Estaba yo traduciendo un texto de César, como en el instituto, sobre gobierno y economía, pero se volvía tan vívido y tan actual, a cuenta de sus parecidos con la crisis financiera de estos últimos días, que pronto dejaba de ser una traducción que yo escribía, y tomaba la palabra directamente César, o más bien una estatua de hierro suya, gris oscuro, un busto parlante algo idealizado (le habían puesto el típico flequillo romano y lo habían rejuvenecido un tanto).
César criticaba a la oposición, una colección de patricios intrigantes que (sin comprensión real de las dificultades del gobierno) criticaban a César por perderse en especulaciones no monetarias sino mentales, y por no hacer nada práctico por remediar los males de Roma. Esa misma inacción les reprochaba César a ellos, a la vez que exponía unas verdades poco observadas a las que había llegado en sus reflexiones sobre la economía. Había calculado César que todos los sestercios de las arcas del Estado eran muy poquita cosa, por mucho que pareciesen, si se comparaban con el dinero en circulación e imposible de controlar. Pero aún más alarmante para él, y trasladaba esta observación sorprendente a los indolentes senadores y patricios, era lo siguiente: que todos los sestercios jamás acuñados por el Estado no bastaban para comprar ni una mínima parte de las posesiones y objetos de los romanos. Que las posesiones no se podían pagar en dinero. Que en cierto modo estaban en el mercado, pues se podían comprar y vender, eran dinero, pero no había dinero para pagarlas, ni podría haberlo jamás por lo astronómico de la cantidad que suponía tanto bien en el mercado. Creo que los romanos no llegaban a captar las implicaciones de esto, y miraban a César extrañados: pero su estatua continuaba impertérrita con la explicación.
Y César (o su cabeza de hierro) hacía partícipes a los patricios y tribunos de la plebe por igual de los planes que había tenido inicialmente: planes de acuñar más moneda para poder permitir la compraventa de las cosas—o más bien de crear el equivalente de éstas en dinero, pues como digo era algo que en principio ofendía a su lógica, el que no existiese el dinero equivalente a las cosas que (paradójicamente) sí lo valían. Y había pretendido acuñar, claro, acuñar más dinero —que se me ocurre se hubiese devaluado inmediatamente— y una duda así debió asaltar al subconsciente de César, porque a continuación relataba una visión o sueño explicativo que había tenido, y que le hizo desistir: un sueño que aparecía en una pizarra ilustrado con unos gráficos casi infantiles de vaquitas y casitas y otros símbolos económicos: a saber, que el dinero era un dios o semidiós (el envoltorio de esta dream vision era un tanto mitológico) que había sido engendrado por sí mismo, y que sólo se engendraría a sí mismo, por muchas veces que se engendrase.
Aquí el sentido de la visión de César se volvía un tanto más oscuro o problemático, y (como un patricio) me he despertado, o dormido, antes de que llegase al final el discurso de su estatua.
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