(De 'La Conquista de México' de Iván Vélez, p. 174-76)
Como se recordará, Cortés había dejado a Pedro de Alvarado con un centenar de soldados bien provistos de pólvora. En el palacio de Axayácatl habían quedado acuartelados ochenta soldados, catorce escopeteros, ocho ballesteros y cinco caballos, a los que se sumaba cierto número de tlaxcaltecas. En su mayoría eran hombres sospechosos de permanecer fieles a Velázquez. Entre ellos estaban el religioso Juan Díaz y Alonso de Escobar, capitán de uno de los barcos que partieron de Cuba, que quedó al cuidado del tesoro. También permanecieron en la ciudad Bernardo Vázquez de Tapia y Fransico Álvarez Chico. Antes de su partida, Cortés había autorizado la celebración de la fiesta del tóxcatl. El festival duraba varias jornadas, durante las cuales se sucedían las danzas o areitos. Su culminación llegaba con el sacrificio de un bello joven, el tlacauepan, que había sido cuidadosamente escogido y preparado durante todo el año. El tlacauepan encarnaba al voluble y burlón dios Tezcatlipoca, cuyo emblema era un espejo de obsidiana. Antes de su sacrificio, al muchacho se le cortaba el cabello y se le vestía con ropas de guerra. Varias mujeres le rodeaban mientras era preparado para el último trance, que tenía lugar en el templo de Tlacochcalco, en la isla de Tepeluco, cerca de Iztapalapa, hasta donde ra conducido a bordo de una canoa. Una vez allí, el 'tlacauepan', con la cabeza emplumada y el cuerpo pintado, subía por su propio pie la escalinata. Ya en la plataforma, debía romper la flauta que portaba antes de ser sacrificado. En ese momento, el sonido de las nuevas flautas era la señal para que comenzara una gran danza en el Templo Mayor. Los bailarines, todos hombres pertenecientes a los más distinguidos estratos de la sociedad mexica, iban ricamente vestidos y adornados con joyas de oro, jade y turquesa. Con las cabezas ceñidas por penachos de plumas, danzaban cogidos de la mano, formando círculos concéntricos, envueltos por cánticos sagrados y por el sonido de atabales, flautas, caracolas y huesos horadados. El baile principal era el macehualixtli, que, según Gómara, quiere decir "merecimiento con trabajo". Un término, maceualixtli, derivado de macehual, es decir, 'labrador', que denota el carácter de esta fiesta celebrada en mayo.
Aunque contaba con la aprobación de Cortés para celebrar la fiesta, Moctezuma consultó a Alvarado. Este, según Gómara, le dio su aprobación "con tal que en el sacrificio no interviniese muerte de hombres ni llevasen armas", condiciones que desvirtuavan por completo la ceremonia, pero que eran plenamente coherentes con las coordenadas religiosas y militares del capitán español. En medio del baile, en el que participaban seiscientos nobles, Alvarado y sus hombres irrumpieron en el patio y masacraron a lo más granado de la nobleza mexicana. Cada una de las tres puertas del recinto quedaron bloqueadas por una decena de españoles. Entonces, Alvarado entró en la plaza con cincuenta hombres. Allí, "sin duelo ni piedad cristiana los acuchilló y mató, y quitó lo que tenían encima". Las palabras pertenecen también a Gómara, que no obstante, añadió esta reflexión sobre tan sangrientos hechos: "Si fue de su cabeza o por acuerdo de todos no lo sabría decir; más de que unos dicen que fue avisado de aquellos indios, como principales de la ciudad, se habían juntado allí a concertar el motín y rebelión que después hicieron; otros, que al principio fueron a verlos bailar baile tan loado y famoso, y viéndolos tan ricos, que se acodiciaron al oro que traían a cuestas". Cervantes de Salazar, que sigue a Gómara, consideró que aquella carnicería vino motivada por la sospecha que tuvieron los españoles de que los mexicas, aprovechando la celebración de aquella fiesta, conocedores de la flaqueza de la guardia española y envalentonados por la ausencia de Cortés, pretendían rebelarse. Es muy posible que los tlaxcaltecas, ansiosos de vengarse de los mexicas, excitaran los ánimos de los españoles. A ello hay que unir el hecho de que las indias entregadas a los españoles para su servicio habían puesto muchas ollas al fuego para cocer los cuerpos de sus amos. Ellas fueron las que, al parecer, confesaron que los danzantes tenían escondidas muchas armas cerca del templo, con las que pretendían atacar a los blancos. Cervantes concluyó su capítulo con esta afirmación: "Fue digno castigo de que el sueño se les volviese al revés y pagasen por la pena del talión".
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