Me voy al cineclub Cerbuna a ver una película de sus ciclos, En la casa. Allí echan los fines de semana películas recientes, y aún va la gente. Pagando, ojo. Ahora bien, a los ciclos de cine gratuito de la Universidad, películas clásicas de los mejores directores, yo soy de los más jóvenes que van. Me temo que a la mayoría de las películas que he ido, de los pocos espectadores que van, no suelen bajar de cincuenta y tantos años para arriba. Más bien alrededor de los sesenta está la media. Las películas son gratis, entrada libre—pero los jóvenes no las quieren ni regaladas. De los treinta mil estudiantes de la universidad, a ninguno le interesa el cine como arte. Es pasmoso, y triste. Ha sido la gran afición transitoria del siglo XX, la cinefilia. Para los chavales de ahora, y para los jóvenes adultos también, el cine clásico, vale decir el cine, es como un rito viejo de una religión en la que no se cree. O como una lengua muerta, algo que se estudia por obligación, y sólo lo ven cuando hay que verlo en un curso de medios audiovisuales. Sólo las películas de este año interesan algo. Y creíamos que había llegado para quedarse, el cine. Pero ya no entretiene, ni gusta. Ya está pasando y quedándose atrás, como estamos pasando nosotros, su público, los que lo veíamos como creyentes, los que lo identificábamos con los momentos más intensos y especiales de la vida. Hablarán de cine con fascinación Garci y Luis Alberto de Cuenca y otros, ancianos entre humo de cigarrillo, en tertulias fuera de hora. Como los viejos libros, ahora las películas acumulan polvo en un estante, y nadie las verá, o casi nadie. De treinta mil estudiantes, ni uno. Se dice pronto.
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