En La Galatea de Cervantes, cuatro pastores lamentan por turnos en una égloga las causas de sus respectivas penas de amor: la muerte de la amada, su ausencia, su indiferencia, o los celos—debatiendo cuál de éstas es la que más sufrimiento da. Y sigue el comentario, glosa y sentencia del discreto pastor Damon, que por desgracia ellos no escuchan...
Crisio
Al que ausencia viene a dar
Su cáliz triste a beber,
No tiene mal que temer
Ni ningún bien que esperar.
En esta amarga dolencia
No hay mal que no esté cifrado
Temor de ser olvidado,
Celos de ajena presencia;
Quien la viniere a probar,
Luego vendrá a conocer
Que no hay mal de que temer
Ni menos bien que esperar.
Orompo
Ved si es mal el que me aqueja
Más que muerte conocida.
Pues forma quejas la vida
De que la muerte la deja.
Cuando la muerte llevó
Toda mi gloria y contento,
Por darme mayor tormento,
Con la vida me dejó.
El mal viene, el bien se aleja
Con tan ligera corrida
Que forma quejas la vida
De que la muerte la deja.
Marsilio
En mi terrible pesar
Ya faltan, por más enojos,
Las lágrimas a los ojos
Y el aliento al suspirar.
La ingratitud y desdén
Me tienen ya de tal suerte,
Que espero y llamo a la muerte
Por más vida y por más bien.
Poco se podrá tardar,
Pues faltan en mis enojos
Las lágimas a los ojos
Y el aliento al suspirar.
Orfenio
Celos, a fe, si pudiera,
Que yo hiciera por mejor
Que fueran celos amor,
Y que el amor celos fuera.
Deste trueco granjeara
Tanto bien y tanta gloria,
Que la palma y la victoria
De enamorado llevara.
Y aun fueran de tal manera
Los celos en mi favor
Que, a ser los celos amor,
El amor yo solo fuera.
Con esta última canción del celoso Orfenio dieron fin a su égloga los discretos pastores, dejando satisfechos de su discreción a todos los que escuchado los habían, especialmente a Damon y a Tirsi, que gran contento en oírlos recibieron, pareciéndoles que de más de pastoril ingenio parecían las razones y argumentos que para salir con su propósito los cuatro pastores habían propuesto.
Pero habiéndose movido contienda entre muchos de los circunstantes sobree cuál de los cuatro había alegado mejor su derecho, en fin se vino a conformar el parecer de todos con el que dió el discreto Damon, diciéndoles que él para sí tenía que, entre todos los disgustos y sinsabores que el amor trae consigo, ninguno fatiga tanto al enamorado pecho, como la incurable pestilencia de los celos, y que no se podían igualar a ella la pérdida de Orompo, ausencia de Crisio, ni la desconfianza de Marsilio.
—La causa es—dijo—que no cabe en razón natural que, las cosas que están imposibilitadas de alcanzarse, puedan por largo tiempo apremiar la voluntad a quererlas ni fatigar al deseo por alcanzarlas, porque el que tuviese voluntad y deseo de alcanzar lo imposible, claro está que, cuanto más el deseo le sobrase, tanto más el entendimiento le faltaría. Y por esta misma razón digo que la pena que Orompo padece, no es sino una lástima y compasión del bien perdido; y por haberle perdido de manera que no es posible tornarle a cobrar, esta imposibilidad ha de ser causa para que su dolor se acabe, que, puesto que el humano entendimiento no puede estar tan unido siempre con la razón que deje de sentir la pérdida del bien que cobrar no se puede, y que, en efecto, ha de dar muestra de su sentimiento con tiernas lágrimas, ardientes suspiros y lastimosas palabras, so pena de que, quien esto no hiciese, antes por bruto que por hombre racional sería tenido: en fin fin, el discurso del tiempo cura esta dolencia, la razón la mitiga y las nuevas ocasiones tienen mucha parte para borrarla de la memoria.
Todo esto es al revés en el ausencia, como apuntó bien Crisio en sus versos, que como la esperanza en el ausente ande tan junta con el deseo, dale terrible fatiga la dilación de la tornada, porque, como no le impide otra cosa el gozar su bien sino algún brazo de mar o alguna distancia de tierra, parécele que, teniendo lo principal, que es la voluntad de la persona amada, que se hace notorio agravio a su gusto que cosas que son tan menos como un poco de agua o tierra le impidan su felicidad y gloria. Júntase asimismo a esta pena el temor de ser olvidado, las mudanzas de los humanos corazones; y en tanto que la ausencia dura, sin duda alguna que es extraño el rigor y aspereza con que trata al alma del desdichado ausente. Pero, como tiene tan cerca el remedio, que consiste en la tornada, puédese llevar con algún alivio su tormento, y si sucediere ser la ausencia de manera que sea imposible volver a la presencia deseada, aquella imposibilidad viene a ser el remedio, como el de la muerte.
El dolor de que Marsilio se queja, puesto que es como el mismo que yo padezco y por esta causa me había de parecer mayor que otro alguno, no por eso dejaré de decir l oque en él la razón me muestra, antes que aquello a que la pasión me incita. Confieso que es terrible dolor querer y no ser querido, pero mayor seria amar y ser aborrecido. Y si los nuevos amadores nos guiásemos por lo que la razón y la experiencia nos enseñan, veríamos que todos los principios en cualquier cosa son dificultosos, y que no padece esta regla excepción en los casos de amor, antes en ellos más se confirma y fortalece; así que, quejarse el nuevo amante de la dureza del rebelde pecho de su señora, va fuera de todo razonable término, porque como el amor sea y ha de ser voluntario, y no forzoso, no debo yo quejarme de no ser querido de quien quiero, ni debo hacer caudal del cargo que le hago, diciéndole que está obligada a amarme porque yo la amo. Que, puesto que la persona amada debe en ley de naturaleza y en buena cortesía, no mostrarse ingrata con quien bien la quiere, no por eso le ha de ser forzoso y de obligación que corresponda del todo y por todo a los deseos de su amante: que si esto así fuese, mil enamorados importunos habría que por su solicitud alcanzasen lo que quizá no se les debría de derecho; y como el amor tenga por padre al conocimiento, puede ser que no halle en mí la que es de mí bien querida partes tan buenas que la muevan e inclinen a quererme, y así no está obligada, como ya he dicho, a amarme, como yo estaré obligado a adorarla, porque hallé en ella lo que a mí me falta. Y por esta razón no debe el desdeñado quejarse de su amada, sino de su ventura, que le negó las gracias que al conocimiento de su señora pudieran mover a bien quererle; y así debe procurar con continuos servicios, con amorosas razones, con la no importuna presencia, con las ejercitadas virtudes, adobar y enmendar en él la falta que naturaleza hizo, que este es tan principal remedio, que estoy para afirmar que será imposible dejar de ser amado el que con tan justos medios procurare granjear la voluntad de su señora. Y pues este mal del desdén tiene el bien deste remedio, consuélese Marsilio y tenga lástima al desdichado y celoso Orfenio, en cuya desventura se encierra la mayor que en las de amor imaginar se puede.
¡Oh, celos, turbadores de la sosegada paz amorosa, celos, cuchillo de las más firmes esperanzas! No sé yo qué pudo saber de linajes el que a vosotros os hizo hijos del amor, siendo tan al revés, que por el mismo caso dejara el amor de serlo, si tales hijos engendrara. ¡Oh celos, hipócritas y fementidos ladrones, pues, para que se haga cuenta de vosotros en el mundo, en viendo nacer alguna centella de amor en algún pecho, luego procuráis mezclaros con ella, volviéndoos de su color, y aun procuráis usurparle el mando y señorío que tiene! Y de aquí nace que, como os ven tan unidos con el amor, puesto que por vuestros efectos dais a conocer que no sois el mismo amor, todavía procuráis que entienda el ignorante que sois sus hijos, siendo, como lo sois, nacidos de una baja sospecha, engendrados de un vil y desastrado temor, criados a los pechos de las falsas imaginaciones, crecidos entre vilísimas envidias, sustentados de chismes y mentiras.
Y porque se ve la destrucción que hace en los enamorados pechos esta maldita dolencia de los rabiosos celos, en siendo el amante celoso, conviene, con paz sea dicho de los celosos enamorados, conviene, digo, que sea, como lo es, traidor, astuto, revoltoso, chismero, antojadizo y aun mal criado; y a tanto se extiende la celosa furia que le señorea, que a la persona que más quiere es a quien más mal desea. Querría el amante celoso que sólo para él su dama fuese hermosa, y fea para todo el mundo; desea que no tenga ojos para ver más de lo que él quisiere, ni oídos para oír, ni lengua para habla; que sea retirada, desabrida, soberbia, mal acondicionada; y aun a veces desea, apretado de esta pasión diabólica, que su dama se muera y que todo se acabe.
Todas estas pasiones engendran los celos en los ánimos de los amantes celosos; al revés de las virtudes que el puro y sencillo amor multiplica en los verdaderos y comedidos amadores, porque en el pecho de un buen enamorado se encierra discreción, valentía, liberalidad, comedimiento y todo aquello que le puede hacer loable a los ojos de las gentes. Tiene más, asimismo la fuerza deste crudo veneno: que no hay antídoto que le preserve, consejo que le valga, amigo que le ayude, ni disculpa que le cuadre; todo esto cabe en el enamorado celoso, y más: que cualquiera sombra le espanta, cualquiera niñería le turba, y cualquiera sospecha falsa o verdadera le deshace. Y a toda esta desventura se le añade otra: que, con las disculpas que le dan piensa que le engañan. Y no habiendo para la enfermedad de los celos otra medicina que las disculpas, y no queriendo el enfermo celoso admitirlas, síguese que esta enfermedad es sin remedio, y que a todas las demás debe anteponerse. Y así, es mi parecer, que Orfenio es el más penado, pero no el más enamorado, porque no son los celos señales de mucho amor, sino de mucha curiosidad impertinente; y si son señales de amor, es como la calentura en el hombre enfermo, que el tenerla es señal de tener vida, pero vida enferma y mal dispuesta, y así el enamorado celoso tiene amor, mas es amor enfermo y mal acondicionado. Y también el ser celoso es señal de poca confianza del valor de sí mismo. Y que sea esto verdad, nos lo muestra el discreto y firme enamorado, el cual sin llegar a la obscuridad de los celos, toca en las sombras del temor, pero no se entra tanto en ellas, que le obscurezcan el sol de su contento, ni de ellas se aparta tanto que le descuiden de andar solícito y temeroso; que si este discreto temor faltase en el amante, yo le tendría por soberbio y demasiadamente confiado, porque, como dice un común proverbio nuestro, quien bien ama, teme; teme, y aun es razón que tema, el amante que como la cosa que ama es en extremo buena, o a él le pareció serlo, no parezca lo mismo a los ojos de quien la mirare, y por la misma causa se engendre el amor en otro, que pueda y venga a turbar el suyo; teme y tema el buen enamorado las mudanzas de los tiempos, de las nuevas ocasiones que en su daño podrían ofrecerse, de que con brevedad no se acabe el dichoso estado que goza, y este temor ha de ser tan secreto, que no le salga a la lengua para decirle, ni aun a los ojos para significarle; y hace tan contrarios efectos este temor del que los celos hacen en los pechos enamorados, que cría en ellos nuevos deseos de acrecentar más el amor, si pudiesen, de procurar con toda solicitud que los ojos de su amada no vean en ellos cosa que no sea digna de alabanza, mostrándoles liberales, comedidos, galanes, limpios y bien criados; y tanto cuanto este virtuoso temor es justo se alabe, tanto y más es digno que los celos se vituperen.
Calló en diciendo esto el famoso Damon, y llevó tras la suya las contrarias opiniones de algunos que escuchado le habían, dejando a todos satisfechos de la verdad que con tanta llaneza les había mostrado. Pero no se quedara sin respuesta, si los pastores Orompo, Crisio, Marsilio y Orfenio hubieran estado presentes a su plática, los cuales, cansados de la recitada égloga, se habían ido a casa de su amigo Daranio.
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