miércoles, 14 de agosto de 2024

Madrid de corte a checa

Unos pasajes chekistas de la excelente novela de Agustín de Foxá Madrid de Corte a Checa, una de las pocas obras clave de literatura española del siglo XX—al margen de muchas nulidades más políticamente correctas que se ven encumbradas en los manuales. El siniestro Madrid de las milicias recuerda no sé en qué a nuestras ciudades hace cuatro años, cuando el frente izquierdista nos obligó a todos a ponernos la mascarilla reglamentaria y convirtió a todos sus convencidos en delatores y policías de barrio:


José Félix, ayudado por la vieja criada y la mujer del portero, quemaba, en la estufa del cuarto de baño, los periódicos de Falange y unos retratos del Rey. 

—Aquí tenía esto la señorita.

—No hay más remedio que quemarlo.

Era un retrato de Calvo Sotelo dedicado días antes de su muerte. Ya ardía entre las astillas una banderita española. La noche anterior habían enterrado en la cueva un viejo revólver.

Se despidió de los porteros.

—Bueno; yo me voy de aquí. Si preguntan por mí, que me he marchado a Valencia.

Salió a la calle. Encontró un Madrid desolado, diferente; con los mismos edificios y la misma gente, aquélla era ya otra ciudad. Se daba cuenta, así, de la fuerza enorme de las ideas. A pesar de la geografía, aquello ya no era España. En la Gran Vía, en Alcalá, acampaba la horda; visión de Cuatro Caminos y de Vallecas, entre los hoteles suntuosos de la Castellana, bajo los rascacielos de la avenida del Conde de Peñalver. Los paqueos [tiroteos] habían cesado, pero los autos ocupados por milicianos recorrían incesantes las calles de la sierra al grito de "FAI, FAI", "CNT", amenazando con los puños cerrados, agitando los fusiles, en mangas de camisa, con correaje, mezclados con milicianas de anchas caderas, sargentos y hombres con pantalón de pana.

Quedaban todavía residuos del mundo antiguo: los escaparates, las tiendas, los cafés abiertos. Los milicianos, con las pistolas ametralladoras al cinto, entraban en la granja El Henar y pedían cañas y cócteles.

Llevaban una vida divertida. Por las mañanas tomaban el aperitivo en Chicote. Así se comprobaba que no odiaban a los señoritos, sino que querían ser ellos los señoritos; en realidad no eran marxistas, sino envidiosos.

Marchaban al frente de la sierra, como a una excursión, con milicianas fáciles. Muchos no pasaban de Villalba. Cuando habían tirado unos cuantos tiros contra los "facciosos", se volvían a Madrid a merendar en Aquárium.

Por la noche era más divertido. Al atardecer comenzaban los registros. Les gustaba mucho entrar en los pisos lujosos, humillar a los burgueses, hacer que les sirvieran copas y puros, y que les llorara la señora que iba en automóvil cuando ellos marchaban a pie. Siempre, además, se llevaban algún recuerdo, una pitillera de oro o un encendedor. Todavía no habían empezado los saqueos en regla.

Aquello, sin embargo, no les bastaba. Necesitaban la sangre.

Afortunadamente, en aquellos registros casi siempre encontraban un muchachito pálido, de dieciocho a vente años, hijo de los señores, cuya cédula ponía "estudiante".

En seguida decían que era un fascista y que había disparado por el balcón.

Sentían un placer sádico escuchando los gritos de la madre y de las hermanas. Le sacaban a empellones. A veces el padre se empeñaba en acompañar a su hijo. 

—Venga usted también.

Y se miraban, sonriendo, con sorna.

Los fusilaban a la madrugada, en las afueras, en la Casa de Campo, en los altos de Maudes, en los alrededores de la plaza de toros de Tetuán. Hacían chistes con la muerte.

—Ponte de perfil, que te voy a retratar.

—Vamos a "marearnos" un poquito. 

No creían que se trataba de hombres con sangre y lágrimas y sistema nervioso. Jugaban con ellos como si fueran muñecos; se reían de las familias. Lloraba una esposa, y algún miliciano, más humano, intervenía. Cortaba seco el responsable:

—Déjala que llore. Así sudará menos.

O les decían a los niños:

—¿Qué queréis que hagamos con papá? ¿Le damos una vuelta? 

Rasgaban con las bayonetas los cuadros religiosos, tiraban al suelo los crucifijos de marfil o de nácar. 

—¡Por Dios, eso no!, que lo tuvo mi hijo entre sus dedos después de muerto.

Dogmatizaban:

—Dios no existe. Eso ya se acabó.

No les desarmaba el pudor, ni la belleza, ni la valentía. Eran fuerzas telúricas o abismales, sueños prehistóricos que resucitaban.  Y un odio químicamente puro.


Era el gran día de la revancha, de los débiles contra los fuertes, de los enfermos contra los sanos, de los brutos contra los listos. Porque odiaban toda superioridad. En las checas triunfaban los jorobados, los bizcos, los raquíticos y las mujerzuelas sin amor, de pechos fláccidos que jamás tuvieron la hermosura de un cuerpo joven entre los brazos.

—Hay que darles a esas señoritas del pan pringao.

 

Querían ver los bellos cuerpos humillados en la muerte, desnudos los hermosos senos sonrosados, a la altura de sus tacones torcidos. Algo satánico animaba a aquellos hombres. parecían un caso colectivo de posesión diabólica. Tenían reflejos rojos en sus caras renegridas y una sonrisa feroz, casi con espuma de salivilla. Olían a sangre, a sudor, a alpargatas.

El instinto del mal les daba agudeza. Y obreros ignorantes que jamás habían pisado el museo, sabían destruir los mejores lienzos, rasgar los riberas más difíciles.

No eran ateos, sino herejes. No ignoraban a Dios, sino lo odiaban. Le decían al cura, tembloroso, junto al zanjón de la Casa de Vacas en la checa de la Casa de Campo:

—Blasfema, y te perdonamos la vida.

Entre tantos curas heroicos, aquél era una excepción. Tenía miedo. Dijo una irreverencia. Entonces le pegaron un tiro. Y comentaba el jefe, con una preocupación teológica:

—Así es seguro que va al infierno.

Por eso fusilaban en el Cerro de los Ángeles al Sagrado Corazón y arrancaban las cabezas de los ángeles de los retablos. Eran creyentes vueltos del revés.

Habían incendiado ya San Andrés, San Nicolás y la catedral. Y había ardido el cuerpo sembrador de San Isidro y ya no sería posible sacarlo, por los siglos de los siglos, para impetrar el beneficio de la lluvia sobre los campos de Madrid.

Tiraban todo un pasado. Las leyendas, los recuerdos, la nostalgia. Habían quebrado miniaturas y relojes con remontoir, litografías y vitrinas y cartas familiares de Isabel II, de Prim, de O'Donnell, contratos antiquísimos, abanicos de óperas antiguas, fotografías de los abuelos y archivos. Y la ciudad se quedaba sin historia, como una ciudad nueva de Australia o Norteamérica, sin engarce con el pasado, sin muebles de estilo, sin espadas, sin sillones fraileros. 

No se trataba únicamente de una lucha de ideas. Eran el crimen, el odio y el instinto sexual, andando por la calle.


(...)



Cuando aquel muchacho voceaba "¡Agua fresca y aguardiente!", era seguro que había fusilamientos de madrugada en la pradera de San Isidro.

Había sobre la hierba unos puestecillos con toldos blancos donde se vendían azucarillos y copas de anís. 

Y acudían las mujeronas de aquellas barriadas con sus críos, como si fueran a una novillada, las lavanderas del Manzanares y los chulillos que viven al otro lado del puente, en el camino de las Sacramentales. Perspectiva lúgubre, de cipreses oscuros, puntiagudos, sobre los cielos descompuestos al amanecer. Llegaban los pelotones de la ejecución con los reos. Militares retirados, sacerdotes, muchachos acusados de falangistas. El público aplaudía o silbaba, según cómo morían.

Se retorcía, llorando, un muchachito enloquecido por el miedol

—¡Fuera, cobarde!

Le abucheaban como si fuera un toro manso.

Figuraba en aquella tanda el padre Anselmo, el archivero de los condes de Sajera. Le habían prendido al día siguiente de la muerte de don Carlos, por una carta firmada por Calvo Sotelo, que encontraron en su despacho. Parecía que el capellán había querido seguir a su viejo señor más allá de la muerte. Bramaban las mujeres:

—Dadle a ese cura. Hay que acabar con ellos.

Había pedido permiso para vestir la negra sotana y calzar sus zapatos con hebillas plateadas, de clérigo elegante. Estaba sereno. Miraba al cielo fresco, que ya se abría con charcos de luz rosa. Y los primeros pájaros. Detrás imaginaba sinfonías y arpas. Le apuntaron. Extendió el crucifijo hacia sus verdugos.

—A éste no le matáis.

Cayó en medio de una ovación. 

—Ha estado valiente el curita.

—Como un jabato.

—Mira en cambio, ése.

Y señalaba a un hombre joven que se agarraba, suplicante, a las piernas de los milicianos. Voceaban:

—¡A diez céntimos la copa de anís!

Se fusilaba ya menos en la checa de la Casa de Campo, abarrotada de cadáveres. Allí juzgaba un tribunal compuesto por cuatro mujeres, y un hombre maduro.

Habían abierto enormes zanjas cerca del campo de polo. Y en el barro del estanque, que se iba secando, yacían abotargados más de tres mil cuerpos de infelices ciudadanos.

A los falangistas los metían en pozos, los enterraban hasta la cintura, les rociaban el tronco con gasolina, quemándoles vivos. Se les oía aullar a través del humo.

Se fusilaba en todo Madrid: en el barrio de la China, en la colonia del Viso, en las afueras con desmonte y campo y las cocheras taciturnas de los tranvías. Morían más de trescientos diarios. Algunos aparecían mutilados, con los órganos vitales en la boca y hojitas de perejil, imitando en burla a los cochinillos de Botín. Les ponían sobre el pecho el carné o el salvoconducto para que supieran su nombre y, encima, "UHP" o un cartelito que ponía "Quinta Columna".

El crimen estaba perfectamente organizado. Por primera vez en la historia, todo el mecanismo burocrático de un Estado era cómplice de los asesinatos. En la Dirección de Seguridad se llevaban cuidadosamente los ficheros y los álbumes con fotografías de los cadáveres. Les hacían dos fotografías: una de frente y otra de perfil. A pesar de todo era muy difícil reconocerlos, porque tenían machacadas las facciones, inflamada la nariz o rota la mandíbula.

José Félix, venciendo el temor, había ido a la Dirección para identificar el cadáver de Jacinto Calonge. Le había telefoneado su madre.

—Entérese usted, José Félix. Hace seis días que no sé nada de él ni de mis otros hijos. Búsquelo por las checas y por las cárceles.

Un funcionario le ofreció aquellos álbumes siniestros. Eran rostros desorbitados, con terror fijo en las pupilas opacas, erizados los pelos del bigote, las cabelleras encrespadas. Algunos eran verdaderos monstruos, inflamados los labios por los culatazos, los ojos saltados por la explosión y la boca torcida.

Aquella oficina funcionaba perfectamente. A las seis de la mañana los automóviles de limpieza recogían los muertos. Los clasificaban, los amontonaban en los depósitos. Colocaban junto a la fotografía un trocito del traje que llevaba y las iniciales de la camisa.Y lo reseñaban al dorso: "Ojos claros, nariz aguileña, boca grande". Para guardar las apariencias legales de una democracia, los médicos extendían la papeleta de defunción. Diagnosticaban siempre: "Muerto por hemorragia". Y era verdad. 

Los funcionarios, corteses, del Frente Popular daban toda clase de facilidades. Sonaban los timbres y teléfonos. 

Se acercaba una señora joven, guapa, conteniéndose las lágrimas. Miraba el álbum.

—Éste es.

Y un funcionario consultaba el fichero.

—Ah, sí. El capitán de infantería Arturo Hernández. Ha aparecido en un solar al final de Lista. Le encontrará usted en el depósito.




 

 

Esparza, José Javier."El último irreductible: Agustín de Foxá."  El Manifiesto 5 Oct. 2023.*

         https://elmanifiesto.com/tribuna/281263411/El-ultimo-irreductible-Agustin-de-Foxa.html

         2023

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