Capítulo VIII de Miguel de Unamuno, Del Sentimiento Trágico de la Vida —donde traza la evolución de Dios, a partir del animismo y de los dioses, a través del monoteísmo y la teología, hasta su disolución en el panteísmo, el escepticismo y el racionalismo contemporáneos.
DE DIOS A DIOS
No creo que sea violentar la verdad el decir que el sentimiento religioso es sentimiento de divinidad, y que solo con violencia del corriente lenguaje humano puede hablarse de religión atea. Aunque es claro que todo dependerá del concepto que de Dios nos formemos. Concepto que depende, a su vez, del de divinidad.
Conviénenos, en efecto, comenzar por el sentimiento de divinidad antes de mayusculizar el concepto de esta cualidad, y, articulándola, convertirla en la Divinidad, esto es, en Dios. Porque el hombre ha ido a Dios por lo divino más bien que he deducido lo divino de Dios.
Ya antes, en el curso de estas algo errabundas y a la par insistentes reflexiones sobre el sentimiento trágico de la vida, recordé el timor fecit deos de Estacio para corregirlo y limitarlo. Ni es cosa de tratar una vez más el proceso histórico por el que los pueblos han llegado al sentimiento y al concepto de un Dios personal como el del cristianismo. Y digo los pueblos y no los individuos aislados, porque si hay sentimiento y concepto colectivo, social, es el de Dios, aunque el individuo lo individualice luego. La filosofía puede tener, y de hecho tiene, un origen individual; la teología es, necesariamente, colectiva.
La doctrina de Schleiermacher, que pone el origen, o más bien la esencia del sentimiento, o más bien la esencia del sentimiento religioso, en el inmediato y sencillo sentimiento de dependencia, parece ser la explicación más profunda y exacta. El hombre primitivo, viviendo en sociedad, se siente depender de misteriosas potencias que invisiblemente le rodean; se siente en comunión social, no solo con sus semejantes, los demás hombres, sino con la Naturaleza toda animada e inanimada, lo que no quiere decir otra cosa sino que lo personaliza todo. No solo tiene él conciencia del mundo, sino que se imagina que el mundo tiene también conciencia como él. Lo mismo que un niño habla a su perro o a su muñeco, cual si le entendiesen, cree el salvaje que le oye su fetiche o que la nube tormentosa se acuerda de él y le persigue. Y es que el espíritu del hombre natural, primitivo, no se ha desplacentado todavía de la Naturaleza ni ha marcado el lindero entre el sueño y la vigilia, entre la realidad y la imaginación.
No fue, pues, lo divino algo objetivo, sino la subjetividad de la conciencia proyectada hacia fuera, la personalización del mundo. El concepto de divinidad surgió del sentimiento de ella, y el sentimiento de divinidad no es sino el mismo oscuro y naciente sentimiento de personalidad vertido a lo de fuera. Ni cabe en rigor decir fuera y dentro, objetivo y subjetivo, cuando tal distinción no era sentida, y siendo, como es, de esa indistinción de donde el sentimiento y el concepto de divinidad proceden. Cuanto más clara la conciencia de la distinción entre lo objetivo y lo subjetivo, tanto más oscuro el sentimiento de divinidad en nosotros.
Hase dicho, y al parecer con entera razón, que el paganismo helénico es, más bien que politeísta, panteísta. La creencia en muchos dioses, tomando el concepto de Dios como hoy le tomamos, no sé que haya existido en cabeza humana. Y si por panteísmo se entiende la doctrina de que todo y cada cosa es de Dios—proposición, para mí, impensable—, sino de que todo es divino, sin gran violencia cabe decir que el paganismo era panteísta. Los dioses no solo se mezclaban entre los hombres, sino que se mezclaban con ellos; engendraban los dioses en las mujeres mortales, y los hombres mortales engendraban en las diosas a semidioses. Y si hay semidioses, esto es, semihombres, es tan solo porque lo divino y humano eran caras de una misma realidad. La divinización de todo no era sino su humanización. Y decir que el Sol era un dios equivalía a decir que era un hombre, una conciencia humana más o menos agrandaba y sublimada. Y esto vale desde el fetichismo hasta el paganismo helénico.
En lo que propiamente se distinguían los dioses de los hombres era en que aquellos eran inmortales. Un dios venía a ser un hombre inmortal, y divinizar a un hombre, considerarle como a un dios, era estimar que, en rigor, al morirse no había muerto. De ciertos héroes se creía que fueron vivos al reino de los muertos. Y este es un punto importantísimo para estimar el valor de lo divino.
En aquellas repúblicas de dioses había siempre algún dios máximo, algún verdadero monarca. La monarquía divina fue la que, por el monocultismo, llevó a los pueblos al monoteísmo. Monarquía y monoteísmo son, pues, cosas gemelas. Zeus—Júpiter—iba en camino de convertirse en dios único, como en dios único, primero del pueblo de Israel, después de la Humanidad, y, por último, del Universo todo, se convirtió Jahvé, que empezó siendo uno entre tantos dioses.
Como la monarquía, tuvo el monoteísmo un origen guerrero. "Es en la marcha y en el tiempo de guerra—dice Robertson Smith (The Prophets of Israel, lect. I)—cuando un pueblo nómada siente la instante necesidad de una autoridad central, y así ocurrió que, en los primeros comienzos de la organización nacional en torno al santuario del arca, Israel se creyó la hueste de Jehová. El nombre mismo de Israel es marcial y significa Dios pelea, y Jehová es en el Viejo Testamento Iahivé Zebahât, el Jehová de los ejércitos de Israel. Era en el campo de batalla donde se sentía más claramente la presencia de Jehová; pero en las naciones primitivas, el caudillo del tiempo de guerra era también el juez nacional en tiempo de paz."
Dios, el Dios único, surgió, pues, del sentimiento de divinidad en el hombre como Dios guerrero, monárquico y social. Se reveló al pueblo, no a cada individuo. Fue el Dios de un pueblo, y exigía, celoso, se le rindiese culto a él solo, y de este monocultismo se pasó al monoteísmo, en gran parte por la acción individual, más filosófica acaso que teológica, de los profetas. Fue, en efecto, la actividad individual de los profetas lo que individualizó la divinidad. Sobre todo, al hacerla ética.
Y de este Dios, surgido así en la conciencia humana a partir del sentimiento de divinidad, apoderóse luego la razón, esto es, la filosofía, y tendió a definirlo, a convertirlo en idea. Porque definir algo es idealizarlo, para lo cual hay que prescindir de su elemento inconmensurable o irracional, de su fondo vital. Y el Dios sentido, la divinidad sentida como persona y conciencia única fuera de nosotros, aunque envolviéndonos y sonsteniéndonos, se convirtió en la idea de Dios.
El Dios lógico, racional, el ens summum, el primum movens, el Ser Supremo de la filosofía teológica, aquel a que se llega por los tres famosos caminos de negación, eminancia y causalidad, viae negationis, eminentiae, causalitatis, no es más que una idea de Dios, algo muerto. Las tradicionales y tantas veces debatidas pruebas de su existencia no son, en el fondo, sino un intento vano de determinar su esencia; porque, como hacía muy bien notar Vinet, la existencia se saca de la esencia; y decir que Dios existe, sin decir qué es Dios y cómo es, equivale a no decir nada.
Y este Dios, por eminencia y negación o remoción de cualidades finitas, acaba por ser un Dios impensable, una pura idea, un Dios de quien, a causa de su excelencia misma ideal, podemos decir que no es nada, como ya definió Escoto Eriugena: Deus propter excelelntiam non immerito nihil vocatur. O con frase del falso Dionisio Areopagita, en su epístola quinta: "La divina tiniebla es la luz inaccesible en la que se dice habita Dios." El Dios antropomórfico y sentido, al ir purificándose de atributos humanos, y como tales, finitos y relativos y temporales, se evapora en el Dios del deísmo y del panteísmo.
Selección natural del Espectador Imaginario
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