jueves, 15 de agosto de 2024

Emilio Lledó - De la alienación a la libertad

 Un ensayo de Emilio Lledó (La Calle VIII (1980): 12-18), recogido en Días y Libros (1994). Respondía el ensayo a la pregunta "¿Qué hacer con la cultura?"...  —Parece que la cosa sigue tan pendiente en 2024 como en 1980.

 

De la Alienación a la Libertad

Es una doble ciudadanía la del hombre. Por un lado es naturaleza y responde, de una manera total, a esa fuerza que arrastra a la realidad, a la vida, bajo el inmenso dominio de la precisión y de la coherencia. Por otro lado es cultura, o sea, territorio original, ni tan preciso ni tan coherente, perro que tiene el privilegio de ser creación exclusiva, fruto del esfuerzo por regular un dominio intermedio entre la consciencia y el mundo. Sin embargo, esta exclusiva del hombre, la cultura, es posible que esté condenada a desaparecer. Surgió, como parcela amenazada, entre la necesidad de la Naturaleza y la libertad de la consciencia, pero se mantuvo viva mientras supo instalarse en ese dominio intermedio entre la necesidad y la libertad. Porque estar instalado en la Naturaleza significa estar sujeto a la necesidad de una coherencia inconsciente. Crear cultura, en cambio, es estar parcialmente liberado de esa necesidad, gracias a la constitutiva ambigüedad e indeterminabilidad de la consciencia.

Así como la Naturaleza, en el momento más sutil de su desarrollo, limita con la libertad y produce, en situación fronteriza, la cultura, ésta, a su vez, cuando pierde la libertad y espontaneidad de la que se alimenta, retorna a la Naturaleza, pero bajo una forma degradada. Aquí radica esa constante amenaza que se cierne sobre los productos humanos: la alienación. Este viejo concepto de la teoría sociológica sintetiza todo un proceso en el que la consciencia, la reflexión, la libertad intelectual, se esclaviza, cosificándose en los objetos que produce o en cuya producción colabora. La cosificación quiere decir que el carácter subjetivo de la consciencia, su original y posible indeterminabilidad, se pierde en el universo de interpretaciones clausuradas que se establecen entre objetos, a los impulsos del poder, de las ideologías y de los intereses. La alienación, en sus distintas versiones, ha sido siempre un peligro para la cultura, pero es en nuestro tiempo cuando ha alcanzado su mayor agresividad.

Decir, pues, que el problema de la cultura es un problema fundamental de nuestra época, podría parecer obvio y trivial. Sin embargo, temas como éste no alcanzan hoy el relieve que reclaman. Su aparente trivialidad les libera de nuestras inmediatas preocupaciones, y permite situarlos en el margen de presupuestos que, aunque nos constituyan, ni nos inquietan ni nos radicalizan. Inquietudes y raíces nos las ofrecen, por el contrario, instancias más apremiantes: la vida, en sus dos estructuras consustanciales, el poder y el lucro. Y cuando los bienes culturales comienzan a integrarse en la sociedad, son, como los otros bienes, objeto de dominio y materia de mercado. Han perdido así su sustancia o, al menos, han dejado de ser elemento de progreso, tejido que enhebra a la sociedad en sus aspiraciones más altas, horizonte de gozo, de serenidad, de liberación.

Las amenazas que se ciernen sobre la cultura, crecida al lado de la Naturaleza, no han surgido sólo por esa marginación, por ese olvido. Una educación deteriorada y absolutamente esterilizada, sobre todo en nuestro país, ha embotado la sensibilidad, obnubilado y desfigurado los bienes de la cultura. Sabemos que nuestra vida transcurre ante ese paisaje de signos culturales que coagulan el fluir del tiempo como historia, pero sabemos también que esos signos pueden quedar sin contenido, engarzados sólo con el otro tiempo que nos aprieta sobre la Naturaleza, que nos estruja sobre la costra de las necesidades ciegas y de las apetencias insustanciales. 

Este proceso creciente de alienación se manifiesta, por un lado, en la poderosa retícula que trasvasa, controla y modifica, a su arbitrio, todos los mensajes, sumiendo a la libertad en una extraña y nueva forma de necesidad e inconsistencia. Pero, además, a través de unas estructuras educativas cada vez más anacrónicas, irrumpe en la posibilidad y plasticidad de la mente, un universo de respuestas estereotipadas, de mutilaciones, que acaban por aniquilar al hombre, reducido a la esquina inmovilizadora de su absoluta inanición.

El proceso así descrito puede concretarse en los esquemas dentro de los que se configura la sociedad contemporánea. Para ello es preciso determinar el lugar de la cultura en el complejo de tensiones que forman la trama social. En primer lugar, la cultura llega desde la Historia. La evolución del hombre ha ido marcando, en diferentes estadios, diversos niveles de creatividad que han permitido dejar testimonio de una peculiar forma de manejo y producción de la realidad. La cultura es, pues, proyección humana y, por consiguiente, configuración de un mundo soñado, deseado, pensado y, al mismo tiempo, realizado. Mundo paralelo al mundo de la Naturaleza y de los latidos, o sea, de la vida. Este mundo de la Naturaleza y de los latidos, o sea, de la vida. Este mundo de la cultura, que dibuja el perfil de la Historia humana, nos llega como resto de un pasado, como reliquia de una temporalidad cosificada e inerte en esos restos. Se nos transmite en la materialidad que sustenta a la obra literaria, a la obra artística en general, a todo aquello que, como respuestas subjetivas, ha adquirido una estructura objetiva, y en ella una cierta armonía ideal. Pero la subjetividad creadora, la consciencia, es, sobre todo, reflejo de los modelos sociales y de las instancias naturales que delimitan la sociedad. Por consiguiente, en la transmisión de esa cultura, en la interpretación que de ella hacemos, ha de estar presente, de alguna forma, su presente, que no es otro que ese esquema social que articuló, en su tiempo, todos sus productos.

La cultura es, además, y sobre todo, actualidad. Porque la misma voz del pasado, los restos culturales, llegan hasta nosotros, y se insertan en nuestro presente. En el conglomerado de discursos y lenguajes que forman la imagen de cada época y que, en el presente, no sólo constituyen la imagen, sino la sustancialidad de la vida misma, el lenguaje del pasado necesita ser articulado de nuevo en nuestra mente y, en consecuencia, releído, reinterpretado. Al mismo tiempo, los elementos que integran nuestro supuesto mundo cultural tienen que ser nivelados y jerarquizados según un sistema de valores cuyo fin exclusivo sea el progreso y la libertad. Recoger los restos del pasado como reflejo y síntesis de las experiencias humanas; interpretar y valorar el presente como expresión de los intereses e ideologías de nuestros contemporáneos, es uno de los componentes emancipadores de la cultura.

Porque la cultura no radica tanto en los productos humanos ya existentes cuanto en la capacidad para interpretarlos y asimilarlos. Cultura no es el hecho estático de la existencia de Las Meninas, de El Quijote o de la Novena Sinfonía, por ejemplo. Cultura es la posibilidad de que haya unos ojos capaces, libres para mirar, para leer; unos oídos educados para escuchar. La cultura se integra, así, en lo más profundo de la Naturaleza y se engarza con la vida. Como el aire para los pulmones, la cultura es también el espacio en el que respira la mente. Por ello, ese espacio no se puede enrarecer. No se trata, pues, de aceptar la presencia de la cultura por el hecho de que, más o menos marginadas, existan obras culturales. La cultura es latido, traducción a la temporalidad inmediata de otro tiempo no ya inmediato, cuajado en arte o en cualquier otra forma de expresión, en la que se enlazan la necesidad y la libertad. Pero al ser ojos, oídos, mente que entiende y goza y, a la par, mueve y transforma, cultura es, sobre todo, motor de revolución y horizonte que quiebra los marcos endurecidos en el lastre social.

Una educación disconforme con los pobres y anquilosados sistemas educativos de nuestro país es la única posibilidad de convertir la cultura, como pasado o como presente, en alimento imprescindible de la sociedad. A ello se oponen no sólo esos sistemas educativos alienadores, y que ninguna ley salvará si no se transforman sus contenidos y se alteran sus metodologías, sino los mensajes de la estupidez y la ignorancia que, más o menos intencionadamente, emiten sin cesar los poderes que controlan y nutren los llamados medios de comunicación.

Una sociedad silenciosa es la nuestra, pero sometida al infame ruido de una informática mortal. Sorprende que, en la incipiente democracia hispana, no se haya dado toda vía una reflexión creadora y revolucionaria sobre la cultura y sobre su transmisión. Sorprende que los partidos políticos y las autoridades competentes no hayan descubierto aún que los cauces y las instituciones—escuelas, universidades, etcétera—, a través de las que, en principio, se transmite y crea la cultura son, en el mejor de los casos, instituciones negadoras de la vida, de la inteligencia, del verdadero y libre saber.

Por supuesto que se trata de crear cultura y de expandirla a todas las capas de la sociedad. Pero ¿cómo llevar a cabo esta empresa, si una imperdonable frivolidad ha hecho que no se perciba el carácter lamentable, el feroz confusionismo de intereses de nuestros ridículos planteamientos educativos? Vamos a pagar caro este olvido. Lo estamos ya pagando caro. A no ser que las misteriosas fuerzas, a las que cada vez es más urgente combatir, hayan aprendido también, como nosotros, que la cultura es la fuente originaria de todo progreso social, la única posibilidad de salvación. A lo peor, de lo que se trata es de condenarnos.


1980

 

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