En el libro VI de sus Historias
comenta Polibio la superioridad de la constitución romana, que con la
fortaleza que da a la nación romana ha hecho posible el desarrollo de
su imperio universal. Y vean lo que opina este pragmático y
maquiavélico griego sobre el papel político de la religión; escéptico
es Polibio, pero no en el sentido actual (o dieciochesco) de querer
desacreditar la influencia social de la religión argumentando
racionalmente contra ella. Es su texto un locus classicus
de la religión entendida al modo elitista como control de las masas
ignorantes y de las mentes simples mediante historias insensatas y
absurdas—pero convenientes para el orden social. Y ya de paso lean sus
juicios sobre la corrupción política y la decadencia de una nación—parece escrito para hoy:
§56. También entre los romanos los usos y costumbres referidos al dinero son superiores a los de los
cartagineses. Entre éstos nada hay vergonzoso si produce un lucro;
entre aquéllos nada hay más afrentoso que la venalidad o el hacerse con
ganancias ilícitas. Los romanos alaban tanto la riqueza adquirida
honradamente como desprecian el provecho extraído por medios
inconfesables. Prueba de esto es el hecho de que entre los cartagineses
se llevan las magistraturas los que distribuyen sobornos sin disimulos;
esto, entre los romanos está castigado con pena de muerte. De donde
resulta que, si en los dos pueblos se proponen premios opuestos para la
virtud, han de ser desiguales los medios de llegar a ella.
Pero la diferencia positiva mayor
que tiene la constitución romana es, a mi juicio, la de las
convicciones religiosas. Y me parece también que ha sostenido a Roma
una cosa que entre los demás pueblos ha sido objeto de mofa: me refiero
a la religión. Entre los romanos este elemento está presente hasta tal
punto y con tanto dramatismo, en la vida privada y en los asuntos
públicos de la ciudad, que es ya imposible ir más allá. Esto extrañará
a muchos, pero yo creo que lo han hecho pensando en las masas. Si fuera
posible constituir una ciudad habitada sólo por personas inteligentes,
ello no sería necesario. Pero la masa es versátil y llena de pasiones
injustas, de rabia irracional y de coraje violento; la única solución
posible es contenerla con el miedo de cosas desconocidas y con
ficciones de este tipo. Por eso, creo yo, los antiguos no inculcaron a
las masas por casualidad o por azar las imaginaciones de dioses y las
narraciones de las cosas del Hades; los de ahora cometen una temeridad
irracional cuando pretenden suprimir estos elementos. Para no explicar
otras cosas: entre los griegos, a los que tienen la administración, si
reciben un talento en depósito, en presencia de diez escribanos,
sellado con diez sellos y delante de veinte testigos, a pesar de todo,
no se les pueden exigir garantías; en Roma, por el contrario, estos
mismos depositarios pueden entregar una suma mucho más fuerte de dinero
a los magistrados o a unos legados y, por la sola fuerza del
correspondiente juramento, el depósito se conserva intacto. Entre los
demás pueblos es difícil encontrar un hombre político que se haya
mantenido alejado del dinero público y esté limpio de delitos de este
tipo, pero entre los romanos es difícil hallar un político que no haya
observado una conducta así.
§57. No precisa insistir en la
demostración del hecho de que todas las cosas sufren cambios y llegan a
decaer; la misma naturaleza, en efecto, nos impone esta convicción.
Ahora bien, las constituciones perecen, alternativamente por dos
procesos, uno inherente y otro ajeno a ellas. Este último es
difícilmente determinable, pero el inherente es un proceso regular. El
primer tipo de constitución que se origina, el segundo y el paso de uno
a otro ya los hemos expuesto,
de manera que los que sean capaces de conectar el principio y el final
de la exposición podrán indicar también el futuro; de esto no cabe la
menor duda. Siempre que una constitución ha superado muchos y grandes
peligros y alcanza una supremacía y una pujanza incontestadas, es claro
que se produce una gran prosperidad que convierte a los ciudadanos en
enamorados del lujo y en pendencieros fuera de lo común, por su afán de
desempeñar cargos y de otras ventajas. Estos defectos irán en auge y
empezará la involución hacia un estado inferior, por la apetencia de
magistraturas, por la vergüenza de no ser famoso y, además, por la
soberbia y el despilfarro. Sin embargo, el que hará culminar la
evolución será el pueblo, cuando opine que hay quien gana injustamente y le hinche la adulación de otros que aspiran a obtener sinecuras. Enfurecido,
entonces, y en su rabia codicioso de todo, el pueblo creerá que los
gobernantes no están a su altura, se negará a obedecer, se tendrá a sí
mismo por el todo, dueño del poder soberano. El estadio siguiente
recibirá el nombre más bello de todos, libertad y democracia, pero la
denominación de la realidad será lo peor, la demagogia.
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