Se encuentra la teoría antropológica-evolucionista de Miguel de Unamuno sobre la naturaleza y origen de la divinidad en un ensayo de título improbable y desorientador, "Sobre el fulanismo" (que para más datos es una defensa del fulanismo o importancia de los líderes por encima de las ideologías programáticas)—enlaza esto con lo de lo divino por la necesidad que tenemos de personalizar.
Este es el pasaje en el que el discreto descreído Unamuno formula su teoría evolucionista sobre Dios. La creencia en Dios y en dioses surge de la propia naturaleza humana y sus propensiones mentales, sobre las que tiene Unamuno una perspectiva un tanto spenceriana o pragmatista, quizá dijese él guillermojamesiana, por lo de personalizar y no abstractizar:
Nada más arraigado en el hombre que su tendencia a antropomorfizarlo todo; como que arranca de su constitución misma mental. Tan arraigada está en él dicha tendencia, que no logran desprenderse de ella los que más la combaten. Cabe aplicarles el paso aquel de las aventuras del barón de Münchhausen, que aplicaba Schopenhauer a los que pretenden salirse de sí mismos y conocer las cosas como ellas son fuera de nosotros; el paso en que , habiendo caído el barón en un pozo, quería sacarse de éste tirándose de la coleta. Así vemos que a muchos de los que más declaman contra los estragos del antropomorfismo en la ciencia, no se les cae de la boca lo de la uniformidad y constancia de las leyes de la Naturaleza, y ni se percatan, ni aun sospechan, que semejante principio es un postulado que no se induce de la experiencia, sino que se saca de nuestro modo de obrar, de nuestra conciencia y de nuestras necesidades prácticas.
Miles de veces se ha dicho y repetido que el concepto de fuerza, y otros análogos, lo sacamos de nuestra conciencia, del modo como sentimos nuestro propio esfuerzo. Y del sentirnos unos a través de nuestras mudanzas y variaciones, es de donde, en realidad, sacamos la atribución de unidad proyectada luego a la Naturaleza. Después de Kant, es esto ya de clavo pasado.
Necesitamos saber a qué atenernos; nuestras necesidades vitales nos exigen el que no estemos a merced de lo imprevisto e inesperado.
El eminente psicólogo norteamericano Guillermo James, en un precioso ensayo acerca del sentimiento de racionalidad, escribe lo siguiente:
"La utilidad de este afecto emocional de la expectación es muy clara; tenía que traerla, más tarde o más temprano, la 'selección natural'. Es de la mayor importancia práctica para un animal el que pueda prever las cualidades de los objetos que le rodean; y en especial, que no vaya a quedarse quieto en presencia de circunstancias que estén preñadas de peligros o de ventajas: el que se acueste a dormir, por ejemplo, al borde de un precipicio; en la cueva de un enemigo, o que mire con indiferencia cualquier objeto que aparezca de nuevo, y que si lo caza, resulte una adición importante para sus fines. Es menester que le excite la novedad. Y así es como toda curiosidad tiene una génesis práctica. No tenemos más que mirar a la fisonomía de un perro o de un caballo cuando se les pone a la vista algún objeto nuevo, su mezcla de fascinación uy temor, para ver que en el fondo de su emoción hay un elemento de inseguridad conciente o de perpleja expectación. La curiosidad de un perro, respecto a los movimientos de su amo o de un objeto extraño, no se extiende más que hasta el punto de decidir qué es lo que va a suceder en seguida. Una vez averiguado esto, queda su curiosidad apagada. El perro que cita Darwin, y cuya conducta, a presencia de un periódico movido por el viento, parecía atestiguar un sentido 'de lo sobrenatural', no estaba sino mostrando irritación de un futuro incierto. Un periódico que podría moverse espontáneamente era una cosa tan inesperada en sí misma, que el pobre bruto no podía decir qué nuevos milagros le traería el siguiente momento."
(The Sentiment of Rationality, en el libro The will to believe and other essays in popular philosophy by William James, 1912)
Retengamos esta preciosa explicación que da James del sentido de lo sobrenatural del perro citado por Darwin, y cotejémosla con aquella antigua sentencia de que fué el terror lo que primero hizo en el mundo a los dioses: primus in orbe deos fecit timor.
Es indudable que el espanto y la inquietud que un hecho inesperado, increíble, de esos que llamamos milagrosos—y para cada cual resulta milagro lo que de ninguna manera podía prever—nos causa, depende de que nos vemos perdidos, nos parece suspendida la normalidad de la Naturaleza y nos preguntamos con terror: "¿Qué va a venir después de esto?" Es también el origen del temor que un loco nos inspira al ver hacer a un hombre una cosa en él inesperada e increíble, dado su estado normal, tememos lo que vaya a hacer en seguida y no nos sentimos seguros junto a él.
Es el origen del terror que causa a los hombres, sobre todo a los hombres incultos, a los salvajes y a los niños,todo lo que procede de un agente no humano cuyas vías y procederes no pueden prever. Y aun a todo el mundo, si yendo por un bosque le sorprende de pronto un disparo y siente silbar junto al oído la bala, se estremece y no se aquieta hasta haber visto de dónde salió el tiro. Y el que en el bosque le sorprenda una tormenta de rayos y centellas, le sobrecoge de pavor mucho más que el que le sorprendan tres o cuatro bandoleros, sobre todo si va armado.
Es que un hombre es un ser como nosotros, que procede como nosotros procedemos, cuyos caminos y modos de obrar conocemos, y contra el cual nos es posible prevenirnos y defendernos.
Y así, para nuestra seguridad, necesitamos asimilar las potencias exteriores a nosotros mismos y buscar en sus procederes algo de nuestro proceder. Y de aquí la evolución del concepto de la Divinidad en la conciencia humana.
En esto estriba la diferencia mayor que media entre el Dios terrible del Sinaí, tronando desde su carro envuelto en las nubes de la montaña sagrada y lanzando rayos y centellas desde allí; el Dios que castiga los pecados de los padres en los hijos hasta la séptima generación; el Dios duramente justiciero, y el Dios del Evangelio, el Padre de Cristo, el Dios del perdón. La mayor originalidad del cristianismo en el orden religioso es haber descubierto la relación de filialidad entre el hombre y su Dios. Dios es el padre de Jesús, y Jesús es el hijo del hombre. San Agustín tiene en sus Confesiones un pasaje maravilloso, en que hablando de Dios dice: "¿Quién comprenderá quién expresará a Dios? ¿Qué es lo que brilla así por momentos a los ojos de mi alma y hace latir mi corazón de terror y de amor? Es algo muy diferente de mí, y por eso estoy helado de miedo; es algo idéntico a mí mismo, y por eso estoy inflamado de amor." No puede expresarse mejor el origen del miedo a Dios y del amor hacia él.
Téngase la idea que se quiera respecto a la Divinidad y al valor objetivo de esta creencia, el pasaje de San Agustín es de una gran profundidad psicológica, y lo será hasta para los que no creen en Dios. Porque éstos admitirán por lo menos, teniendo en cuenta el génesis y desarrollo de la idea de Dios en la conciencia humana, que Dios viene a ser nuestro yo proyectado al infinito. Esta proyección le hace, a la vez que algo como nosotros, algo en que podemos confiar, porque sus caminos y procederes son como los nuestros, una potencia antropomórfica, algo también enteramente diferente a nosotros, tan diferente como como puede serlo lo infinito de lo finito, algo ante lo cual hay que temblar, porque puede sorprendernos, cuando menos lo creamos, con alguna cosa inesperada.
Aquí se ve la necesidad que tiene el hombre de antropomorfizar las potencias superiores, y hasta el supremo concepto de la Divinidad. Y los que rechazan admitir ésta, antropomorfizan, sépanlo o no, queriendo o sin quererlo, la Naturaleza, la Ley, la Materia, lo que fuere. El mismo Inconocible spenceriano es, si bien se examina, una potencia antropomórfica, y lo es la Idea hegeliana.
Y he llegado al núcleo del razonamiento que vengo desarrollando, y este núcleo es el de que la Idea hegeliana, que parece el triunfo del intelectualismo, de las doctrinas que sostienen el todopoderío de las ideas, la tal idea es una potencia antropomórfica, es una personalización. Y no podía ser de otra manera.
Una idea no es algo sustantivo y que exista por sí; supone siempre un espíritu humano que la conciba. Y cuando se intenta sustantivar las ideas, exteriorizarlas y darles valor objetivo y trascendente, como hacía Platón, se acaba por tener que buscar un espíritu trascendente en quien radiquen y que las conciba. La doctrina de los arquetipos o ideas preexistentes a los fenómenos tiene que concluir en una mente divina, en un Espíritu infinito y eterno, que de una manera o de otra les ha dado origen.
Y es que, repito, la idea no es para nosotros algo sustantivo; la idea no existe más que en una mente que la conciba. Y la idea en sí, abstrayéndola del espíritu que la abriga y le da calor de sentimiento y empuje de voluntad, es algo frío, inerte e infecundo. El acto intelectual no se da en el hombre sin alguna parte de sentimiento y sin alguna parte de voluntad, por pequeñas que estas partes sean.
Spencer ha sostenido, y con él otros psicólogos y sociólogos, que las ideas no rigen al mundo; que el progreso de la Humanidad se debe a los sentimientos y no a las ideas. Me parece que sería mucho más exacto decir que el progreso del género humano se debe a los hombres, a la sucesión de hombres diversos unos de otros, que al mundo no le rigen ni las ideas ni aun los sentimientos, sino los hombres, los hombres con sus ideas, sentimientos y actos.
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Más evolución de Dios...
Purzycki, Benjamin Grant, et al., eds. The Evolution of Religion and Morality. 2 vols. London: Routledge, 2024.*
2024
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