No leía yo mucho Stephen King, pero poco que leas es mucho (se podría decir que demasiado). Tras empaparme hace un tiempo The Tommyknockers, acabo de leerme The Stand, ambas dos por encima de las mil páginas. Tengo esperando Duma Key, objeto hace poco del comentario despectivo de Norman Holland en su blog; y no sé si me animaré con su última, la de la ciudad aislada por una cúpula, visto que ya aparecía parodiada por anticipado en la película de los Simpson.
No me disgusta del todo Stephen King, no. Es un narrador muy eficaz sobre todo a la hora de presentar personajes solitarios embarcados en su propia actividad y tren de pensamientos. También me gusta su representación de la realidad cotidiana americana, los retratos de gente y de lenguaje, las alteraciones súbitas del paisaje ordinario del consumismo—el desastre o lo monstruoso irrumpiendo en la normalidad, en el mundo de hábitos televisivos y marcas y consumo irreflexivo. Es auténtica literatura popular, como los comics de Spiderman, o como Deepak Chopra, y hay en él un poco de todo, como en botica.
The Stand es la historia de una pandemia de gripe, que a modo de Peste apocalíptica extermina a casi toda la población del planeta. La novela sigue las aventuras de unos pocos de los supervivientes, desperdigados por los Estados Unidos, buscándose unos a otros, juntándose en grupos y formando la raíz de una nueva comunidad que perpetúe lo mejor de los valores y la civilización americana.
Se sitúa así en la tradición de la narración post-apocalíptica, o de desastres universales y destrucción seguida de un renacer. El modelo de este tipo de relatos es la historia de Noé en el Génesis: la tradición bíblica está muy presente en estas historias, y muy en concreto en The Stand. Hay otra tradición emparentada, en la línea de catástrofes universales, como son las novelas de extinción de la especie, como The Last Man de Mary Shelley. Pero de hecho este género tiene pocas obras; incluso en relatos post-apocalípticos de pesimismo acentuado como The Road, de Cormac McCarthy, hay un final esperanzador. Con lo cual la catástrofe resulta ser unas veces castigo divino, o purificación por los errores de la civilización, en la mejor tradición bíblica. En todo caso, es un nuevo comienzo lo que encontramos al final, no un final completo y absoluto, al cual la mente humana parece resistirse. Tenemos un atisbo de eso en La máquina del tiempo de H.G. Wells; pero ni siquiera la novela de El último hombre de Mary Shelley representa directamente la muerte absoluta de la humanidad. ¿Quizá sería un rasgo de misantropía el narrar eso?
The Stand, en cualquier caso, se sitúa de lleno en esta tradición. Más en concreto, en la tradición de novelas de epidemia inaugurada por La peste escarlata de Jack London. Hay, claro está, muchas otras novelas de epidemia, desde el Journal of the Plague Year de Defoe, hasta La Peste de Camus o Ensayo sobre la ceguera de Saramago. Pero la peste de Jack London es apocalíptica: termina con la civilización occidental, y supone una reversión de la cultura humana a épocas primitivas. Hay otros post-apocalipsis, los nucleares, que plantean la cuestión en términos similares. A la rotura de los lazos sociales que produce toda catástrofe universal, guerra o plaga, las novelas de las pandemias añaden la desconfianza entre las personas que supone el temor al contagio. Este rasgo no está muy acentuado en The Stand, por cierto: la pandemia de gripe mutante se extiende tan rápido que la gente está más bien desinformada y sucumben casi todos simultáneamente, sin que el novelista enfatice mucho escenas de expulsión de enfermos, abandonos, o cuarentenas. La primera parte de la novela presenta a los principales protagonistas, junto con otros personajes que mueren; en un argumento de muchos hilos que al principio se hace difícil de seguir por el gran número de personajes. La novela va adquiriendo una forma más convergente y unificada a medida que los supervivientes dispersos se van juntando; esto es un principio estructural que define en gran medida su forma.
Otro principio argumental clave es, por supuesto, el maniqueísmo de la trama: los buenos se reúnen al este de las Montañas Rocosas, en última instancia en Boulder, Colorado, tras un periplo por muchos estados americanos, alrededor de la figura de una abuela negra centenaria, Mother Abagail. Los malos se agrupan en torno a una encarnacion del demonio llamada Randall Flagg—en Las Vegas. Cada una de las dos comunidades intenta reconstruir la civilización a su manera: pero la Zona Libre de Boulder retoma los ideales de la constitución norteamericana, mientras que los seguidores de Flagg están sometidos a una dictadura satánica que los esclaviza bajo un líder al modo hitleriano o napoleónico.
Este es sin duda el aspecto más simplista y "pop" de la novela, el que le hace combinar una descripción realista de los efectos de una pandemia universal en USA —ingrediente importante de la novela—con una cosa muy distinta, una Batalla de Armageddón entre las fuerzas del Bien y del Mal, al modo de El Señor de los Anillos, obra que inspiró a Stephen King, y que algunos personajes de The Stand conocen por cierto. La Madre Abagail es humana, pero ha sido elegida por Dios para transmitir sus mensajes y reunir en torno a ella a los fieles; Flagg por su parte no es humano, sino una encarnación del mal que asume forma humana. Ambos tienen poderes visionarios sobrenaturales, y se encargan de transmitir a sus respectivas comunidades la naturaleza de su lucha, de modo que a través de sueños compartidos, visiones, rumores, intuiciones, etc., todos son conscientes de la lucha en la que se hallan embarcados. Los mensajes paranormales y avisos del más allá son parte necesaria del paisaje de Stephen King. Hay que señalar que no es que los personajes crean que hay un enfrentamiento entre las fuerzas del bien y del mal, sino que el propio novelista (me refiero al autor implícito) es quien comparte esta visión mítica con ellos, y organiza así el mundo de la novela como un espacio donde las máquinas de Coca Cola y los coches automáticos se mueven por un paisaje ordenado por líneas de fuerza generadas por un pensamiento espiritualista, precientífíco—parece ser que es el paisaje real de la América profunda, este país de creyentes, un paisaje surreal en extremo para quienes hemos dejado atrás estas mitologías orientales. Sí, Stephen King hace terror con las raíces emocionales del pensamiento mítico, pero su éxito se debe a que esas raíces están muy vivas en el registro emocional de las personas, y más en América.
Esto no es literatura seria, claro, y le pone un nivelillo bajo de tope al análisis que hace Stephen King de los asuntos humanos. Ni siquiera los cristianos más irredentos, como el Papa, admitirían que Dios y el diablo intervienen de este modo en los asuntos humanos. Aunque el novelista busca guardar las distancias, mostrar indirectamente el plan divino de la lucha del Bien y del Mal, toda distancia es poca, y novelas como esta son un curioso resto de la mente mítica, invadida por terrores sobrenaturales, que todavía parece ser organiza muchos cerebros en el Occidente norteamericano. Un mundo diseñado y organizado por la lucha entre el Bien y el Mal a través de los asuntos humanos. Es el Pilgrim's Progress de Bunyan, o el Paraíso Perdido, cruzado como digo con una indigestión de consumismo pop.
Porque uno de los rasgos más peculiares de The Stand es la pervivencia de los objetos, la sobreabundancia repentina de bienes de consumo inundando las calles y las ciudades, todos aún sin decaer y sin haber llegado a su fecha de caducidad; todos a disposición de los supervivientes. En cierto modo es una alegoría de la muerte por sobreproducción: nada tan característico como coches excelentes, con sus muertos dentro, y sus bolsas de patatas fritas o de comidas preparadas a disposición de los pocos supervivientes. También eligen estos las mejores casas, sin electricidad por desgracia de momento, aunque pronto reparan los generadores. Otro aspecto naíf profundo de esta novela es cómo parece desprenderse de ella que el novelista prepara (tras la victoria final) un renacer de los Estados Unidos en versión reducida, en forma de pequeña comunidad llevable y democrática, donde América va a arrancar de nuevo apenas interrumpida en sus costumbres. No parece consciente, ni el autor ni los personajes, de la manera en que el american way of life depende de todo un mundo globalizado y de una red económica amplia y compleja, que jamás podría ser replicada a escala menor en una pequeña comunidad.
Más realista es en este sentido La Peste Escarlata, de London, en el que en el espacio de dos generaciones se ha interrumpido la historia civilizada, y el mundo ha vuelto a un estado tribal prehistórico. Lo mismo sucede en el final memorable de Earth Abides, de George R. Stewart. Es una excelente novela dentro de esta tradición, muy diferente a la de King. Para empezar, no hay fuerzas divinas ni satánicas organizando los asuntos humanos, sino que estos dependen (como de hecho sucede según nuestras noticias) de sus propias fuerzas, de las fuerzas naturales de su entorno, y de las opciones que toman. En Earth Abides se reconstruye una pequeña comunidad americana en un origen, y se vive (como en The Stand) de las rentas de la vieja civilización moderna—pero los coches van envejeciendo, los bienes se van deteriorando, y la pequeña comunidad americana va transformándose en una tribu de salvajes que al final veneran al anciano, al último superviviente del viejo mundo, como a un dios viviente, o quizá más bien como a un fetiche.
En The Stand se nos promete, como en The Scarlet Plague, una vuelta al ciclo de los asuntos humanos. Flagg ha muerto en la explosión nuclear que destruye la comunidad de Las Vegas, pero se reencarna en el último capítulo y va buscando nuevos acólitos en una tribu de negros ignorantes. Por cierto, aparte de la negra Mother Abagail (los negros tienen en el imaginario popular americano un contacto especialmente directo con la autenticidad y con la palabra de Dios) no parece haber otros negros en la comunidad de la Zona Libre de Boulder, parece una América idealmente blanca, tras la muerte de su profetisa.
Las causas del desastre encierran una lección, naturalmente, en toda novela de ciencia ficción (pues también de esto, aparte de la fantasía, tiene su dosis The Stand). En Earth Abides, la plaga era de origen misterioso, una especie de accidente natural. En The Scarlet Plague, está asociada a la superpoblación, fruto del desarrollo productivo, que causa el hacinamiento de la población en ciudades y la aparición de gérmenes nuevos de modo incontrolable (una teoría que tiene tanto de premonición científica como de ciencia-ficción, por cierto). En The Stand, el origen de la epidemia es un arma bacteriológica descontrolada—pero todo va mezclado con la acción de las fuerzas del Mal, que se manifiestan en los tiranos, en los intelectuales ególatras como Harold Lauder, y en los lobos y comadrejas. La novela tiene su lado de denuncia frente al militarismo criminal, pero (como suele suceder con los productos del pensamiento pop) lleva una empanada mental no resuelta con los fines y medios y criterios de las Fuerzas del Bien— en un momento una de las protagonistas, Frannie Goldsmith, casi lo pone de manifiesto al denunciar al dios de la Madre Abigail como un sanguinario matarife que ha exterminado sin pensárselo bien a la especie humana. Y es que la teología de The Stand es tan nebulosa a este respecto, sobre los poderes e intenciones de Dios, como cualquier otra teología que vea espíritus interviniendo en asuntos humanos. Otro aspecto de la empanada emocional del autor con estas cuestiones es el papel de la Bomba Atómica, ciertamente un producto del militarismo demente, pero que aquí hace el papel de la Mano de Dios, tal cual, al encargarse el Todopoderoso de que uno de los secuaces de Flagg, enloquecido por amor al fuego o confundido, la haga detonar en medio de la fiesta del Malvado.
Una pequeña expedición con la mayoría de los protagonistas (el ex-cantante pop Larry Underwood, el sociólogo Glen Bateman, etc.) había viajado a Las Vegas por inspiración divina para acabar con el Malo— no se sabe para qué, puesto que el esbirro pirómano que hace detonar la bomba, Trashcan Man, la hubiera hecho detonar igualmente sin la intervención de este grupito para nada. En la deflagración se consumen, observa el narrador, buenos y malos por igual (y sin mucha coherencia teológica que digamos, pero es éste un dios y un Autor al que no hay que pedir muchas cuentas). En fin, el Amor a la Bomba, satirizado tan bien por Kubrick en Doctor Strangelove, aquí aparece en estado casi puro, como en esas películas de los 50 (The Day the Earth Stood Still es un buen ejemplo) en el que la Bomba aparece encarnada a la vez como el peligro y como la Solución. Hay también en The Stand alguna frase al efecto de que la Peste Universal ha sido una buena limpia... no se perdió mucho, comenta el narrador. Un pensamiento digamos que poco humanista; extraño este narrador, capaz de prestar tanta atención a la humanidad vulgar y sus banales acciones, y a la vez despreciarlos tan olímpicamente. También en eso se parece a su dios.
Sobrevive inesperadamente, de los miembros de la expedición, el más cercano al papel del protagonista de la novela, Stuart Redman, varón americano modelo, sencillo y directo, la pareja de Frannie Goldsmith (aunque no el padre del hijo que ésta da a luz). Stuart y Frannie también serán de los primeros que dejen la comunidad de Boulder para convertirse en pioneros que colonicen de nuevo la costa Este. De lo que haya sucedido en otras partes del mundo no se sabe mucho, ni tampoco parece preocupar como cuestión relevante, también en eso la novela ésta es extraordinariamente norteamericana. En fin, muy recomendable The Stand como literatura de la América profunda. Y de la superficial.
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