lunes, 30 de diciembre de 2013

Hemingway, el gigante herido

—de la Historia Universal de la Literatura de Léon Thoorens.



Ernest Hemingway (1898-1961) es como un hermano de Scott Fitzgerald y también él tradujo su vida en literatura, pero, además de que su existencia fue más larga y mayores sus ansias, concedía más importancia al hecho de escribir. Lo que para Fitzgerald era una justificación en Hemingway se convierte en necesidad: la obra refleja la vida, pero el hombre se contempla en este espejo y consigue que brote una leyenda.

La selección de cuentos In our time (París, 1924; Nueva York, 1927) relata sus experiencias infantiles, cuando acompañaba a su padre médico durante sus viajes, visitando a los indios del Michigan y a los solitarios del bosque, cazando y pescando, aprendiendo sobre el terreno mismo las dialécticas amargas de la vida y del sufrimiento, de la crueldad y de la muerte. No es superfluo señalar que el padre de Hemingway, humanista insatisfecho, se suicidó. En Adiós a las armas (1929) narra la aventura de un joven encargado de una ambulancia, voluntario en el frente de Italia, y que pasa a una unidad de combate porque no soporta el seguir permaneciendo como espectador en la lucha; es herido y durante su convalecencia en el hospital de Milán medita sobre el sentido de las guerras y el valor del riesgo en la conciencia de vivir. En El sol también sale (1926) describe la vida del norteamericano en París, las reuniones de Montparnasse, empapadas de alcohol, el aburrimiento y el hastío que le corroe interiormente como un gusano devorador y, más tarde, el descubrimiento de España, un mundo luminoso donde las pasiones estallan de modo brutal y definitivo. Muerte en la tarde (1932) trata de explicar la afición a las corridas de toros, espectáculo violento y místico, experiencia total del riesgo absoluto. Las verdes colinas de África y Las nieves del Kilimanjaro (1935) relatan sus experiencias en África: la caza de grandes fieras y el contacto íntimo con una naturaleza virgen que libera. Por quién doblan las campanas (1940) es una magnífica versión de la experiencia de la guerra civil española y un diálogo a la vez de entusiasmo deportivo y de fatiga. Con Más allá del río  y entre los érboles (1950) retorna al soleado Mediterráneo: esta vez italia, lugar de una felicidad posible, aunque lo descubrió demasiado tarde. En El viejo y el mar (1952) sitúa en Cuba el mito de una victoria posible y necesaria, aun resultando inútil ante la muerte.

Estas simples indicaciones diseñan el perfil humano paralelo al hombre que evoluciona, que se reconstruye, aun a través de las innumerables fotografías publicitarias, a las que Hemingway concedía enorme importancia. Como a otros aventureros de las letras —Malraux, Montherlant, Malaparte—, siempre le surgía un fotógrafo en el momento oportuno y preciso: joven soldado herido y ceñido en su uniforme, turista despreocupado paseando por los bulevares, esquiador satisfecho, cazador ante sus trofeos, escritor ilustre posando de incógnito junto a un torero o a un famoso artista de cine; fuerza de la naturaleza en calzón corto y pecho al descubierto; barba negra o barba blanca, brazos arremangados mostrando poderosos músculos y cuello de camisa abierto sobre un poderoso pecho, sonrisa de blancos dientes: Hemingway o la vida feliz y triunfante. Pero el 2 de mayo de 1961, en su chalet de Ketchum (Idaho), se daba muerte manejando un fusil.

Si hubiera sido accidental, esta muerte parecía un rasgo de lógica absurda, pero resulta imposible creer en un accidente después de la divulgación de sus confidencias a sus amigos, en particular A. E. Hotchner, en Papá Hemingway, publicado en el Mercure de France (1966). Había intentado ya suicidarse diversas veces, y los psiquiatras, que en vano le cuidaban con electrochoques, aludían a un caso de paranoia. ¿Era realmente la locura que se iba apoderando de él, o fue desesperación?



Los horizontes literarios de un coloso

Dos sucesivos accidentes de avión durante sus cacerías en Africa le agotaron físicamente, en 1954, el mismo año en que se le otorgaba el premio Nobel. Desde entonces luchó. Decía que sólo tres cosas le interesaban en la vida: escribir, amar y cazar.

Podemos traducir por nuestra parte que estas tres actividades le hacían sentirse un ser vivo. Decía:

Malgasto un tiempo considerable en matar animales para no tener que matarme yo mismo. Cuando un hombre se rebela contra la muerte—y yo me rebelo contra ella—, experimenta placer en hacer uso de uno de los atributos divinos, precisamente el de poder dar muerte.

Dar la muerte a riesgo de recibirla, deterner un instante la vida, en la plenitud de la sensación, fijar para siempre ese instante, con armonías vivas: un hambre canina de vida. A los sesenta y dos años de edad, a pesar de todos los excitantes, de la leyenda creada, de una voluntad sobrehumanamente tensa, Hemingway se sentía envejecer, y no podía admitirlo. Lo que revela lo trágico de su muerte, evidencia también lo trágico de su vida y, por consiguiente, de su obra.

El viejo y el mar data de 1952, antes de los accidentes de aviación. Es una narración muy sencilla, si bien resulta grandiosa por la misma ternura y crueldad de la narración, de un viejo pescador que, una vez más, captura un pez gigantesco, lo vence después de tres días de combate, pero no puede impedir que los tiburones lo devoren y sólo trae al puerto un esqueleto.

Las nueves del Kilimanjaro databa de 1935. Es el relato de un escritor herido mortalmente en plena selva, que recapitula su vida esperando socorros que no llegarán.

Extraño examen de conciencia en que un autor que contaba treinta y siete años se desdobla, se describe tal como será quince años más tarde, y se obliga a reflexionar:


Había destruido su talento no utilizándolo, traicionándose a sí mismo y a cuanto creía, embriagándose hasta embotar sus facultades de percepción; a fuerza de pereza, indolencia y orgullo como también de "pose" y de mala fe.

El sol también sale
databa de 1926. Es la narración de un norteamericano herido en la guerra, mutilado en su virilidad, al margen de la vida y de la felicidad que soñara, y, sin embargo, persiguiéndolas con la infantil esperanza de que, pasado el ruido y el sufrimiento, la embriaguez y el sueño, la pesadilla se disipará. La herida del héroe parece simbolizar un miedo y una debilidad que se disfrazan de energía y audacia durante el mayor tiempo posible y por todos los medios.

Con este disfraz, Hemingway fue durante treinta años el poeta algo fanfarrón de la virilidad. Despojado del disfraz, queda al descubierto lo que Saul Bellow denominara el "hombre petrificado" que renuncia a enfrentarse consigo mismo y a la introspección. Se trata, una vez más y siempre, de "sumergirse en los abismos del dolor y del sufrimiento" y después prohibirse la huída y la evasión. Negación que se traduce en una técnica literaria. Ciertamente, Hemingway aparece presente en todos sus libros, con avidez de verlo, de conocerlo y reflejarlo todo, con pasión de activista que quiere siempre participar; pero esta presencia es a la vez una ausencia. Escribe con imágenes; sus novelas son películas en que el mundo adquiere una realidad fascinadora, en relieve, color, sonido y olor, pero también con todo el misterio de lo indescrifrado y lo indescifrable.

Adiós a la vida

El Jordan de Por quién doblan las campanas se presenta, desde el primer instante, cargado con todo el lastre del pasado; un tipo impresionante, interesante y conmovedor que morirá sin haber verdaderamente comunicado su intimidad con nadie, ni siquiera con María, a la que, sin embargo, ama, ni con el propio autor, ni con el lector. Hemingway no describe la vida, y menos aun la analiza o la explica: la crea de nuevo, y ello le convierte en un visionario de la raza de Balzac, o cuando menos de Simenon, pero vuelve a crearla para nada. Hemingway se aprovechaba de su obra para huir, como huye también en su leyenda de perfecto atleta de la virilidad, hasta desembocar en un trágico adiós a la vida.

El momento culminante de esta leyenda fue su propia conquista de París, en 1944. Corresponsal de guerra, se cansó de sus papel de espectador, formó una guerrilla personal, dejó atrás los carros blindados de Leclerc, entró en la capital francesa y liberó las bodegas del Ritz. Una farsa llevada a sus últimos extremos: ser durante unos días Garibaldi, como fuera torero, pescador de peces-espada, explorador en África y en China, confidente de los "gangsters" y amigo de la gente fuera de la ley; pero siempre solitario y silencioso, hermético al exterior y reservado. Las obras de Hemingway, después de exaltar y fascinar, dejan en el recuerdo un regusto a ceniza, un vértigo de resaca de fiesta absurda: se ha contemplado el mundo, el cielo, el mar y la montaña, los hombres y sus pasiones, pero sólo queda un esqueleto, como en la pesca de El viejo y el mar.

En Adiós a las armas (1929) se entabla un diálogo notable entre el protagonista y un sacerdote, uno de esos diálogos de réplicas llanas y prolongados silencios, que Hemingway escribía como nadie y que diseñan en relieve, aun desde el exterior, una idea profunda y esencial. El sacerdote confiesa que esperaba de la guerra algo que no se ha producido; el héroe responde que él no cree ya ni en la victoria ni en la derrota; al preguntarle el sacerdote en qué cree todavía, replica "¡En el sueño!".

Hemingway se acerca de este modo al puritano decepcionado en que se convirtiera Nataniel Hawthorne. La relación existente es más superficial de lo que parece. Si se pretende interpretar, como muchos críticos norteamericanos afirman, que Adiós a las armas es una versión personal e inconsciente del drama del Jardín del Edén, hay que considerar también al "American abroad" de 1925 como un hijo del Nuevo Israel, que ha perdido la fe y que, a pesar de todas las diversiones, no logra perdonárselo nunca.


 
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