presidente, hablaba de una Nueva
Frontera, y su hermano intentó ponerla en práctica. Después del
asesinato de ambos, el cortejo de los rebeldes crece sordamente y los
poetas de protesta empiezan a gritar. De las novelas y poemas de los
grandes intelectuales de gafas sin montura, como de las de los cultos
vagabundos de la vida bohemia, de los infinitos seriales de la
televisión y de las películas de dibujos animados, se desprenden las
mismas e ingenuas preguntas: ¿Por qué existe el mal en el mundo; por
qué nuestra verdad no es la vuestra, por qué nuestra fuerza no os da
miedo; por qué no existe el amor?
Al principio de esta obra se ha intentado bosquejar el esquema
histórico del comienzo de una explosión hacia el Oeste. Todas las
flechas convergerán un día sobre el Atlántico. El país norteamericano
es la isla de Robinsón después del naufragio, donde todo debía comenzar
de nuevo, pero donde, en realidad, todo continúa: el Nuevo Mundo es
menos nuevo de lo que creían, y por ello el estallido presitigioso de
la literatura norteamericana, a partir de 1850, constituye con el de la
rusa, casi contemporáneo, el fenómeno más importante de la historia de
la moderna literatura universal.
El silencio colonial
Ninguna colonia produce literatura original; generalmente se
limita a proporcionar cuadros exóticos a los novelistas de evasión y a
los apóstoles del imperialismo, y en más raras ocasiones induce a
algunas personalidades excepcionales a que acudan a la metrópoli a
expresarse. Realizada cualquier colonización, transcurre bastante
tiempo hasta que el trauma de la independencia sea superado.
Esta constante se verifica también en América. Hasta finales del siglo
XVIII, aparecen algunos notables escritores, pero ello no constituye en
modo alguno una literatura. Los intelectuales, y muy especialmente los
del Sur, nadando en dinero y en ocio, permanecen anclados en la
literatura inglesa y, si se deciden a escribir, la imitan servilmente.
Entre la Declaración de la Independencia y la publicación de las
primeras obras con auténtica originalidad transcurre medio siglo como
mínimo.
Los señoriales hidalgos del sur se deleitan con los Tottel's Miscellany,
con los isabelinos y las colecciones de epigramas, mientras que los
puritanos del norte prohíben la difusión de las obras de Milton, a
quien acusan de impiedad; sin embargo, serán los puritanos los primeros
que lograrán crear el armazón de una incipiente vida intelectual. En
1638, dieciocho años después de la llegada del Mayflower,
fundan en Harvard un colegio que adquirió rápidamente categoría de
universidad y, en 1647, gracias a una disposición de la magistratura de
Massachusetts, se creó una escuela de estudios primarios en cada
municipio de cincuenta familias y una de estudios de enseñanza media en
cada municipio de cien familias, "para que los conocimientos humanos no
queden sepultados en las tumbas de nuestros antepasados".
El cine y algunas novelas históricas modernas han cargado las tintas de
modo abusivo al trazar el retrato del antiguo puritano; éste padeció,
sin duda, la férula de pastores vigilantes y a menudo feroces hasta la
crueldad y el oscurantismo, y que tal vez consideraban que lo único
necesario para el hombre era la virtud y que todo corazón carnal debía
estar sometido a ella; pero también eran hombres, con necesidades
humanas. Hubo ciertamente caza de brujas, aberraciones místicas,
terrorismos religiosos que engendraron abominables hipocresías, pero
todo esto era lo peor que ofrecía Europa, y de ello procuraron los
puritanos desprenderse, conservando, en cambio, lo mejor: la ciencia,
las letras, e incluso los poemas, canciones y bailes de la "alegre
Inglaterra." En 1639 se inauguraba una imprenta en Nueva Inglaterra, y
el primer libro salido de sus prensas, el Bay Psalm Book, tuvo el honor de una
imitación fraudulenta en Londres.
Apenas se cita y aun de memoria a los primeros escritores neo-ingleses:
Roger Williams (1604-1684), autor de una obra de éxito titulada El bautismo no hace al cristiano
(1645), y John Eliot (1605-1690), que publicó un gran Tratado sobre el Estado Cristiano (1656).
Sería interesante conocer mejor a Anne Bradstreet (1613-1672) y a su
contemporáneo el juez Samuel Seewall, de datos biográficos casi
desconocidos. Anne Bradstreet, nacida en Northampton (Inglaterra), era
esposa de un pastor de Boston, madre de ocho hijos, un poco filósofa y
algo más teóloga y poetisa. Su obra La décima musa comprende:
"una descripción de los cuatro elementos, las constituciones, las
edades del hombre, las estaciones del año, el resumen de las cuatro
monarquías —asiria, persa, griega y romana— y un diálogo entre la
antigua y la nueva Inglaterra con respecto a las diferencias surgidas
recientemente", además de su mejor poema, Contemplations,
y otros poemas sobre la familia y el marido de la autora. El juez
Seewall parece haber sido un personaje más pintoresco todavía, que
escribía su diario al estilo de Pepys, aunque en más noble estilo, en
el que alude a sus tres matrimonios y a sus peripecias. Gracias a este
diario podemos enterarnos de que en Nueva Inglaterra los pretendientes
se hacían el amor dedicándose nada menos que libros piadosos.
FUNDADORES Y ADELANTADOS
Franklin y los comienzos de la
Independencia
En el siglo XVIII domina todavía la literatura religiosa. Cotton
Mather (1663-1728), profesor, inspector de enseñanza y pastor, es un
puritano ortodoxo, valga la expresión, que aparece vivamente interesado
en los procesos de brujería, en particular los que se desarrollaron en
Salem. Jonathan Edwards (1703-1758), pastor también y discípulo de
Locke, lanza un movimiento religioso llamado "El Gran Despertar", cuya
doctrina es una modalidad de pietismo calvinista, apareciendo en él la
primera manifestación de este misticismo empírico y pragmático,
netamente romántico por lo demás, que caracteriza toda una vertiente de
la vida religiosa norteamericana, y del que hallaremos notorias
manifestaciones más elaboradas en Emerson, Thoreau, Whitman y William
James.
A este mezquino inventario de dos siglos hay que añadir todavía al
genial, simpático y al propio tiempo aburrido Benjamin Franklin
(1707-1790). Hijo de artesanos, autodidacta e incluso tipo de "hombre
que se hace a sí mismo", impresor, periodista, editor de la Gaceta de Pensilvania y de un Almanaque
ilustrado, inventor del pararrayos, del calorífero, moralista,
filósofo, meteorólogo, embajador y agente de "relaciones públicas" de
su país en Francia, el enciclopédico Franklin anticipa lo mejor y lo
peor del norteamericano futuro, y quizá lo permanente en este tipo
humano. Es preciso leer sus memorias, desgraciadamente —o
afortunadamente, según se considere— interrumpidas hacia 1757, y si es
posible su colección de Ensayos,
que agrupa sus principales artículos. Y olvidar, por un momento, que
fue un gran hombre de ciencia.
Franklin es puritano y ateo a la vez, inagotable prodigador de
consejos, temible inventor de recetas, desbordante de generosidad, de
buena voluntad, aunque al propio tiempo rebosante de orgullo, con una
ingenuidad con leves ribetes de hipocresía, capaz de concebir grandes
pensamientos que rápidamente se abaten a ras de suelo.
Formula las veinticuatro normas de un club del "Mejoramiento Mutuo",
que se convertirá más tarde en la Sociedad Filosófica Americana, y se
supone fundadamente que tales normas nunca fueron puestas en práctica,
pues, a fuerza de observarlas con rigor al
instruirse, formarse o aprovecharse de las buenas ocasiones,
los miembros se hubieran convertido en inquisidores y soplones. En sus
consejos de conducta a un joven negociante, por ejemplo, todo lo resume
en "el tiempo es oro". Justifica los salarios bajos e incluso la
miseria de la clase pobre, en nombre de un pretendido beneficio
general. Para dormir bien —dice— debe comerse poco, airear la
habitación y tener la conciencia tranquila. Para hacer fortuna,
objetivo de la existencia humana, es preciso ahorrar dinero, tiempo y
energías, y usarlo todo con eficiencia; conviene recoger también los
alfileres que se encuentran en el suelo y granjearse amigos, que sean
buenos y útiles.
Por otra parte, "Ricardo el Buenazo", como a él le gustaba llamarse,
también alude a la dignidad y al deber de ayudar a los países
subdesarrollados, en términos definitivos, aunque englobados en un
humor pesado y un moralismo mojigato como todo cuanto escribe. Benjamin
Franklin parece una mezcla de Homais y Bournisien juntos y parece
también iniciar un manantial cuyo curso se desarrolla a través del Dale
Carnegie de Cómo tener amigos,
el "Rearme moral", las espectaculares Ligas y Sociedades modernas
norteamericanas y como ciertas comisiones de encuesta del Senado.
Posteriores a Franklin, y participando en parte de su espíritu, pueden
ser citados también los grandes teóricos de la Independencia y de la
libertad: Thomas Paine (1737-1809), autor de los Derechos del Hombre (1791) y del Siglo de la Razón (1794); William
Ellery Channing (1780-1842), autor del Exterminador cristiano
(1826); y Daniel Webster (1782-1852), padre de la Unión, cuyos
discursos, publicados en 1903, amalgaman asimismo la generosidad y el
conformismo hipócrita; y John Trumbull (1750-1831), poeta satírico,
autor del Progreso de la estupidez
(1772), sabrosa caricatura de la pedagogía pedantesca de aquel tiempo.
Sin embargo, todo ello no constituía una auténtica literatura. Los
norteamericanos lo sabían y, por otra parte, también públicamente se
decía lo mismo, sin ningún miramiento.
Se necesitan escritores
Un crítico del Edinburgh Review,
llamado Sydney Smith, que mantuvo polémicas con algunos grandes
escritores románticos, escribía en el número de diciembre de 1818:
"¿Para qué necesitan los norteamericanos cultivar una literatura, si en
su propia lengua pueden aprovecharse de nuestro sentido común, de nuestra
ciencia y nuestro genio, y una simple travesía de seis semanas mantiene
un seguro contacto? Praderas, barcos de vapor y fábricas de harina:
éstos serán los únicos elementos naturales que se ofrecerán a sus
miradas durante los siglos venideros. Más tarde, cuando hayan llegado
al océano Pacífico, sin duda se sentirán tentados de nuevo por el
teatro, las epopeyas, la lírica y todas las elegantes y viejas
consolaciones de un pueblo maduro que ha domado la tierra salvaje y
decide dedicarse al reposo y a un ocio sugestivo y encantador."
Conviene fijarse en algunas frases de esta declaración, y ello
dispensará de prolongar comentarios que desbordarían el marco de la
literatura norteamericana. Tal era la doctrina y la filosofía que los
románticos europeos atacaban con encono. Desacorde con la vida europea,
lo era mucho más todavía en América; sin embargo, los intelectuales,
educados en su mayor parte en la literatura europea, se adherían
naturalmente a ella.
Con esta perspectiva deben ser considerados los textos que se citan a
continuación. Charles Brockden Brown, al que volveremos a mencionar,
escribía en 1800, en su efímero Monthly
Magazine:
"Tenemos entre nosotros muchos sastres, carpinteros e incluso abogados;
pero ¿tenemos un solo escritor, uno sólo?"
Chateaubriand anota en sus Memorias
de ultratumba, con fecha de 1822, y con el texto revisado en
1846:
"La literatura que se cultiva en América no es una literatura
independiente y propiamente dicha, sino aplicada a los diversos usos de
la sociedad: una literatura de obreros, de marinos y de campesinos."
Por último, Tocqueville, en su obra genial De la democracia en América, que
conviene leer para comprender la literatura americana, anota en 1881:
"Les gustan los libros adquiridos sin esfuerzo, que puedan leerse
pronto, que no necesiten conocimientos eruditos para ser comprendidos.
Piden bellezas fáciles y que puedan ser disfrutadas al instante;
prefieren lo imprevisto y la novedad. Acostumbrados a una existencia
práctica, impugnada, monótona, necesitan emociones nuevas, de súbito
esplendor, verdades o errores brillantes, que les atraigan
inmediatamente y las introduzcan de pronto e incluso con violencia en
el mismo centro del tema."
Textos que ponen de relieve las abstenciones y las necesidades de un
público.
Adelantados de las letras
El primero en intentar responder a estas necesidades fue Charles
Brockden Brown (1771-1810). En 1793 abandonó sus estudios de Derecho
para vivir de la pluma y publicó algunas novelas. El hombre en su casa (1798), Wieland (1798), Arthur Merwyn (1799) y Ormond
(1799), inspiradas en Maturin y Radcliffe, que obtuvieron éxito
apreciable incluso en Europa. Sin embargo, Brown abandonó las letras
decepcionado por no haber sabido escribir las novelas norteamericanas
que soñara y también por considerar la literatura como una afición que
debe abandonarse si no se triunfa de una manera absoluta y brillante.
Luego se dedicó a los negocios.
No obstante, había iniciado la apertura hacia nuevas posibilidades y
fueron novelistas, sobre todo, quienes le imitaron. La más ilustre fue
Suzanna Rowson (1762-1824), autora de un libro de gran éxito titulado Charlotte Temple, a Tale of Truth
(1810), libro que no puede hallarse hoy en parte alguna, aunque pueden
leerse obras de otras autoras como Stephens, Carroll o Andrews, que
explotan la misma temática. Estas voluminosas novelas sensibleras y
melindrosas, generosas y soporíferas, carecen de valor literario
alguno, pero no dejan de tener cierta significación. Sobre temas
tradicionales —hijos perdidos, herencias robadas, hijas violadas—,
orquestados sobre consabidos arquetipos tales como la joven pura, el
pobre honrado y el joven rico y libertino, estos autores, que hacen
abstracción de todos sus precursores literarios, por principio o por
ignorancia, solian sumirse ingenuamente en una realidad más o menos
vivida, si bien transformada por un resignado conformismo.
En el transformo del complejo relato que Stephens cuenta en Opulencia y Miseria,
surge Nueva York con su puerto, sus barrios, sus hoteles ya
cosmopolitas, su aristocracia del dinero, sus ambiciones de inmensa y
devoradora codicia y sus infelices oprimidos; como también la oposición
a cualquier injusticia, la firme voluntad de que la virtud sea
recompensada e incluso sus manifestaciones de indignación ante las
incoherencias de la vida y de los seres humanos, y de desesperación
ante la inmensa tarea que se les ofrece a las personas de buena
voluntad.
Todo ello no constituía tampoco una literatura, porque América no tenía
todavía alma. Un moralista declaró que no la tendría hasta que llegase
el momento que se decidiera a "sumirse en los abismos del mal y del
dolor."
La marcha hacia el Oeste
El Tratado de Versalles de 1783 doblaba la extensión territorial
de la
Unión. En poco más de medio siglo, la nueva nación se extendería a
través del continente hasta el Pacífico y empujaría al máximo la
frontera mexicana. Todos los métodos de adquisición y anexión de
territorios fueron utilizados: la pura y simple conquista, la compra
más o menos abusiva, la ocupacion de hecho, la coacción, la guerra y el
exterminio de indígenas autóctonos. Para percatarse del fenómeno,
conviene situarlo sobre un mapa, y recordar que el rectángulo bloqueado
por los dos grandes océanos mide aproximadamente [4.500]
kilómetros de largo por [2000] de ancho. Visto desde los estados
originales de la costa atlántica, ya organizados, con ciudades, campos
y tallleres, el Oeste aparecía como una inmensidad abierta y de
atrayente vértigo. La expansión se dirige hacia él, organizada a base
de compañías, oficinas, exploradores y guías, organizadores, creadores,
parásitos.
En la Antigüedad, griegos, romanos, francos y mongoles avanzaban
bastante al azar; pero en América, aunque los individuos improvisen y
cada compañía actúe exclusivamente en interés de los suyos, una lógica
de carácter superior le proporciona a este movimiento humano una
coherencia y una continuidad asombrosas, y crea también una comunidad
en las responsabilidades que casi nadie rehuye.
El emigrante procede de Inglaterra o de Irlanda, y muy pronto en
grandes oleadas, de los demás países europeos, y acto seguido es
atrapado por el siniestro engranaje de la fiebre del oro o de la
adquisición de una gran fortuna y de la pasión conquistadora. Llegan
aventureros ávidos de emociones fuertes, de dinero o de poder, y
también familias honradas, campesinos o artesanos, eternos oprimidos
que huyen de la miseria, la intolerancia y del odio racista. Como el
viejo Johnson, jamás han tenido en sus manos un fusil, ni se han
enfrentado con el desierto, pero después de haber vagado algún tiempo
por el litoral y haber respirado el aire de libertad, de activismo, de
la increíble hazaña al alcance de la mano, que estimula energías, en
las ciudades-hongo, se sumergen en lo desconocido, alimentando con sus
ilusiones personales el sueño de una nación en marcha. Cómplices quizá
inconscientes del exterminio del indígena, y de la explotación humana
en el Sur, importador de la esclavizada carne de ébano.
Las novelas de las praderas y el cine han tratado, hasta vulgarizarlo y
aniquilarlo, este tema heroico: el carromato ambulante, los viajeros
vestidos a la europea, las mujeres que adquieren de repente costumbres
absurdas; y ante ellos el indio piel roja perfilándose hierático en la
cima de una colina; jinetes con extraño vestuario y armados hasta los
dientes, levantando una nube de polvo; el fuego de un campamento en
medio de un claro del bosque; aullidos de animales desconocidos; el
sueño de una tierra prodigiosamente fértil; el desaliento del débil; el
recurso al ron, al juego y al mito del oro que se recoge a montones...
Y en el trasfondo de esta América en movimiento, sublime y criminal a
la vez, inconsciente y heroica, se afirma y consolida la América
sedentaria, la cabeza de puente de la emigración, puritana y hacendosa,
superindividualista y comunitaria, compartida entre la Biblia y el
libro de ingresos en caja, humilde y orgullosa, feliz y herida en el
alma, confiada y desesperada.
En este paisaje humano contradictorio y atormentado deben situarse las
necesidades y los gustos definidos anteriormente, a los que responderá,
entre 1820 y 1860, la primera oleada de "escritores fundadores".
Resumiendo en esquema este extraordinario estallido, podemos anotar la
primera publicación de los diez mejores escritores, incluyendo al
primer historiador de la Unión:
1819 Libro de ensayos, de W.
Irving.
1823 Los pioneros, de F.
Cooper.
1827 Poemas, de E. Poe.
1834 Historia de los Estados Unidos,
de Bancroft
1836 Naturaleza, de Emerson
1840 Baladas, de Longfellow
1846 Typee, de Melville
1849 Una semana en los ríos,
de Thoreau
1850 La letra escarlata, de
Hawthorne
1851 La cabaña del tío Tom,
de Beecher-Stowe
1855 Hojas de hierba, de
Whitman
Estas obras no aparecen en pleno desierto, pues la vida intelectual es
mucho más animada de lo que podría creerse, en Nueva Inglaterra
principalmente. Desde mediados del siglo XVII existen importantes
librerías, imprentas, periódicos semanales y compañías de teatro
ambulantes; estas últimas, en el Sur exclusivamente, pues el
puritanismo nordista juzgaba que "la afición al teatro no significa
otra cosa que la pérdida de este tesoro inestimable que es el alma
inmortal."
A mediados del siglo XVIII, principalmente bajo la influencia del Spectator de Addison y Steele, la
actividad literaria aumenta todavía más y los semanarios llevan a cabo
una apertura a la literatura europea. Por ejemplo, La ópera del mendigo aparece
publicada por entregas; algunas compañías teatrales representan por
doquier repertorio inglés, aunque también llevan a escena,
circunstancialmente, a oscuros comediantes neo-ingleses. Pese a que
escasean los escritores originales, innumerables publicistas dan a la
luz pública artículos, libelos y cartas abiertas sobre todos los temas,
en hojas sueltas o en los periódicos, que se multiplican a un ritmo
significativo. En 1800 pueden contarse 200 de ellos, 375 en 1810, y 1200
aproximadamente en 1835.
Esta última fecha señala el momento decisivo del período 1820-1860. Los
territorios anexionados—los dos tercios de los Estados Unidos
actuales—están ya ocupados o al menos virtualmente dominados. América
se percata de que empieza a tener ya una historia, y algunos se ufanan
de ello, interpretándola a su manera. Este aislacionismo previo carece
de fundamentos todavía. Al tropezar con nuevos obstáculos, al
plantearse nuevos desafíos geográficos y humanos, el movimiento de
expansión se exacerba, hacia 1845, hasta adquirir un cariz neta y
lucidamente imperialista. Por otra parte aparece una filosofía
trascendentalista que sucederá a un puritanismo ya trasnochado. Antes
de los colosos de las letras —Melville, Thoreau y Twain— destacan
algunos aristócratas y románticos que siguen una moda.
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