Afligido [Mireno] de la ingratitud de Silveria, viendo que otro día con Daranio se desposaba, con la rabia y dolor que le causaba este hecho, se había salido de su casa, acompañado de sólo su rabel, y convidándole la soledad y silencio de un pequeño pradecillo que junto a las paredes de la aldea estaba, y confiado que en tan sosegada noche ninguno le escucharía, se sentó al pie de un árbol, y templando su rabel, de esta manera cantando estaba:
Cielo sereno, que con tantos ojos
Los dulces amorosos hurtos miras,
Y con tu curso alegras o entristeces
A aquel que en tu silencio sus enojos
A quien los causa dice, o al que retiras
De gusto tal, y espacio no le ofreces:
Si acaso no careces
De tu benignidad para conmigo,
Pues ya con sólo hablar me satisfago
Y sabes cuanto hago,
No es mucho que ahora escuches lo que digo,
Que mi voz lastimera
Saldrá con la doliente ánima afuera.
Ya mi cansada voz, ya mis lamentos
Bien poco ofenderán al aire vano,
Pues a término tal soy reducido
Que ofrece amor a los airados vientos
Mis esperanzas, y en ajena mano
He puesto el bien que tuve merecido.
Será el fruto cogido
Que sembró mi amoroso pensamiento
Y regaron mis lágrimas cansadas,
Por las afortunadas
Manos a quien faltó merecimiento
Y sobró la ventura
Que allana lo difícil y asegura.
Pues el que ve su gloria convertida
En tan amarga dolorosa pena
Y tomando su bien cualquier camino,
¿Por qué no acaba la enojosa vida?
¿Por qué no rompe la vital cadena
Contra todas las fuerzas del destino?
Poco a poco camino
Al dulce trance de la amarga muerte,
Y así, atrevido aunque cansado brazo,
Sufrid el embarazo
Del vivir, pues ensalza nuestra suerte
Saber que a amor le place,
Que el dolor haga lo que el hierro hace.
Cierta mi muerte está, pues no es posible
Que viva aquel que tiene la esperanza
Tan muerta y tan ajeno está de gloria;
Pero temo que amor haga imposible
Mi muerte, y que una falsa confianza
Dé vida, a mi pesar, a la memoria.
Mas ¡qué! Si por la historia
De mis pasados bienes la paseo
Y miro bien que todos son pasados,
Y los graves cuidados
Que triste ahora en su lugar poseo,
Ella será más parte
Para que della, y del vivir, me aparte.
¡Ay, bien único y sólo al alma mía
Sol que mi tempestad aserenaste,
Término del valor que se desea!
¿Será posible que se llega el día
Donde he de conocer que me olvidaste,
Y que permita amor que yo le vea?
Primero que esto sea,
Primero que tu blanco hermoso cuello
Esté de ajenos brazos rodeado,
Primero que el dorado
—Oro es mejor decir—de tu cabello
A Daranio enriquezca,
Con fenecer mi vida el mal feneca.
Nadie por fe te tuvo merecida
Mejor que yo; mas veo que es fe muerta
La que con obras no se manifiesta,
Si se estimara el entregar la vida
Al dolor cierto y a la gloria incierta,
Pudiera yo esperar alegre fiesta;
Mas no se admite en esta
Cruda ley que amor usa el buen deseo,
Pues es proverbio antiguo entre amadores,
Que son obras amores,
Y yo, que, por mi mal sólo poseo
La voluntad de hacellas,
¿Qué no me ha de faltar faltando en ella?
En ti pensaba yo que se rompiera
Esta ley del avaro amor usada,
Pastora, y que los ojos levantaras
A una alma de la tuya prisionera,
Y a tu propio querer tan ajustada,
Que, si la conocieras, la estimaras.
Pensé que no trocaras
Una fe que dio muestras de tan buena
Por una que quilata sus deseos
Con los vanos arreos
De la riqueza, de cuidados llena;
Entregástele al oro
Por entregarme a mí continuo al lloro.
Abatida pobreza, causadora
Deste dolor que me atormenta el alma,
Aquel te loa que jamás te mira;
Turbóse en ver tu rostro mi pastora,
A su amor tu aspereza puso en calma.
Y así, por no encontrarte, el pie retira.
Mal contigo se aspira
A conseguir intentos amorosos:
Tú derribas las altas esperanzas
Y siembras mil murallas
En mujeriles pechos codiciosos;
Tú jamas perficionas
Con amor el valor de las personas.
Sol es el oro, cuyos rayos ciegan
La vista más aguda, si se ceba
En la vana apariencia del provecho.
A liberales manos no se niegan
Las que gustan de hacer notoria prueba
De un blando, codicioso, hermoso pecho.
Oro tuerce el derecho
De la limpia intención y fe sincera
Y, más que la firmeza de un amante,
Acaba en un diamante,
Pues su dureza vuelve un pecho cera,
Por más duro que sea,
Pues se le da con él lo que desea.
De ti me pesa, dulce mi enemiga,
Que tantas tuyas puras perfecciones
Con una avara muestra has afeado,
Tanto del oro te mostraste amiga
Que echaste a las espaldas mis pasiones
Y al olvido entregaste mi cuidado.
En fin, ¡que te has casado!
¡Casádote has, pastora! El cielo haga
Tan buena tu elección como querrías,
Y de las penas mías
Injustas no recibas justa paga.
Mas ¡ay! Que el cielo amigo
Da premio a la virtud, y al mal, castigo.
(Miguel de Cervantes, La Galatea)
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