Del libro III de los Ensayos de Montaigne (VIII):
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Y estaba diciendo que no hay más que ver a un hombre elevado en dignidad: aun cuando lo hayamos conocido tres días antes como hombre de poca monta, fíltrase insensiblemente en nuestra opinión una imagen de grandeza, de inteligencia, y nos persuadimos de que al crecer en séquito y en fama, ha crecido también en mérito. Juzgámoslo, no según su valor, sino como las fichas, según la prerrogativa de su rango. Cambie de nuevo la suerte, vuelva a caer y a mezclarse con el vulgo, todos nos preguntaremos admirados por la causa por la que tan alto lo colocó. "¿Es él?—se dice—¿No sabía algo más cuando allí estaba? ¿Con tan poco se contentan los príncipes? Pues sí que estábamos en buenas manos." Esto lo he visto a menudo en mi época. Incluso la máscara de las grandezas que se representan en el teatro nos influye de algún modo y nos engaña. Lo que yo mismo adoro de los reyes es la masa de adoradores. Toda inclinación y sumisión les es debida, excepto la del entendimiento. No está acostumbrada mi razón a doblarse ni a arrodillarse: lo hacen solo mis rodillas.
Habiéndosele preguntado a Melanto qué le había parecido la tragedia de Dionisio, respondió: "No la he visto, de tan oscuro como es su lenguaje." Así, la mayoría de los que juzgan los discursos de los grandes, habrían de decir: "Nada he entendido de lo que ha dicho, tan ofuscado estába de seriedad, grandez y majestad."
Convencía un día Antístenes a los atenienses de que ordenasen se empleara a los asnos para labrar las tierras, al igual que a los caballos; a lo cual respondiéronle que tal animal no había nacido para aquel servicio: "Es lo mismo—replicó él—; sólo depende de vuestras órdenes pues los hombres más ignorantes e incapaces que empleáis para la dirección de vuestras guerras vuélvense de inmediato muy dignos, por el solo hecho de emplearlos para ellas."
Con lo cual está en relación la costumbre de tantos pueblos, que canonizan al rey que han hecho de uno de ellos, y no se contentan con honrarlo, sino que lo adoran. Los de México, tras las ceremonias de su coronación, no osan ya mirarle el rostro; y, como si lo hubieran divinizado con su realeza, entre los juramentos que le hacen prestar de mantener su religión, sus leyes, sus libertades, de ser valiente, justo y bueno, jura tambien hacer que brille el sol con su luz acostumbrada, que goteen las nubes en el tiempo oportuno, que sigan los ríos su curso y que dé la tierra todo lo necesario.
Soy yo distinto de lo normal, y desconfío más de la inteligencia cuando la veo acompaada de grandeza, de fortuna y de celebridad popular. Hemos de ver si no consiste en hablar en su momento, en elegir su oportunidad, en cortar la conversación o en cambiarla con autoridad magistral, en defenderse de la oposición de los demás con un movimiento de cabeza, una sonrisa o un silencio, ante una asistencia que tiembla de reverencia y respeto.
Un hombre de monstruosa fortuna, al dar su opinión sobre cierto tema liviano que era debatido sin ceremonia en su mesa, empezó precisamente así: "No puede ser más que un mentiroso o un ignorante el que diga lo contrario", etc. Seguid esta idea filosófica con un puñal en la mano.
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