miércoles, 15 de enero de 2025

Unamuno apocalíptico: la entropía terminal, el multiverso y la perspectiva dominante de la divinidad

Un pasaje sobre evolucionismo cósmico de El Sentimiento Trágico de la Vida de Miguel de Unamuno (X) —desolado tras su lectura de Spencer y de los hallazgos de Boltzmann.




 Cuenta B. Brunhes (La Dégradation de l'énergie, IV parte, cap. XVIII, E. 2) haberle contado monsieur Sarrau, que lo tenía del padre Gratry, que este se paseaba por los jardines del Luxemburgo departiendo con el gran matemático y católico Cauchy, respecto a la dicha que tendrían los elegidos en conocer, al fin, sin restricción ni velo, las verdades largo tiempo perseguidas trabajosamente en este mundo. Y aludiendo el padre Gratry a los estudios de Cauchy sobre la teoría mecánica de la reflexión de la luz, emitió la idea de que uno de los más grandes goces intelectuales del ilustre geómetra sería penetrar en el secreto de la luz, a lo que replicó Cauchy que no le parecía posible saber en esto más que ya sabía, ni concebía que la inteligencia más perfecta pudiese comprender el misterio de la reflexión mejor que él lo había expuesto, ya que había dado una teoría mecánica del fenómeno. "Su piedad—añade Brunhes—no llegaba hasta creer que fuese posible hacer otra cosa ni hacerla mejor." 

Hay en este relato dos partes que nos interesan. La primera es la expresión de qué sea la contemplación, el amor intelectual o la visión beatífica para hombres superiores, que hacen del conocimiento su pasión central, y otra, la fe en la explicación mecanicista del mundo.

A esta disposición mecanicista del intelecto va unida la ya célebre fórmula de "nada se crea, nada se pierde, todo se transforma", con que se ha querido interpretar el ambiguo principio de la conservación de la energía, olvidando que para nosotros, para los hombres, prácticamente, energía es la energía utilizable, y que ésta se pierde de continuo se disipa por la difusión del calor, se degrada, tendiendo a la nivelación y a lo homogéneo. Lo valedero para nosotros, más aún, lo real para nosotros, es lo diferencial, que es lo cualitativo; la cantidad pura, sin diferencias, es como si para nosotros no existiese, pues que no obra. Y el Universo material, el cuerpo del Universo, parece camina poco a poco, y sin que sirva la acción retardadora de los organismos vivos y más aún la acción conciente del hombre, a un estado de perfecta homogeneidad (v. Brunhes, obra citada). Que si el espíritu tiende a concentrarse, la energía material tiende a difundirse.

¿Y no tiene esto acaso una íntima relación con nuestro problema? ¿No habrá una relación entre esta conclusión de la filosofía científica respecto a un estado final de estabilidad y homogeneidad y el ensueño místico de la apocatastasis? ¿Esa muerte del cuerpo del Universo no será el triunfo final de su espíritu, de Dios?

Es evidente la relación íntima que media entre la exigencia religiosa de una vida eterna después de la muerte, y las conclusiones—siempre provisorias—a que la filosofía científica llega respecto al probable porvenir del Universo material o sensitivo. Y el hecho es que así como hay teólogos de Dios y de la inmortalidad del alma, hay también los que Brunhes (obra citada, cap. XXVI, párr. 2) llama teólogos del monismo, a los que estaría mejor llamar ateólogos, gentes que persisten en el espíritu de afirmación a priori; y que se hace insoportable—añade—cuando abrigan la pretensión de desdeñar la teología. Un ejemplar de estos señores es Haeckel, ¡que ha logrado disipar los enigmas de la Naturaleza! 

Estos ateólogos se han apoderado de la conservación de la energía, del "nada se crea y nada se pierde, todo se transforma", y se han servido de él para dispensarnos de Dios. "El mundo construido para durar—escribe Brunhes—, que no se gasta, o más bien repara por sí mismo las grietas que aparecen en él. ¡Qué hermoso tema de ampliaciones oratorias! Pero estas mismas ampliaciones, después de haber servido en el siglo XVII para probar la sabiduría del Creador, han servido en nuestros días de argumentos para los que pretenden pasarse sin Él." Es lo de siempre: la llamada filosofía científica, de origen y de inspiración teológica o religiosa en su fondo, yendo a dar una ateología o irreligión, que no es otra cosa que teología y religión. Recordemos aquello de Ritschl, ya citado en estos ensayos. 

Ahora, la última palabra de la ciencia, más libre aún que de la filosofía científica, parece ser que el mundo material, sensible, camina por la degradación de la energía, por la predominancia de los fenómenos irreversibles, a una nivelación última, a una especie de homogéneo final. Y éste nos recuerda aquel hipotético homogéneo primitivo de que tanto usó y abusó Spencer, y aquella fantástica inestabilidad de lo homogéneo, inestabilidad de que necesitaba el agnosticismo ateológico de Spencer  para explicar el inexplicable paso de lo homogéneo a lo heterogéneo. Porque, ¿cómo puede surgir heterogeneidad alguna, sin acción externa, del perfecto y absoluto homogéneo? Mas había que descartar todo género de creación, y para ello el ingeniero desocupado metido a metafísico, como lo llamó Papini, inventó lo de la inestabilidad de lo homogéneo, que es más..., ¿cómo lo diré?, más místico y hasta más mitológico, si se quiere, que la acción creadora de Dios. 

Acertado anduvo aquel positivista italiano, Roberto Ardigo, que, objetando a Spencer, le decía que lo más natural era suponer que siempre fue como hoy, que siempre hubo mundos en formación, en nebulosa, mundos formados y mundos que se deshacían; que la heterogeneidad es eterna. Otro modo, como se ve, de no resolver.

¿Será ésta la solución? Mas en tal caso, el Universo sería infinito, y en realidad no cabe concebir un Universo entero y limitado como el que sirvió de base a Nietzsche para lo de la vuelta eterna. Si el Universo ha de ser eterno, si han de seguirse en él, para cada uno de sus mundos, períodos de homogeneización, de degradación de energía, y otros de heterogeneización, es menester que sea infinito, que haya lugar siempre y en cada mundo para una acción de fuera. Y de hecho, el cuerpo de Dios no puede ser sino eterno e infinito. 

Mas para nuestro mundo parece probada su gradual nivelación, o, si queremos, su muerte. ¿Y cuál ha de ser la suerte de nuestro espíritu en este proceso? ¿Menguará con la degradación de la energía de nuestro mundo y volverá a la inconciencia, y crecerá más bien a medida que la energía utilizable mengua y por los esfuerzos mismos para retardarlo y dominar a la Naturaleza, que es lo que constituye la vida del espíritu? ¿Serán la conciencia y su soporte externo dos poderes en contraposición tal que el uno crezca a expensas del otro?

El hecho es que lo mejor de nuestra labor científica, que lo mejor de nuestra industria, es decir, lo que en ella no conspira a destrucción—que es mucho—,  se endereza a retardar ese fatal proceso de degradación de la energía.Ya la vida mismo orgánica, sostén de la conciencia, es un esfuerzo por evitar en lo posible ese término fatídico, por irlo alargando. 

De nada sirve querernos engañar con himnos paganos a la Naturaleza, a aquella a que con más profundo sentido llamó Leopardi, este ateo cristiano, "madre en el parto, en el querer madrastra", en aquel su estupendo canto a la retama (La ginestra). Contra ella se ordenó en un principio la humana compañía; fue horror contra la impía Naturaleza lo que anudó primero a los hombres en cadena social. Es la sociedad humana, en efecto, madre de la conciencia refleja y del ansia de inmortalidad, la que inaugura el estado de gracia sobre el de Naturaleza, y es el hombre el que, humanizando, espiritualizando a la Naturaleza con su industria, la sobrenaturaliza.

El trágico poeta portugués Antero de Quental soñó en dos estupendos sonetos, a que tituló Redención, que hay un espíritu preso, no ya en los átomos o en los iones o en los cristales, sino—como a un poeta corresponde—en el mar, en los árboles, en la selva, en la montaña, en el viento, en las individualidades y formas todas materiales, y que un día, todas esas almas, en el limbo aún de la existencia, despertarán en la conciencia, y cerniéndose como puro pensamiento, verán a las formas, hijas de la ilusión, caer deshechas como un sueño vano. Es el ensueño grandioso de la concientización de todo. 

¿No es acaso que empezó el Universo, este nuestro universo—¿quién sabe si hay otros?—, con un cero de espíritu—y cero no es lo mismo que nada—y un infinito de materia, y marcha a acabar en un infinito de espíritu con un cero de materia? ¡Ensueños!  (...)

  

 

 Origen y evolución de Dios según Unamuno

 

 

—oOo—

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Se aceptan opiniones alternativas, e incluso coincidentes:

Mi fotoblog

Mi fotoblog
se puede ver haciendo clic en la foto ésta de Termineitor. Y hay más enlaces a cosas mías al pie de esta página.