Tengo la edición de las obras de Juan de Mariana en la "Biblioteca de Autores Españoles, desde la formación del lenguaje hasta nuestros días", publicada en dos tomos por Rivadeneyra (Madrid, 1854), titulada así: Obras del Padre Juan de Mariana. Colección dispuesta y revistada, con un discurso preliminar, por D. F. P. y M. Creo que no voy errado si atribuyo esta edición y este discurso a Francisco Pi y Margall, que por aquellos años publicaba sus obras con seudónimo—o con iniciales—por la aversión que ya le habían tomado los censores eclesiásticos. No sé si está en edición electrónica este Discurso, pero me parece una obra notable e interesante no sólo para conocer a Mariana sino también a Pi y Margall, un desafortunado presidente de la Primera República y un intelectual de primera línea en la segunda mitad del XIX. Así que ya nos disculparán si se les hace largo este discurso, que precede inmediatamente a la monumental Historia General de España de Mariana (la versión en español), que ocupa en esta edición todo el primer volumen y parte del segundo.
Este discurso introductorio va firmado por "F. P. y M." Me costará unos meses transcribirlo a ratos perdidos, o sea que paciencia, no me metan prisa, que lleva esto esperando desde 1854. Modernizo la anticuada ortografía de mediados del XIX, que haría parecer las ideas de Pi y Margall más anticuadas de lo que merecen.
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DISCURSO PRELIMINAR.
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¿QUIÉN era MARIANA? Quién era ese hombre, que sin más armas que la pluma se atrevía a desafiar los dos más formidables poderes de su siglo, la Inquisición y los reyes? ¿Era un filósofo sincero, o uno de esos escritoes que halagan las pasiones de los pueblos sólo para hacerlos instrumentos de sus ocultas y ambiciosas miras? ¿Cómo el que fue consultor del Santo Oficio pudo negar la autenticidad de la Vulgata y denunciar sin tregua los abusos de la Iglesia? ¿Cómo el que no vaciló en dedicar al monarca sus principales obras pudo legitimar en las mismas y hasta santificar el regicidio? ¿Cómo el que de muy joven había abrazado con ardor la regla de San Ignacio pudo revelar a los ojos del mundo las enfermedades de la Compañía, a la cual debía con este solo paso hacerse sospechoso?
Fue decididamente católico, fue decididamente monárquico, fue decididamente uno de los que más escribieron por que se realizasen en algún tiempo los sueños de Hildebrando; ¿por qué, sin embargo, ha debido correr sobre párrafos enteros de sus obras la fatal pluma de los inquisidores? ¿Por qué su libro De Rege ha debido ser quemado en París por mano del verdugo? ¿Por qué ha debido ser terminantemente prohibido su folleto sobre la alteración de la moneda, que tanto había amargado ya los días de su vida? ¿Predicaba acaso ese hombre una doctrina nueva para su siglo? ¿Vertió acaso ideas sediciosas que pudiesen inspirar serios temores por la tranquilidad del Estado o de la Iglesia?
Mariana no es aún conocido ni en su patria. Escribió de filosofía, de religión, de política, de economía, de hacienda; sondó todas las cuestiones graves de su época; emitió su opinión sobre cuanto podía lastimar sus creencias y la futura paz del reino; pero, como si no existiesen ya sus obras ni quedase de ellas memoria, es considerado aún, no como un hombre de ciencia, sino como un zurcidor de frases, como un literato que apenas ha sabido hacer más que poner en buen estilo los datos históricos recogidos por sus antecesores. Llevó indudablemente un plan en cuanto dio a la prensa, y este plan no ha sido aún de nadie comprendido; tuvo, como pocos, ideas, al parecer, demasiado adelantadas para su época, y estas ideas son aún el secreto de un círculo reducido de eruditos. Fue, como ninguno, audaz e independiente, no cejó ante el peligro, creció en él y llamó sin titubear sobre sí las iras de los que más podían; habló, gritó, tronó contra todo lo que le pareció digno de censura; ¿quién, no obstante, le ha apreciado sino como un escritor que ha compuesto tranquilamente en su retrete un libro, donde lo de menos era influir en la marcha de los sucesos públicos, y lo de más dar a conocer la gala y majestad de la lengua castellana? ¿Qué se conoce de él entre nosotros más que su Historia general de España?
¡Si cuando menos hubiesen sabido juzgarla! Mas, dónde está, han dicho, la crítica y la filosofía de ese hombre? ¿No es él quien, después de haber desechado como inverosímiles antiguas y respetables tradiciones, ha consagrado páginas enteras de su libro a fábulas que hasta el sentido común rechaza? ¿Qué nos ha dicho acerca del objeto que lleva la especie humana ni acerca del camino que ésta sigue para llegar a la realización de sus deseos? ¿No ha convertido acaso la historia de los pueblos en una serie cronológica de biografías de príncipes y reyes?
Han subido aún de punto los cargos cuando algún crítico, entre tantos, queriendo hacerse superior a sus predecesores, ha vuelto los ojos al libro De Rege o a otra de sus obras político-sociales. ¿Dónde está, ha dicho, el sentimiento monárquico de un hombre que deriva el poder real del consentimiento de los pueblos, consigna el derecho de insurrección y da hasta a los particulares la facultad de atentar contra la vida de un monarca? ¿Qué reglas nos ha dado para distinguir de los reyes a los que él llama tiranos? Si admitimos que un hombre puede matar al rey que viole las leyes fundamentales de un Estado y se escude tras las armas de soldados elegidos entre el mismo pueblo, ¿qué razón habrá para castigar al que mate a otro hombre cuyos crímenes, cometidos a la sombra de la hipocresía, escapen a la acción de la justicia? El regicidio, por buenos que puedan ser sus resultados, ¿no será siempre un delito en el que lo cometa? ¿Por qué pues ha debido guardar el autor las más bellas flores de su elocuencia para esparcirlas hasta con amor sobre el sepulcro de Jacobo Clemente, matador de Enrique III de Francia, vengador, según Mariana, de la familia de los Guisas? Ese libro De Rege armó indudablemente la mano de Ravaillac contra Enrique IV; es hasta un borrón para nuestra patria que haya sido escrito y comentado por plumas españolas.
No falta quien en vista de tan graves acusaciones haya salido a su defensa, sobre todo en nuestros tiempos, en que las nuevas ideas políticas le han hecho considerar como un escritor que preveía y determinaba ya la forma democrático-monárquica bajo la cual vivimos; pero dejando a un lado todo espíritu de partido, esos ardientes defensores ¿han sido tampoco más inteligentes ni más justos? ¿A qué puede ser debido su entusiasmo? ¿A que Mariana, buscando un correctivo a la tiranía, no lo haya encontrado sino en la espada de un soldado o en el puñal de un asesino? ¿A que Mariana, creyendo corrompida la nobleza de su tiempo, la haya deprimido de continuo hasta hacerla odiosa a los mismos que entonces la adulaban y servían? ¿A que, recordando las victorias obtenidas por las armas de España en Flandes y en Italia, haya clamado contra el desarme de los pueblos y la tendencia de los gobiernos a hacerlos consumir en el ocio y la molicie? ¿A que, bajo el pretexto de que los buenos reyes no necesitan de guardias para sus personas, se haya declarado contra la formación del ejército por hombres mercenarios? ¿Cómo no han advertido, al leer la obra a que principalmente nos referimos, que todas estas ideas han sido sugeridas al autor por un solo pensamiento, por el pensamiento de organizar una teocracia poderosa, ante la cual debiesen enmudecer el rey y la nobleza, únicos obstáculos que se oponían a las satisfacción de sus deseos? Pues qué, ¿no le han visto a cada paso abogando por que los obispos ocupen los primeros puestos del Estado; porque se les confirmen a éstos, no sólo sus pingües mayorazgos, sino la tenencia de los alcázares con que habían hecho o podían hacer frente a las constantes invasiones de la aristocracia y a las de la corona? Vese claramente que Mariana aspiraba a organizar constitucionalmente el reino; mas ¿se cree acaso que podrían encontrarse siquiera puntos de contacto entre la constitución que él habría escrito y la que buscamos nosotros en medio de las ruinas de lo pasado?
Mariana, lo hemos dicho y lo repetimos, no es aún conocido ni en su misma patria. Le hemos leído detenidamente, le hemos analizado, hemos inquirido el pensamiento que podría unir sus más contrapuestas ideas y sus obras más heterogéneas; hemos pensado, hemos meditado sobre cada una de sus proposiciones atrevidas y al parecer aventuradas; le hemos examinado en detalle, le hemos examinado en conjunto, y nos hemos debido convencer por momentos, no sólo de que no se le conoce, sino también de que nunca se le ha presentado, ni tal cual fue para su época, ni tal cual es para nosotros y será más tarde para nuestros hijos.
¿No sería hora ya de que, levantándole sobre el pedestal de una crítica tan imparcial como severa, le interrogásemos sobre cada uno de los puntos de que ha escrito y apreciásemos por sus mismas explicaciones lo que le deben en el campo de la ciencia su generación y las generaciones posteriores? La generación de que formó parte ha muerto; ¿cuándo mejor que ahora podremos juzgarle, libres de toda pasión bastarda?
Tenemos, es verdad, ideas filosóficas distintas de las suyas, ideas políticas distintas de las suyas, ideas económicas distintas de las suyas; mas ¿quién por eso llegará a creer que pretendamos juzgarle al través de opiniones que no tuvo ni pudo tener de modo alguno? Nosotros somos precisamente los que profesamos tal vez en su mayor latitud el principio de la tolerancia. Si no admitimos el fatalismo individual, admitimos cuando menos el fatalismo social, el fatalismo histórico. Creemos que todas las ideas de un siglo han sido necesarias en aquel siglo, y aun en las más encontradas opiniones vemos fuerzas cuyo choque ha de acelerar el progreso de la especie humana. Todos los hombres, con tal de que no hayan acallado la voz de la conciencia con la del interés, son pues para nosotros dignos de consideración y de respeto; todos los hombres han de ser juzgados con relación a su época y a su pueblo.
Podremos engañarnos, ¿quién lo duda? Mas nuestros errores nacerán siempre de ignorancia, nunca de perversidad ni de malicia. No abrigamos hacia Mariana amor ni odio; buscaremos en él mismo las premisas; cada lector podrá con nosotros o sin nosotros deducir las consecuencias.
I.
Abraza el periodo de la vida de Mariana una de las épocas más fecundas en acontecimientos. [1. Nació Juan de Mariana en el año 1536, murió en 16 de febrero de 1623]. En ella se elevó España a la cumbre de su grandeza, y bajó precipitadamente hacia el abismo que debía más tarde devorarla; en ella subieron mezclados al cielo los alaridos de triunfo de ejércitos terribles y los desgarradores ayes de víctimas sacrificadas en la hoguera; en ella se fortalecieron las creencias de los pueblos y se debilitaron las de los hombres consagrados al estudio de la ciencia; en ella resonaron los primeros gritos de la revolución moderna y se extinguieron las últimas llamaradas del fuego que habían encendido los cruzados en las repúblicas de Italia; en ella vio el clero medio muerta la aristocracia, que tantos celos le inspiraba, y abierto de nuevo el paso para establecer el predominio a que con tanta fuerza y sin cesar aspira; en ella pasó la monarquía por la política de las armas, por la de la diplomacia decorosa, por la de la humildad y la bajeza. Mariana, hombre que ha revelado en todas sus obras una alta inteligencia, hombre naturalmente pensador y que, por lo que permiten juzgar algunos de sus libros, pretendía apreciar la situación en que los intereses sociales se encontraban, no podía menos de aprender mucho en esa rápida y no interrumpida serie de sucesos capaces de excitar hasta las facultades intelectuales menos ejercitadas y más inactivas; pero tuvo aún ocasión de aprender más en países extranjeros, donde por trece años leyó teología con universal aplauso de los varones sabios de su tiempo. [1. Enseñó en el gran colegio de jesuitas de Roma en otro de Sicilia y en la Universidad de París. Abrazan estos trece años desde el veinte y cuatro al treinta y siete de su edad, del 1561 al 1574]. Pudo estimar mejor que otros muchos españoles de la misma época las causas y progresos de la reforma, las disidencias entre los partidos protestantes, el porvenir que aguardaba a las nuevas doctrinas, el peligro que en sí encerraban tanto para los poderes existentes como para la futura autoridad del clero, los efectos que habían ya producido, la influencia que habían ejercido en las costumbres y en la constitución general de las sociedades europeas, los medios que aún existían para contrarrestar esa misma influencia, detenida en algunas naciones sólo por el terror, sólo por las armas del verdugo. Los sucesos fueron durante aquel periodo grandes y variados; mas la reforma era el hecho capital, el hecho dominante, el hecho que preocupaba y mantenía en continua alarma el ánimo de los filósofos y el de los políticos; ¿es siquiera posible suponer que Mariana dejase de estudiarla y seguirla paso a paso?
Se ha dicho y repetido hasta la saciedad que esta gran revolución no encontró eco en España, consagrada de corazón al catolicismo desde remotos siglos; mas ¿no parece hasta inverosímil que haya podido pasar esta aserción sin ser ya desde un principio refutada? ¿Contra quiénes se ejercían entonces los furores de la Inquisición? ¿Quiénes eran esos herejes que, a pesar del suplicio de sus correligionarios, seguían las ideas que habían abrazado y las sellaban con su sangre? ¿Puede olvidarse acaso que fueron a las cárceles del terrible tribunal los más aventajados teólogos de aquellos desdichados tiempos; que se enseñaron doctrinas heterodoxas hasta en el seno de las universidades? El pueblo pudo dejar de tomar parte en esta cuestión gravísima; pero ¿la aristocracia, el mismo clero, los hombres de inteligencia?
Dirán tal vez que la historia no lo ha consignado así; mas ¿podía consignarlo? ¿Cómo no se concibe que el simple hecho de hablar de los adelantos de la reforma había de ser considerado por la severa política de aquellos tiempos como un gran delito? Y qué, ¿no tenemos, sin embargo, testimonios que lo acreditan? ¿No se ha lamentado el mismo Mariana en una de sus obras de la diversidad de opiniiones religiosas que a la sazón existían en España, diversidad que, según él, era mayor que en otras muchas naciones por la vecindad de la Francia y la Inglaterra? [2. Después de los tiempos de Arrio jamás hubo mayores disidencias en materias de religión, especialmente en España por su proximidad a Francia y a Inglaterra: leemos en su libro De Rege, lib. 5, cap. 2.]. Durante el periodo de más movimiento y trastornos que aquella revolución produjo, ¿estuvimos, por otra parte, tan arrinconados dentro de nuestras fronteras que no pudiéramos adquirir noticias de las nuevas ideas? ¿No nos hallamos constantemente en el teatro de los sucesos?
La reforma fue una revolución europea, una revolución motivada, como todas, por abusos palpables y generalmente conocidos: penetró, como no podía menos de penetrar, en todas partes. En unos países venció, y salió en otros vencida; pero en todas conspiró y en todas aspiró a realizarse y entronizarse. Los hechos hablan, y los hechos son del dominio de todo el mundo. Para convencerse de lo que dejamos sentado basta leerlos.
Ahora bien, para nosotros, cuando menos, es indudable que Mariana comprendió todo el riesgo que llevaba consigo esta reforma. Es preciso detenerla, dijo para sí, y los medios puestos hasta ahora en juego son insuficientes. Las armas no acaban con las revoluciones; las armas bastan, cuando más, para levantarles diques, que aquéllas han de romper tarde o temprano. Mientras subsistan las causas que les dieron origen, las revoluciones pueden estar reducidas a la impotencia; pero viven, y viviendo son temibles. Enhorabuena que los reyes empleen contra ellas la espada; pero esto no basta si los amenazados no empiezan por acceder a los deseos justos de sus enemigos. Se pide a voz en grito la reforma de la Iglesia, y la Iglesia debe sin duda reformarse. ¡Ójala lo hubiese hecho al sentir el primer soplo del huracán sobre su frente!
Conocía bien Mariana las fuerzas y recursos de sus adversarios, la índole de la guerra entablada, lo peligroso que podía parecer a sus mismos amigos haciendo concesiones a los rebeldes, la astucia de que debía usar para con unos y para con otros a fin de vencerlos; y hecho el apresto de armas necesario, entró en combate con toda la energía de que era susceptible su alma. Llevaba dentro de sí un pensamiento que, como hemos indicado, había de ser a sus ojos el objeto final de sus esfuerzos; mas lo ocultó por mucho tiempo, y puede asegurarse que no lo reveló nunca sino embozadamente y como quien lo vierte al caso sin intención marcada.
"La religión, dijo, es el verdadero culto de Dios, derivado de la piedad del ánimo y del conocimiento de las cosas divinas" [1. De adventu B. Jacobi Apostoli in Hispaniam, § I]. ¿Qué quiso ya indicar con esta definición Mariana, sino que la religión no es, como algunos creen, hija exclusiva del sentimiento, sino del sentimiento y de la razón que, habiéndose elevado a las ideas de Dios, comprende que ha de almar al ser de quien fue separado y a quien debe su existencia? Entre la religión y la ciencia, añade, no hay un abismo, hay una identidad completa; y basta verlas separadas para comprender que la religión está condenada a morir, que la religión es falsa. En la época del paganismo, continúa, a un lado estaban los sacerdotes, al otro los filósofos; ved si el paganismo no ha muerto al fin abriendo paso al cristianismo. La verdad es una; ni es posible que haya más de una religión ni que deje de confundirse con ella la filosofía. [2. Id., id.]
En un siglo en que se proclamaba con entusiasmo la soberanía de la razón, escribir estas palabras ¿no era ya colocarse en el terreno de los disidentes? ¿No era lamentarse, por una parte, del divorcio que se estaba verificando entre la religión y la filosofía, y manifestar, por otra, que preveía la inevitable muerte del catolicismo? ¿No era decir: racionalícese la religión, ya que sólo la razón es admitida como origen legítimo de las creencias de los pueblos? Bastaría para convencernos de que Mariana consignaba con esta intención tales ideas recordar por un momento la tendencia general de todas sus producciones literarias; mas nos lo prueban aun de manera mucho más eficaz otras ideas vertidas a continuación de aquéllas, destinadas a revelar la necesidad de eliminar del cristianismo todo género de supersticiones, mas que estuviesen autorizadas por la tradición y la fuerza de los siglos.
"Nada, dice, hay más contrario a la religión que la superstición; como aquélla procede de la verdad, procede ésta del error y la mentira." Y qué, ¿podemos acaso negar que supersticiones las hay en la religión que profesamos? Nuestros anales eclesiásticos están llenos de manchas; existen en la mayor parte de los templos reliquias de dudoso origen; se entregan a la adoración de los fieles cuerpos de gentes profanas como si fuesen de mártires y santos. ¿Hemos de confirmar al vulgo en sus preocupaciones, en lugar de disiparlas con la antorcha de la crítica? ¿Habremos, por no parecer impíos, de callar sobre tan graves escándalos, lo más ofensivos posible a la santa doctrina que todos sostenemos? Es triste que no quepa negar lo que no puede confesarse sin que se pinte el rostro de vergüenza; pero considero en todo cristiano hasta el deber de contribuir con todas sus fuerzas a quitar tan negro borrón de nuestra historia. El concilio de Trento propuso la obra, y los pontífices la han inaugurado ya con un éxito brillante; trabajemos todos porque se consume, y toda mancha se borre, toda tiniebla se disipe. [1. De adventu B. Jacobi Apostoli in Hispaniam, § II, et seq.]
Estos abusos de la Iglesia, tan oportunamente denunciados, eran la principal arma de que los reformistas se valían para encender la nueva revolución en las naciones; y Mariana pensó ante todo en arrebatársela. ¿Podía seguir al parecer mejor camino para arrostrar luego con ventaja los azares de una lucha? Condenáis abusos, parece decir a los disidentes, y yo también los condeno; aceptáis la razón como árbitro supremo en todas las cuestiones que pueden interesar al hombre, y yo también la acepto; ¿dónde está la necesidad que manifestáis de separaros del círculo católico?
Estaba tan persuadido Mariana de la utilidad de estos medios para abatir a sus contrarios, que rara vez dejaba de emplearlos, aun en las obras que menos roces tenían con las discusiones religiosas de su tiempo, no dándose nunca por satisfecho en el examen de sus proposiciones hasta haberlas dejado bien establecidas en el terreno de la razón pura. Los libros de Dios, exclamaba a menudo, prueban la verdad de mis asertos; mas la palabra escrita por los profetas no es hoy suficiente autoridad para los que dudan: hemos de buscar la afirmación o la negación dentro de nosotros mismos, en el fondo de nuestra propia frente. Como católico, no podía ni dejaba de acudir nunca a los Santos Padres, a los Evangelistas, a los libros de Moisés, a todos los sublimes cánticos que componen el Antiguo Testamento; pero no citaba ya los textos de tan ilustres varones como una prueba irrecusable, sino como una prueba supletoria, como una confirmación de lo que la razón decía. [2. Verum nos, leemos en uno de sus tratados, non divinis testimoniis pugnabimus quae impius ficta et commentitia fortassis putabit. Rationi et argumentis ab ipsius naturae principiis petitis agemus. — De morte et immortalitate, lib. 2, cap. 1.]. El error, dice en el más filosófico de sus tratados, es general en el mundo; ¿por qué? Porque por una parte nos dejamos llevar del testimonio de los sentidos; por otra de las opiniones que han logrado universalizarse y se imponen por este solo hecho a nuestro entendimiento. Pues qué, ¿no pueden engañarnos los sentidos? Y la universalización de esas opiniones, ¿no puede ser debida a la ignorancia? Nos imponen unos y otros, y no deben imponernos; la razón ve siempre más que los ojos; las opiniones, por generales que sean, deben enmudecer constantemente ante los fallos de la ciencia. [3. De morte et immortalitate, lib. 1, cap. 1.].
Es ya muchas veces tal la energía con que expresa estas ideas, que se siente uno movido a creerlas, no tanto hijas de las circunstancias en que él se había colocado, como de su organización intelectual y su nunca desmentida independencia de carácter. ¿Sería tan fuera de propósito pensar que si hubiese nacido en nuestros días tendríamos en él uno de los pocos racionalistas con que contamos en España?
Mariana empero hizo más que aceptar la soberanía de la razón: protestó, cosa entonces muy difícil, contra la intolerancia de su siglo. Los poderosos de su siglo no hallaban contra las invasiones de la reforma otro medio que el de aterrar con el castigo; él lo encontró inconducente, injusto; y lo dijo, aunque indirectamente, exponiéndose él mismo a ser víctima de aquel inconsiderado furor de reyes y prelados. Acababa de darse a luz la edición Vulgata de la Biblia, y estaban discordes sobre su autenticidad los más eminentes teólogos. Fue de día en día embraveciéndose la discusión hasta tal punto, que llegó a inspirar serios recelos a los inquisidores. Se empezó por manifestar desagrado a los que en mayor o menor escala negaban la infalibilidad de aquella tradición latina, se les censuró a poco y se terminó por ahogar sus acentos dentro de los muros de la cárcel. Desencadenáronse los inquisidores, y no vacilaron en cometer todo género de violencias, violencias que produjeron, como era natural, en la mayor parte de los ánimos una impresión funesta. Habíanse ya retirado del palenque la mayor parte de los sostenedores cuando entró en él Mariana. Presentábase con deseo de conciliar los dos opuestos bandos; mas no por esto había de dejar de emitir dudas sobre puntos que se pretendía fuesen aceptados como dogmas. Abordó de frente la cuestión, diciendo: "Las violencias hasta ahora cometidas habrán podido aterrar a muchos, mas no a mí, a quien no sirven sino de estímulo para que entre en lucha. Me he propuesto restablecer la paz entre los combatientes, y voy a intentarlo, cualesquiera que sean los peligros que yo corra. En los negocios ásperos y escabrosos es donde más se debe ejercitar la pluma." [1. Pro editione Vulgatae, § I.].
¿Eran acaso estas dignas y enérgicas palabras mas que una protesta, y una protesta elocuente contra la arbitrariedad que entonces reinaba en materias eclesiásticas? Mariana quería arebatar aún otra arma a los reformistas. Los reformistas decían, y con razón: "Ahí los tenéis a los católicos: vencidos en el campo de la ciencia, llevan la tiranía hasta el extremo de ahogar nuestra voz con el filo de la espada. ¿Por qué no nos combaten en el terreno del puro raciocino?" Y Mariana: "Vosotros recusáis la fuerza, y yo también la recuso; el mismo catolicismo me da armas, y no necesito de la tea ni del hacha del verdugo. Estas armas, ni las admito, ni las temo; ved cómo, aun siendo católico, se puede pensar y obrar como vosotros."
Dirigióse después Mariana a los que por hacer alarde de la fuerza de su fe se encolerizaban contra los que pretendían aun entrar en discusiones; y animado del mismo deseo de tolerancia, no sólo les acusaba de injustos, sino de hombres ignorantes y de corazón mezquino; de hombres miopes, incapaces de apreciar toda la majestad de la religión cristiana. "Violáis torpemente el principio de la caridad, les dice: hacéis más, comprometéis nuestra misma causa ; ponéis en manos de los enemigos los castillos en que creéis defender con tanta energía la ley de Jesucristo. No, no merecéis que nadie os oiga ni os siga en tan errada vía". [2. ... pusillo homines animo, oppleti tenebris angustèque sentientis de religionis nostrae majestate, qui dum opinionum castella pro fidei placitis defendunt, ipsam mihi arcem prodere videntur fraternam charitatem turpissimè violantes. — Pro editione Vulgatae, § I.].
Reveló su opinión sobre la Vulgata, la explanó, la sostuvo con razones, ya históricas, ya filosóficas; y lejos de atraerse los males que temía, ganó en reputación y puso un freno hasta cierto punto a sus mismos enemigos. ¡Gloria no poco estimable, sobre todo cuando de ella debían redundar grandes ventajas para la defensa de los intereses que con tanta fuerza de voluntad acababa de cargar sobre sus hombros!
¿Empieza a conocerse ahora quién era Mariana? ¿Empieza a comprenderse ahor cuán errada es la opinión de los que no han visto en él sino un hablista? ¿Qué significa su mérito literario al lado del que le dan los esfuerzos con que procuraba sostener una doctrina amenazada por grandes pensadores, y lo que es más, por pueblos enteros animados de una nueva idea?
Mas no se crea que se ciñó Mariana a defenderse ni a defender la religión de sus mayores; pensador profundo, consumado teólogo, hombre enseñado a dirigir desde una cátedra el desarrollo intelectual de la juventud, quiso además dejar consignada su opinión sobre todas las cuestiones capitales de su asignatura. Estas cuestiones, si bien habían sido tratadas por otros con el debido detenimiento, merecían ser debatidas de nuevo gracias a las sombras que estaba esparciendo sobre ellas la filosofía, merecían y debían ser examinadas bajo un punto de vista más racional que teológico; ¿no habían de llamar naturalmente la atención de un hombre que, como llevamos dicho, se proponía contener el torrente de las ideas innovadoras de su siglo?
Acometió Mariana la dilucidación de estas cuestiones en su tratado De morte et immortalitate, escrito, no solo con fuerza de ciencia, sino también con buen método y belleza y elevación de estilo. [1. Adviértase que si ponemos entre comillas la siguiente exposición de las doctrinas filosóficas de Mariana no es porque la hayamos copiado a la letra de ninguna de sus obras, sino porque nos ha parecido bien ponerla en boca del mismo autor, y no entrecomillándola nos exponíamos a que el lector no pudiese distinguir claramente la parte puramente expositiva de nuestro trabajo, de la parte crítica (-Aquí además aumentaremos la sangría de estas 'pseudo-citas' de Mariana que hace el editor - JAGL).].
"La idea de la muerte, empieza por decir en este bellísimo tratado, ha venido hasta nosotros envuelta en preocupaciones que nos la hacen concebir como un espectro destinado a interrumpir sin tregua los más legítimos goces de la vida. Si apelando a nuestra razón y sobreponiéndonos a los groseros errores del vulgo, la desnudamos de tan falsos atavíos, no solamente la dejaremos de temer, sino que hasta la amaremos, encontrando en ella el más dulce consuelo para los amargos males que de continuo padecemos. Porque la muerte no es un genio del mal es un genio del bien, es el ángel que viene a cerrar nuestros ojos cansados de llorar por la maldad e ingratitud del mundo, Sólo en el sepulcro recobramos el descanso que al nacer perdimos; sólo en el sepulcro la igualdad que rompieron el capricho de la suerte o la tiranía de los que más pudieron [2. Al hacerse Mariana cargo de este efecto de la muerte, son notables sus palabras: natura cunctos homines exaequavit; una est omnibus conditio nascendi. Fortunae seu pontentiorum tyrannide factum est ut ex communis quasi cumulo multi occuparint, aliis nudatis qui pari conditione erant nati. — De morte et imnmortalitate, lib. I., cap, último.]; sólo en el sepulcro la libertad que tanto apetecemos y nunca conquistamos. ¿Qué es, por otra parte, la losa de la tumba más que la puerta de la verdadera vida? Morimos mientras vivimos; morir no es en rigor sino fin de morir; morir es romper los lazos que nos unen a la muerte."
¿De qué depende empero que la idea de la muerte esté tan falseada y oscurecida?
"Dios, había ya dicho en otro tratado, nos ha dado para movernos a obrar sin necesidad de impulso ajeno el apetito y el conocimiento. Deseamos o repugnamos, y no debemos resolvernos a abrazar ni a rechazar sino después de haber consultado la razón, a la que incumbe exclusivamente determinar nuestras acciones. Si obramos en virtud de un decreto de nuestra inteligencia, somos hombres, y cumplimos con los deberes que la naturaleza de tales nos impone; si obramos obedeciendo tan solo a la fuerza de los instintos, caemos en el vicio y nos embrutecemos. Para actos cuyas consecuencias no puedan sernos muy penosas sentimos generalmente el apetito débil; fuerte y muy fuerte para acciones de cuya realización depende tal vez nuestra felicidad y la felicidad de nuestros hijos; mas fuerte o débil ha de encontrar y encuentra indudablemente en nosotros mismos un poder capaz de sujetarlo y dirigirlo, la facultad que nos constituye hombres. [3. De spectaculis.]
"Hemos de cultivar incesantemente la razón, tenerla en continua actividad, robustecerla; de no, podrán más que la razón los apetitos. ¡Ay entonces de nosotros, que seguiremos ciegos la senda de la vida y marcharemos de vicio en vicio y de error en error hasta el borde del abismo? Sentiremos pronto el vértigo; y atrofiada nuestra inteligencia por la inacción, caeremos al fin sin poderlo resistir en lo más profundo del espantoso precipicio. ¡Guárdenos Dios de dejarnos gobernar por nuestros apetitos!
"¡Son estos, sin embargo, tan poderosos en la mayor parte de los hombres! Varones esforzados, que no dejaron vencerse ni por pueblos armados de ira, ni por los rigores del calor ni el frío, ni por las tempestades, han cedido ante los halagos de placeres condenados por la voz de su razón, no sólo como ilícitos, sino como destructores de las mismas fuerzas con que habían logrado encadenar a sus banderas la victoria. Los acentos de una prostituta han podido dispertar a veces en ellos torpes apetitos, cuya satisfacción había de reducirlos a una condición inferor a la de la mujer más débil; la vista de un tesoro o de un objeto de menos valor ha podido otras corrompers sus generosos corazones llevándolos al crimen. [1. Es notable la verdad y belleza de estilo con que pinta Mariana los efectos de los placeres sensuales, cuyo poder encarece: Magna est potestas voluptatis, vires incredibiles; lenis enim quamvis et blanda, non magno temporis spatio, nisi caves, animi et corporis partes omnes expugnat, virtutes enervat, ipsamque arcem in sublimi constitutam mentem evertit atque in omne vitiorum genus praecipitem dat... Itaque ab omni memoria quos neque hostes vincere, neque ulla aestus, frigoris aut inediae injuria frangere potuit, eso videmus et legimus illecebris voluptatum fuisse superatos. — De spectaculis.]
"Y, ¡he aquí por qué somos desgraciados! ¡Cómo no hemos de engañarnos cuando llegamos a una situación tan triste y deplorable! ¡Cómo no hemos de desconocer la naturaleza de las cosas, confundiendo la verdad con el error y tomando por bienes reales los bienes aparentes! ¡Así es como hemos concebido una tan equivocada idea de la muerte, a la cual sólo debíamos considerar como un ser bajado del cielo para romper la cárcel de nuestro espíritu y levantar en sus alas hasta el trono de Dios el alma de los justos! ¡Así es como si preguntamos al vulgo, y aun a hombres que se arrogan el título de filósofos, por el verdadero asiento de la felicidad humana, hallamos tan pocos que lo pongan en la virtud, sublime aspiración a la bienaventuranza eterna, y tantos que la vean ya en las riquezas, ya en los placeres de los sentidos, ya en los honores y en las dignidades, ya en bienes aún más pasajeros! Decidles a muchos que la muerte es el umbral del bien supremo; los veréis al punto cubriéndose de horror como si tuviesen ya la aterradora figura ante sus ojos.
"¡Desventurados! continúa el autor en su tratado De morte, ¿qué veis detrás de las riquezas que tanto codiciáis sino envidias, celos, vicisitudes que han de llenaros de amargura? ¿Qué veis detrás de los placeres sino la más o menos rápida aniquilación de vuestras fuerzas, el progresivo oscurecimiento de vuestra inteligencia, la deshonra de vuestro nombre, y allá a lo lejos la sombra de un fantasma que viene a turbar vuestros escasos momentos de reposo? ¿Qué veis detrás de los honores y las dignidades sino la inquietud y la espada de Damocles pendiente de un cabello sobre el trono que habéis tal vez amasado con sangre y sentado sobre víctimas cuyos cadáveres piden sin cesar venganza?
"Ved en el fondo de un modesto gabinete al verdadero sabio. Está entregado a la ciencia, mas no para satisfacer su vanidad, sino para fortalecer su inteligencia y procurar la felicidad de sus hermanos. Sujeta al fallo de su razón las prescripciones de sus apetitos, busca el placer, no para ahogar como otros la voz de su conciencia, sino para reparar las fuerzas que consumió la miditación, que consumió el estudio. Estima también la gloria; pero no esa gloria ruidosa que unos hacen brotar del ensangrentado suelo de los campos de batalla, y entretejen otros con las brillantes flores de un imaginación destinada más a deslumbrar que a dirigir a los pueblos, sino esa faena que van constituyendo los pensamientos fecundos elaborados en el crisol de la ciencia y va solidando el recuerdo del saber y las virtudes. ¡Qué tranquilidad la suya! Ve pasar por debajo de sus ventanas los fastuosos trenes de la aristocracia y de los reyes sin que sienta en su pecho la codicia; admira las bellezas de la mujer sin que la lujuria le tiña el rostro ni el recuerdo de un placer sensual turbe su frente; no aspira por gozar de la bulliciosa algazara del festín ni por tomar parte en un banquete. Es hombre y sufre; mas ni se rebela contra su suerte ni alza la voz al cielo con la desesperación en el fondo del alma y la blasfemia en el borde de sus labios. Sabe que Dios cuenta una por una las lágrimas que le arranque al dolor sobre la tierra, y sigue tranquilo hasta en midio de sus más terribles sufrimientos. La muerte, dice, pondrá un día fin a mis quebrantos, y esta sola idea le restituye la calma y le consuela. ¡Pobre anciano! Vedle ya moribundo en su lecho de pesar y de amargura. Bendice a sus hijos, levanta luego las manos al cielo, y al ver bajar el ángel de la muerte, he aquí, por fin, exclama, la hor de mi resurrección, la hora en que se va a emancipar mi espíritu rompiendo los muros de mi estrecha cárcel.
"No da el anciano gran precio a la vida actual, ni ¿cómo ha de darlo? ¿Qué es la vida mas que un ligero soplo? ¿Qué es la vida más que un día de sufrimiento en la gran serie de siglos que oculta la eternidad bajo uno de los pliegues de su manto? Venimos sedientos de amor, y no amamos que el amor no sea para nosotros una fuente de dolores; apelamos en nuestra sed y en nuestra hambre a la caridad ajena, y hallamos echado el puente sobre los más generosos corazones; pedimos luz para nuestro entendimiento, y nos hallamos sobre los más generosos corazones; pedimos luz para nuestro entendimiento, y nos hallamos siempre cercados de tinieblas; queremos para los demás altas virtudes, y no recogemos por premio sino la ingratitud y la traición de nuestros protegidos. Las flores se nos convierten en espinas; en la misma copa del placer apuramos el tósigo que ha de derribarnos al fondo del sepulcro. Si pobres, no hay quien vaya a verter una lágrima sobre la cruz de nuestra fosa; si ricos, no bien morimos, cuando ya nuestros hijos se disputan sobre el mismo ataúd nuestros tesoros. A hombres que sólo han sido verdugos de la humanidad se les levantan grandiosos monumentos y se les graba el nombre en las páginas imperecederas de la historia; a otros que han contribuido a levantarla de sus más terribles y dolorosas caídas se les escasean los honores, cuando no se les condena para siempre a las oscuras regiones del olvido.
"¡Oh muerte! ¿Por qué han debido pintarte con tan negros colores, cuando eres tú el único rayo de esperanza que nos alumbra en la carrera de la vida? ¡Libertadora y salvadora nuestra! ¡Ah! ¡Ven y rompe de una vez para siempre los hierros de mi espíritu! Tú eres el límite entre el tiempo y la eternidad, la inmensidad y el espacio, lo finito y lo infinito, lo accidental y lo absoluto; desata de una vez para siempre los lazos que me unen al tiempo y al espacio. [1. De morte et immortalitate, lib. 1.].
"Mas, ¿soy yo efectivamente inmortal? ¿No están indisolublemente unidos el alma y la materia? Siento que en mí lo físico y lo moral se afectan mutuamente, que la imaginación ejerce una decidida influencia sobre mis sentidos, y mis sentidos sobre todas las facultades de mi entendimiento; ¿cómo puede el cuerpo morir y sobrevivir el alma? El mismo Dios me ha dicho: Vivirás eternamente; mi conciencia me dice a cada injuria que recibo y a cada falta que cometo: Vivirás eternamente; mas mi razón, ¿dónde, cómo ha de encontrar motivos que la acallen sobre este punto toda duda? Oigo al impío diciendo: No hay más allá en el mundo; oigo filósofos que después de haber meditado en silencio, exclaman: El universo no es más que la transformación incesante de una misma vida; el alma es inmortal, pero terrena. ¿Por dónde habré de empezar a darme cuenta de mis propias creencias? ¿Dónde habré de buscar la base de mis largos raciocinios? Invoco de nuevo el favor de Dios para continuar mi libro. [2. Id., lib. 2, cap. 1].
Mariana, como se podrá apreciar fácilmente por esta sucinta exposición de su doctrina, no hizo aún más en esta primera parte de su tratado que seguir a la letra las tradiciones de la religión cristiana, la cual, partiendo del principio que somos almas caídas que aspiramos sin cesar a unirnos con el centro universal de que fuimos separados, no puede considerar la tierra sino como un valle de lágrimas y un lugar de prueba, ni dejar de ver en la muerte un genio de la redención consagrado a volvernos a nuestra antigua y verdadera vida. Manifiesta indiferencia y hasta desprecio por las riquezas, los placeres y las dignidades; y a la verdad, nada más natural, suponiendo, como debía, que todas nuestras buenas acciones se reducen a buscar de nuevo el camino por donde podremos volver a nuestro perdido y suspirado cielo. Los placeres, las riquezas y las dignidades no sirven, bajo este supuesto, sino para distraernos del objeto final a que tendemos; consideración que bastaría por sí sola para condenarlas, cuando no tuviéramos además otros motivos poderosos que el mismo autor expone.
¿No se ha observado, sin embargo, cómo Mariana, separándose ya del rigoroso ascetismo de muchos de sus contemporáneos, admite y legitima en el hombre el amor a la ciencia y a la gloria? Otros filosófos cristianos han dicho: "Dios y sólo Dios ha de ser el objeto de todas tus acciones; tus más altos hechos, tus más singulares rasgos de heroísmo para nada te serán contados en el libro de tus destinos, si al realizarlos te ha ocupado un solo momento la idea de lo que dirán de ti los hombres. El mérito de la acción está en la causa que la determina, y no hay causa legítima fuera del amor a Dios. Busca en Dios el principio de cada uno de tus actos, y serás constantemente bueno y justo, y no perderás nunca el camino que debe conducirte a la beatitud eterna. Dices que amas también la ciencia porque ennoblece tu espíritu y puede aliviar los dolores de tus semejantes; mas ¿cómo no adviertes que tu entendimiento está cercado de tinieblas, y dejando de oír la voz de Dios para consultar la de tu razón, vas a apagar tu fe y a perderte en las sombras de la duda? ¿No te ha dicho ya el Señor por boca de sus apóstoles y de sus profetas la última palabra de la ciencia? Compara al ignorante con el sabio, y ve quién guarda más calma y quién más fácilmente abandona la senda abierta por los verdaderos filósofos de Israel. Lleno de su saber, no respira el sabio sino orgullo, deja de pensar en Dios y pierde su alma. El ignorante oye siempre con humildad la santa palabra del Crucificado."
Mariana no dice que se proponga refutar esta doctrina, mas indudablemente la refuta. "La humanidad es la hija predilecta de Dios, parece que leemos en su tratado De morte; y yo, solidario con ella por el pecado de mis primeros padres, siento y no puedo menos de sentir la necesidad de su amor, la necesidad de ser querido de la generación que hoy vive y de las generaciones venideras. Si yo, siéndole útil y contribuyendo a realizar sus destinos, puedo inmortalizar mi nombre, objeto a que me hacen aspirar instintos casi irresistibles, ¿por qué he de combatirlos? Sirviendo la humanidad sirvo a dios; ¿no es pues de todos modos ese mismo Dios la causa de mis actos? Es sabido que no tenemos obligación de ahogar la voz de nuestros apetitos sino causando el conocimiento los condena; y qué, ¿el conocimiento condena ni ha condenado nunca que pretendamos conquistar un nombre a fuerza de ejercer las más señaladas virtudes y contribuir a la mayor felicidad de nuestros semejantes?—Combatís también, añade, el amor a la ciencia; mas, ¿cómo pretendéis rebajar tanto al hombre? ¿Qué le queda si le quitáis hasta la facultad de pensar sobre sí mismo? Ser dotado de razón, es een él, no un placer, sino una necesidad, darse una explicación más o menos satisfactoria de cuanto pasa dentro de sí y en torno suyo; quitarle hasta la facultad de razonar, ¿no es contrariar su naturaleza y hasta anonadarle? ¿Quién, por otra parte, puede impedirme a mí que piense y dude? ¿Puedo tal vez yo mismo? Mi alma tiene una actividad propia, que no necesita ni del estímulo de mi voluntad ni de ningún impulso externo; si obra en momentos dados con absoluta independencia, ¿qué fuerzas hab´ra que la sujeten? —"Tememos, decís, que la ciencia no destruya la fe de nuestros padres y con ella el cristianismo; mas, ¿cómo no habéis visto, repito, que siendo nuestra religión una verdad, ha de haber entre ella y la filosofía una identidad completa? El hombre, después de todas sus meditaciones y extravíos, ¿podrá nunca hacer más que conocer racionalmente lo que ahora siente y cree? ¿Es tal vez doble la verdad? Creo hasta indecoroso que hombres animados del verdadero espíritu del cristianismo se atrevan a manifestar tan pobres e infundadísimos temores."
Se expresa Mariana sobre este punto con energía; mas ¡ay! levanta sus raciocinios en el aire, y no es fácil que resistan a los menores embates de la lógica. Llevado de su empeño en quitar armas a los reformistas, falsea los mismos principios de que parte, transige, cede y destruye por el ardor de transigir y ceder en propia obra. Desgraciadamente no es él quien lleva aquí razón; son sus contrarios. El cristianismo en tiempo de Mariana era ya un sistema; y todo sistema es un círculo inflexible. Querer ensancharlo es querer romperlo; o ha de saltarse fuera de él o reducirse la esfera de acción del pensamiento a su más o menos estrecha periferia. Pensar en otro medio es una ilusión, un sueño. No ignoramos que en todas las épocas en que la inteligencia ha empezado a sublevarse contra un orden de ideas, admitido casi sin discusión durante siglos, han salido hombres de noble corazón que han pretendido conciliar con los intereses de los conservadores la opinión de los rebeldes; mas no ignoramos tampoco que estos han sido generalmente los que más han contribuido a acelerar la ruina de la misma causa por la cual tan generosamente combatían. Han pretendido forzar los principios de sus creencias dándoles una extensión de que no eran susceptibles; y los principios han estallado en sus manos como hojas de acero que se intenta doblar más allá de lo que permite el temple. Faltos de principios, no han hecho luego más que divagar; y han debido al fin, o retirarse avergonzados, o pasar con armas y banderas al campo de sus enemigos. Es triste deber consignar estos hechos; mas no son por esto menos ciertos.
Al contemplar a Mariana entre los reformistas y conservadores de su siglo, le vemos lleno de tanta elocuencia y de una majestad tan imponente, que no podemos menos de admirarle. Ha acometido una empresa digna, aunque imposible; y esto basta para que nos creamos hasta en el deber de mirarle con respeto. Decimos más; no solamente lo respetamos, le leemos a veces con placer y hasta con un afán que raya en entusiasmo. Pero cuando, ya leído, le meditamos recordando el objeto a que dirige sus estudios, ¿es siquiera posible que desconozcamos la peligrosa senda que recorre y la inutilidad de sus esfuerzos? Sostiene que la religión y la ciencia son idénticas en una época en que la filosofía empieza a divorciarse ya del cristianismo;no es esto hasta cierto punto abrir la fosa a la religión amenazada? ¿Qué diría hoy de su religión en virtud de este principio? A un lado están ya los sacerdotes, al otro los filósofos; ¿no debería ya profetizarle la hora de la muerte o llorarla entre los muertos? Si además la religión y la ciencia son idénticas, ¿por qué permitir al hombre que busque en su propio entendimiento la confirmación de la palabra de Dios, que no necesita de confirmación alguna? Por qué permitirle que se entregue al examen de cuestiones ya resueltas, exponiéndole a que caiga en errores funestísimos, imprescindibles por la naturaleza contradictoria de nuestra razón que, apenas libre del freno de la autoridad, vacila y duda? Dios, dicen con más lógica que Mariana los teólogos sus contemporáneos, ha hablado ya por boca de sus ángeles y apóstoles; ¿quién se ha de atrever a poner en tela de juicio la palabra del infinitamente Sabio? El hombre no tiene siquiera derecho para poner la mano sobre lo que Dios ha escrito; el que la pone es por este solo hecho un blasfemo, es un impío. Cerrar lo ojos y creer en la palabra de Dios, he aquí el único deber del que admite la revolución y no niega la veracidad de los reveladores. ¿Para qué sirve de otro modo la revelación? podrían haber preguntado al autor que examinamos. La revelación legitima el origen de la teología; pero sólo la falta de revelación puede legitimar en rigor el de la filosofía.
Decís, continúan además replicándole los mismos teólogoso, que podemos amar la gloria con tal que para alcanzarla nos inmolemos en aras de la humanidad o de la patria; mas ¿cómo salváis entonces lo principios? ¿Es o no de la esencia del alma aspirar al bien absoluto? ¿Es bien absoluto el que resulta de nuestra fama póstuma? Si condenáis al que consigo llevan las riquezas sólo porque es contingente, y como tal indigno de ocupar la atención de nuestro espíritu, ¿por qué no condenáis éste que deriva, no ya de una realidad, sino de un sueño? Diréis tal vez que distinguís: mas ¿cómo no se os ha ocurrido la misma distinción al haceros acargo de nuestra pasión por el oro que, como vos mismo confesáis, es el más alto poder que hay en la tierra?
Estas razones eran tan incontestables, que Mariana debió indudablemente callarse. ¿Pudo empero comprender el motivo de su mismo silencio? ¿Pudo hacerse cargo de la falsa situación en que se había puesto por el simple hecho de buscar un término medio entre el protestantismo y el catolicismo de su siglo? ¿Cómo no procuró indagar ante si los nuevos principios que se proclamaban eran simplemente la antítesis de los que había defendido o la síntesis de las contradicciones desarrolladas en el seno de las ideas ortodoxas? Si hubiese hecho este examen previo, ¿se cree acaso que hubiera podido incurrir en los errores en que incurrió con perjuicio de su misma causa? En el primer caso se hubiera contentado con manifestar que una negación no puede reemplazar nunca un sistema; en el segundo hubiera abrazado sinceramente las nuevas doctrinas por creerlas verdaderas, o las hubiera rechazado, consagrando sus esfuerzos a reverlar la falsedad que contenían. La ciencia no le hubiera aconsejado nunca el infructuoso medio de sincretizar ideas contrapuestas; la ciencia, al considerarlas como tales, le hubiera dicho que la verdad no podía estar en unas ni en otras, que la verdad debía buscarse siempre en un principio superior que las absorbiese y destruyese sus efectos subversivos. Oyó en esta cuestión Mariana más la voz de las circunstancias que las severas prescripciones de la filosofía; y es preciso confesarlo, echó mano del recurso más vulgar, menos eficaz, más falso, más expuesto. Pudo en un principio deslumbrar: mas ¿qué valen esos efímeros resultados del momento, tratándose de un debate en que iba poco menos que a decidirse la suerte del catolicismo?
Las ideas que hasta ahora llevamos expuestas de Mariana merecen ser apreciadas; mas no tanto por la verdad ni la profundidad que en sí contienen como por el sentimiento que las dictó, sentimiento nacido de lo mucho que conocía aquel escritor los vicios de sus sistema religioso y los ataques irresistibles a que daba lugar por estos mismos vicios. Había analizado Mariana las facultades del alma, y reconocía, sin querer, la soberanía de la razón humana; había recorrido con una mirada llena de penetración la historia de los pueblos, y reconocía, sin querer, la escasa solidez del catolicismo, sentado por algunos puntos sobre falsas bases; no hallándose con fuerzas para resistir al poder de su conciencia, confesó uno y otro, y se puso, también sin querer, al borde del abismo. No, dijo entonces, conociendo ya el peligro, admito la soberanía de la razón; mas ¿se deduce acaso de aquí que yo crea que la razón y la religión son enemigas? La religión no es para mí sino un sistema a priori, cuya realidad demostrará la razón a posteriori; la religión y la razón son para mí dos entidades, que como el Verbo y el Espíritu se confunden y se pierden en la unidad, en Dios, en lo absoluto. Admito también que están falseados por algunas partes los cimientos del catolicismo; mas ¿se deduce acaso de aquí que yo crea que debamos seguir minándolos para derribarle? Estos cimientos pueden, a mi modo de ver, repararse y son fácilmente reparables. Pues qué, ¿el catolicismo necesita de la superstición ni de la fábula para sentarse sobre las ruinas de los partidos disidentes?
Publicó Mariana estas ideas, parte porque le obligó a concebirlas la fuerza de su propio entendimiento parte por lo que le apremió la vista de los intereses amenazados; ¿es tan extraño que no haya sabido colocarse en la posición que como filósofo y como católico le pertenecía? Los estudios sobre la marcha de la humanidad no estaban muy adelantados en aquella época para que pudiese prever el trato que habían de producir más tarde sus doctrinas; las evoluciones de la razón eran aún poco determinadas; el desarrollo antinómico de las instituciones y de las ideas sociales ignorado hasta de los hombres de más inteligencia.
Estuvo mucho más acretado Mariana en la segunda parte de su tratado sobre La inmortalidad y la muerte. "El alma, dice, es inmortal; lo sé y lo siento. Si llegase a convencerme un día de que no lo fuese, ignoro cómo podría siquiera concebir la existencia de la sociedad ni aun la del hombre. ¿Para qué deberíamos elevar entonces nuestras miradas más allá del suelo? ¿Con qué objeto refrenar nuestra codicia ni apagar el furor de la lujuria? ¿Qué motivos tendríamos para sacrificar nuestros intereses a los de nuestros semejantes cuando no nos detuviese la espada de la ley ni la mano del verdugo? ¿Por qué habíamos de rendir homenaje a un Dios que premia con dolores nuestros sacrificios y levanta los malos sobre la cumbre de los buenos? ¿Por qué habríamos de respetar nuestra vida hasta el punto de sobrellevarla en medio de los más largos y profundos sufrimientos?
"Mas yo siento en mí una individualidad que se subleva contra la idea de lo finito; yo veo un fenómeno cualquiera o investigo el ser que lo produce, me elevo de causa en causa a un mundo que no perciben mis sentidos, sondo las tinieblas de lo pasado, indago involuntariamente lo futuro, dudo y busco la verdad en medio de la duda, oigo una voz más poderosa que la ley que me obliga a lo que la ley no manda, no conozco a Dios y le rindo sin cesar tributo, concibo el bien a pesar de no hallarle en la superficie de la tierra, reconozco un Ser supremo, confieso que si existe no puede dejar de ser justo, y no hallo, sin embargo, realizada la justicia: el cuerpo, digo, podrá volver a confundirse entre el polvo que mis pies levantan, el alma ha de vivir y pasar a un cielo donde sean una realidad las ideas, al parecer quiméricas, que ahora la tienen en continua lucha con el universo exterior que la rodea.
"¿Cómo empero ha de probar lo que no es aún en mi casa más que una creencia? Abro los libros de los dos grandes filósofos de la antigüedad, y leo en el uno razones que la confirman; en el otro razones que la niegan. Vacila por algunos instantes el entendimiento, mas, ¿no es acaso, me pregunto, tan soberana la razón individual como la de Platón y la de Aristóteles? La vida es la acción: si puedo probar que el alma se mueve indepen dientemente hasta del medio en que obra, ¿no se desprenderá de aquí que el alma es la vida, que está por lo menos en ella la fuente de la vida? ¿No se desprenderá de aquí que, no teniendo nada común con el cuerpo, no está destinada a sufrir las vicisitudes que este sufra? Es un hecho irrecusable que nuestro cuerpo no funciona sino a impulsos del espíritu, que en faltando éste deja aquél de obrar y por consiguiente de vivir, sucumbe, muere. ¿Sucede así con el alma? Duerme la materia y continúa aquélla agitándose ya en sueños más o menos fantásticos, ya en resoluciones de problemas que no ha podido dilucidar tal vez cuando estaba el cuerpo despierto y le auxiliaba con la luz de los sentidos. Hiere no pocas veces mis ojos una multitud de objetos; resuenan en mis oídos voces, ya armoniosas, ya discordes; mis ojos, sin embargo, no ven, mis oídos no oyen; y absorbida en tanto el alma por profundas meditaciones, compara, razona, crea un sistema con que pretende darse razón ya de sus propios actos, ya del mundo fenomenal con que se siente unida, ya del ser que ha trazado en el espacio la marcha de los soles que brillan en la azulada bóveda del cielo. Reflexiona otras veces el alma sobre sí misma, sintiéndose, palpándose, adquiriendo conciencia de sus facultades, examinando su propia naturaleza, sobreponiéndose a la decisión de los sentidos materiales, negando lo que acaso ellos afirman, afirmando lo que acaso niegan. Todos estos hechos, ¿no son realmente movimientos puros del espíritu?
"Opóneme a esto Aristóteles que sin fantasma, sin una intuición, sin una representación sensual no puede adquirir el alma idea alguna; que todos estos movimientos que parecen en ella propios derivan pues de los sentidos; que alma y cuerpo están por consecuencia estrechamente unidos y son inseparables. Mas, ¿es cierto que no haya sin intuición idea? Es esto cuando menos altamente cuestionable; pero aun cuando no lo fuera, creo que en nada destruiría la fuerza de las razones consignadas. ¿Podríamos nunca atribuir este hecho a la naturaleza del alma? ¿No deberíamos antes suponer que depende de la naturaleza del medio en que aquélla obra? Los sentidos no nos transmiten más que fantasmas de individuos, ¿cómo se eleva no obstante el alma a la idea de la colectividad? ¿Cómo se eleva a las ideas tan abstractas de espacio y tiempo?
"Pero descubro aún otra razón para dejar irrecusablemente demostrada la inmortalidad de nuestro espíritu. Tiende el cuerpo a la tierra, el alma al cielo, y nace de esta diversa tendencia un estado de continuo antagonismo y lucha. A cada cuestión que se entabla entre los dos poderes, ¿quién decide? ¿quién establece la paz? ¿No es generalmente el alma la que manda, y caso que venza el cuerpo, el alma la que reprueba y atormenta? La naturaleza del alma debe pues ser siempre superior a la del cuerpo; el alma no debe seguir la suerte precaria e infeliz de la materia.
"Es, a mi modo de ver, muy poderosa la fuerza de estas razones; mas temo que no ha de faltar todavía quien niegue, a pesar de ellas, el principio que defiendo. Si tal sucediese, ¿no tendría acaso derecho de preguntar cómo se concibe que pueda morir nuestra alma? Todas las cosas creadas perecen o por la acción de sus contrarias, o por la separación de sus partes, o por la ausencia de la causa que las produjo, o por la destrucción del sujeto que las contiene y les da vida. Si suponemos que muere el alma cuando muere el cuerpo, ¿no debemos suponer que mueren los dos en virtud de una misma acción y que tienen los dos igual contraria? Si suponemos que mueren en virtud de una misma acción, ¿no hemos de suponer además que es una misma su esencia y una misma su naturaleza? Negando pues la inmortalidad, caemos inevitablemente en el materialismo puro; ¿habrá muchos que quieran aceptarlo? Si mi pupila tuviera un color determinado, no podría juzgar de los colores; si el alma participase de la naturaleza del cuerpo, no podría conocer como ahora todos los cuerpos que ha encerrado Dios en el espacio. No, no es posible comprender cómo moriría el alma, caso que no tuviese la inmortalidad que nos obligan a concederle lo mismo la voz del corazón que la voz de la conciencia.
"Siento que mi alma es una, simple, indivisa, que obra toda sobre sí misma y sobre cada uno de los objetos que la cercan, que experimenta total, y no parcialmente, las impresiones que recibe por los ojos, y por los demás sentidos; ¿cómo he de poder tampoco suponer que muera al igual de los cuerpos inanimados en virtud de una separación de partes?
"Siento que por el alma obro y por el alma vivo; siento que si en ella está la vida, ha de ser forzosamente parte de la vida que anima el mundo, y ha de reconocer a Dios por causa y por origen; siento que es Dios indestructible, eterno; ¿puedo tampoco admitir que muera el alma por faltar el ser que la produjo?
"Si, por fin, aunque mi alma está contenida en mi cuerpo, no es el alma quien debe la vida a la materia, sino la materia al alma; ¿puedo tampoco ni remotamente sospechar que por caer mis carnes en la tumba caiga en ellas mi espíritu? No, mi alma no depende de mi cuerpo, su unión es puramente accidental, la muerte no es más que el genio que rompe esa unión, tan necesaria para la existencia del cuerpo como violenta para el espíritu, que tiende sin cesar a identificarse con el centro universal de que fue separada por causas que ignoramos. Si el sepulcro es para mi cuerpo la puerta de la nada, es indudablemente para mi alma la puerta de la vida.
"¿Que es empero eso que llamamos alma universal? ¿Es cierto que haya una causa primera? ¿Es cierto que Dios exista? Sé de algunos filósofos que lo han negado; mas no lo sé de ningún pueblo; hallo por de pronto la conciencia social en favor de mi segunda creencia. Examino luego la naturaleza, y veo en ella un orden admirable. Multitud de planetas siguen su curso sin jamás interrumpirlo; descubro para el movimiento del globo y el de cada uno de los seres que le componen leyes generales que no han sido nunca quebrantadas; observo que esas mismas tempestades que hacen estremecer la tierra son efecto de causas constantes, y son a su vez causas de fenómenos necesarios para que subsista el mundo; tanta regularidad en la creación, la creación misma, ¿no me revelan también una inteligencia superior a la nuestra, que es la que principalmente constituye a Dios? La simple consideración de mí mismo me confirma en esta idea. Soy todo yo antagonismo; mi libertad lucha con la fatalidad, mis pasiones son de continuo combatidas por mi entendimiento, mi entendimiento ha de estar trabajando sin cesar para acallar la poderosa voz de mis instintos; si para dominar las contrapuestas pretensiones de unos y otros necesito de toda la energía de mi alma, ¿no he de creer naturalmente que para dominar la de todos los seres del universo, seres que parecen conpirar sin tregua unos contra otros, es indispensable que exista un alma fuerte y poderosa, un espírigu, un Dios, que por la simple fuerza de su voluntad mantenga en tan discordes elementos la armonía? Yo no puedo, por otra parte, concebir un consiguiente sin un antecedente; no puedo ver la estatua sin pensar en el estatuario, no puedo atribuir a la casualidad la formación del mundo, cuando para la más sencilla obra veo que debe le hombre poner en juego y en la mayor actividad posible todas las facultades de su entendimiento; ni sé contener sin la idea de un Dios el vuelo de mi razón, que corre precipitadamente a perderse en la inmensidad de la duda, ni hallo fuera de ella un punto sólido, un principio de don de hacer partir la ciencia.
"Estas razones, sin embargo, no bastarán a los ateos, y me creo en el deber de repetir los argumentos ya célebres de Aristóteles y Cleanto. Nada, decía el primero, puede moverse por sí mismo, nada es ni puede ser a la vez agente y paciente; si hay en la naturaleza movimiento, hemos de suponer un motor, mas que se obstine la razón en rechazarlo. En el universo, decía el segundo, no existe un ser para el cual no haya otro más perfecto; subiendo hasta donde quepa la escala de los seres, nos veremos obligados a llegar hasta uno que venza en perfección a todos, y éste no podrá menos de ser Dios, es decir, la causa primiera que gobierna el mundo. ¿Qué podrá contestar la impiedad a tan firmes y bien fundados raciocinios? [1. De morte et immortalitate, lib. 2.].
"No basta empero que quede reconocida y probada la existencia de este ser; es preciso además investigar sus atributos, dándolos a conocer por el reflejo de sus propias obras. Vemos en todas una gran sabiduría, y no dudamos en llamarle infinitamente sabio apenas confesamos su existencia; concebimos fácilmente que haya de poderlo todo el que ha creado tantos mundos y les ha señalado un camino invariable en el espacio; accedemos sin esfuerzo a que sea absolutamente libre el que sólo por ser Dios ha de gozar de un conocimiento inmenso, y no ha de encontrar a cada paso contrastada su voluntad por la acción de las leyes que él mismo ha establecido; mas ¿será tan fácil que admitamos todos en él la providencia? ¿será tan fácil que admitamos en él la presciencia? Debemos salvar ante todo nuestra libertad, pues destruyéndola nos destruimos; ¿es cierto que sea conciliable con aquellas dos propiedades del espíritu increado?
"Me veo ante todo precisado a manifestar que sin la idea de la providencia, no sólo no conciben muchos la existencia de ninguna religión, no conciben ni la de ese mismo Dios cuyos atributos indagamos. La fatalidad, dicen, gobierna entonces el mundo, todo sucede porque ha de suceder, y hasta el hombre en todos sus actos no hace más que obedecer a la fuerza del destino. No hay en nosotros acciones buenas ni malas, no hay moralidad, es injusta la recompensa, mas injusto el castigo. O admitimos la fatalidad, o hemos de suponer que Dios ha creado el mundo para regirle a su antojo y no con la luz de la sabiduría, cosa en Dios contradictoria y por imposible absurda.
"Yo tampoco concibo sin la providencia a Dios; mas no acepto ni puedo esperar de modo alguno este argumento. La providencia y la fatalidad no son dos ideas opuestas, son dos fases de una misma idea. Lo que es relativamente a Dios providencia, es fatalidad respecto a los demás seres; y de esto tenemos pruebas inequívocas, y a mi modo de ver, incontrastables. ¿A qué llamamos propiamente fatalidad? La fatalidad no es más que una ley que se nos impone, una ley cuya acción no podemos evitar ni aun con el ejercicio de nuestras más altas facultades. Si Dios dispone en su sabiduría que la humanidad tuerza mañana el curso que hasta ahora ha seguido, su resolución ¿no será luego una ley? ¿No será luego una fatalidad, es decir, una necesidad para nosotros? [1. He aquí cómo define y explica Mariana en el tratado que estamos compendiando la providencia, la fatalidad, el libre arbitrio. Omnia ex divinae mentis decreto procedere fatendum est quae in sua simplicitate multiplicem modum rebus gerendis constituit. Is modus ad Deum relatus providentia dicitur; rebus quas disponit comparatus fatum. Est ergo divina providentia divina ratio quae immota cunctadisponit.... ita providentia simplex et in Deo est; fatum multiplex et in re quaque suum... Arbitrium facultas quaedam est voluntatis et rationis, per quam, positis quae necessaria sunt ad agendum, et velle potest et nolle. —De morte et immortalitate, lib. 2.].
"Para mí pues las ideas de providencia y fatalidad son inseparables: o afirmamos las dos a la vez, o las negamos. ¿Qué motivos habrá para afirmarlas? ¿Qué para negarlas? Abro la historia, y las veo probadas en cada página, en cada suceso, aun en aquellos hechos que están al parecer escritos sólo con fuego y sangre. Veo que las más grandes catástrofes han producido más o menos tarde resultados beneficiosos para nuestra especie; que las ruinas de los imperios han servido no pocas veces para sepulcro de ideas que no podían producir ya sino abrojos y dolores; que las invasiones en un principio más funestas han contribuido a generalizar principios fecundísimos, que de otro modo hubieran visto reducida la esfera de su acción al estrecho círculo de una ciudad o un pueblo; que los mismos tiranos han acelerado la marcha de revoluciones que habían de ser indudablemente un bien para generaciones medio embrutecidas por la esclavitud y la barbarie; que el mal se convierte por fin en felicidad, y brota hasta entre cadáveres y sangre el árbol de la cultura social, que se viste a cada mudanza de nuevas y vistosas flores. Esta continua transformación de mal en bien, transformación que veo reproducida en la historia de la naturaleza, ¿no ha de probarse que vela Dios eternamente sobre sus criaturas, y que éstas, aun haciendo uso de su libertad, obedecen sólo a los inescrutables decretos de la Providencia?
"Mas, ¿y esta libertad? se exclama. ¿Cómo es posible que me llame libre si está constantemente sobre mí la voluntad de Dios, y no está en mí contrariarla? Dios, al crear los seres, les ha dado una naturaleza distinta, naturaleza que vemos determinada en cada uno de ellos por el conjunto de sus facultades. ¿Podemos ni siquiera imaginar que para dirigir el mundo al fin a que fue creado tenga nunca que violentar las condiciones de existencia de ninguna de sus obras? Somos seres libres, y dispone de nosotros como de seres libres; para la realización de ninguno de sus designios necesita violar la libertad que nos ha sido concedida. ¿En qué la sentimos efectivamente coartada? ¿En qué la sienten coartada aun aquellos que están al frente de las grandes naciones y han de influir más que nosotros en la futura suerte de sus pueblos? [1. Deus sane vim nullam nostrae libertate infert, nihil de ulla sua providentia delibrat, rebus utitur ut singularum natura exigit.— De morte et immortalitate, lib. 2.].
"Nuestra libertad no queda menoscabada en lo más mínimo ni por la hipótesis de la providencia ni por la de la presciencia. Cuando admitimos la presciencia en Dios pretendemos afirmar, no que Dios conoce el porvenir, sino que lo ve por no existir para él tiempo ni espacio, por abarcar de una sola mirada la eternidad, por ser a sus ojos presente lo que a los nuestros es ya pasado, ya futuro. Que por una cualidad propia de su ser Dios vea ya hoy lo que he de hacer mañana, ¿en qué detiene mis acciones ni violenta mi albedrío?
"Sé que muchos autores no comprenden así la idea de la presciencia; mas sé también que por no comprenderla así se han visto arrastrados a sentar cuestiones, que considero hasta como una impiedad que se propongan. ¿Es Dios autor del pecado? han atrevido a preguntarse; y los hay que por temor de ponerse en contradicción consigo mismos, la acción, han dicho procede del Criador, mas no la forma. ¿Qué necesidad había, establecida ya la cuestión, de apelar a distinciones, aunque agudas, frívolas y falsas? Dios ha dado al hombre, como a todo género de seres, leyes generales bajo las cuales podemos, en virtud de nuestra libertad, caminar a la virtud y al vicio. Obramos mal conociendo siempre cómo podríamos obrar bien; el mal es pues pura y exclusivamente nuestro. ¿Habrá tal vez aún quien se queje de Dios por habernos concedido esta terrible facultad de armar la mano para cometer el crimen? Mas ¿cómo no se ha quejado antes de ser una individualidad libre y consciente? ¿Cómo no se ha quejado antes de ser hombre? Podemos caer en pecado, y podemos precisamente por esa misma libertad que constituye nuestro ser y nuestro orgullo. Mal educada ésta, pretende resistir a la acción de la providencia, y he aquí por qué nos abre a cada paso cien abismos. ¿Seguirá tal vez alguno quejándose de que necesita de educación nuestro albedrío? Mas, cómo no se queja antes de que nuestra razón no sea perfecta y deba tener un tan lento y penoso desarrollo? ¿Cómo no se queja antes de que Dios no nos haya hecho a todos dioses? [2. Quidquid electuri sumus vidit Deus intuigu aeterno, cognitio necessitatem non effert, uti ante est dictum. Vidit, inquam, non sanxit; praedixit, non definivit, ut fierent. Praescit omnia, sed non omnia praefinit, quae sunt Damasceni verba latine reddita. —De morte et immortalitate, lib. 2].
"Lo mal determinada que ha sido por muchos la idea de la presciencia los ha llevado aún a otro error, los ha llevado a exagerar el principio de la predestinación, sólo admisible para un corto número de individuos destinados a realizar los decretos de la Providencia, contrastando con su mayor energía de voluntad y de talento las fuerzas libres que a tal realización se oponen. Tienden todos estos errores y exageraciones a limitar, si no a destruir, nuestra libertad; y sería muy oportuno para obviarlos que recordase todo filósofo cómo, siendo la libertad una consecuencia obligada de nuestra razón, la libertad es lo que principalmente nos distingue de los demás seres. Toda idea que pueda minorarla es para mí capaz de excitar por de pronto la desconfianza, y digna de ser más tarde rechazada."
Cierra con estas graves cuestiones Mariana la segunda parte de su tratado, después de la cual sólo se ocupa ya del pecado original y de la gracia, recargando de nuevo la pintura de los extragos causados por los deleites, la de las penalidades de la vida y la de las dulzuras de la muerte, y sobre todo, trazando acá y acullá con vivísimos colores el cuadro de los placeres que nos esperan en el cielo, mansión donde los bienaventurados volverán a ver a los que más amaron, gozarán recordando lo que hicieron en la tierra, comprenderán lo que jamás les permitieron ver las sombras de que cubrió nuestro entendimiento la falta cometida en el paraíso, disfrutarán constantement de la vista de Dios, cuya luz les llenará de una beatitud inefable. Quisiéramos exponer también la doctrina contenida en este tercer libro; mas deberíamos entrar en lo más oscuro de la teología cristiana, y nos hemos propuesto apreciar a Mariana más como filósofo que como autor ascético. Nuestro artículo va haciéndose algo más largo de lo que creíamos; permítasenos que en lugar de una tercera exposición nos detengamos a escribir algunas reflexiones sobre las doctrinas explanadas.
Mariana en esta segunda parte no se deja ya preocupar como en la primera por la idea de desarmar la reforma; dilucida las cuestiones prescindiendo de todas las influencias de su siglo; y si no siempre aduce argumentos bastante filosóficos, las examina casi siempre a la luz de la razón, y las resuelve como podía hacerlo en aquella época el pensador más ilustrado del catolicismo. Cae muchas veces en la vulgaridad, y se hace trivialísimo y difuso; pero en medio de esa misma vulgaridad sabe no pocas elevarse a las más altas regiones de la filosofía. ¡Qué lástima que haya empezado tan mal a probar su creencia sobre la inmortalidad del alma! "Si un día llegase a convencerme de que esta creencia es falsa, dice, ignoro cómo podría concebir ni la existencia de la sociedad ni la del hombre." ¿Tan débil es en nosotros la noción del deber, que ssólo a la idea de que el alma puede morir se extinga? El deber tiene su raíz en el principio mismo de nuestra voluntad, el deber es la necesidad de una acción impuesta por una ley que está en nosotros mismos, el deber es verdaderamente lo que ha llamado Kant un imperativo categórico. Que creyéramos que no en la inmortalidad del alma, su voz se alzaría siempre de un modo imperioso en el fondo de nuestro ser, y determinaría como ahora y como siempre nuestras más frívolas acciones. ¿No ha habido acaso pueblos enteros que no han admitido la inmortalidad de nuestro espíritu? ¿No ha habido sectas filosóficas que la han negado por sistema? Esos pueblos y esos filósofos han reconocido, sin embargo, como los que más, los deberes naturales.
La verdadera prueba de nuestra inmortalidad está, no en ésa ni enotras vaguedades de igual género, sino en la consideración del movimiento propio de nuestra alma, consignado con tan raro talento por Platón y explicado por Mariana con no menos exactitud y acierto. Mil fenómenos intelectuales acreditan a cada paso este movimiento, sin el cual hubiera sido muy difícil que la filosofía moderna hubiese encontrado un punto de partida ni una base sólida para sus sistemas. Sin empezar nuestra alma por sentirse, por reconocerse, por adquirir la conciencia de sí misma independientemente del mundo que nos rodea, no cabe afirmar ni la realidad objetiva ni la subjetiva; sin afirmar esta realidad no cabe proceder a investigaciones ulteriores ni sobre Dios, ni sobre la naturaleza, ni sobre la humanidad, ni sobre el hombre; cerrado el campo a estas investigaciones, no hay filosofía ni ciencia alguna posible. ¿Dónde estaríamos aún de nuestro largo y penoso camino, si el alma por esa espontaneidad que la distingue no hubiera podido concebir ese yo que se pone, se opone, se limita y no halla en el mundo fenomenal sino la realización de sus propias ideas, o sea la realización del mundo inteligible? El movimiento propio de nuestra alma es ya un hecho casi incuestionable, y para nosotros cuando menos, admitido el hecho, no es lógico creer que puede ni debe seguir nuestro espíritu la condición del cuerpo. Aceptada la premisa, la más rebelde razón se ve condenada a deducir la consecuencia ya sentada.
Milita contra esta prueba, como ha visto el mismo Mariana, el famoso principio de la escuela aristotélica: nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu; mas nadie ignora que este principio no sólo es cuestionable, sino que está ya refutado y destruido por todos los que han hecho un riguroso análisis de las facultades de nuestro entendimiento. Mariana, aunque lo calificó de disputable, se contentó con manifestar que, aun siendo cierto, no quedaba destruida su creencia; y no advirtió tal vez hasta donde debía que si no quedaba destruida la creencia, lo quedaba por lo menos la fuerza de su más sólido argumento. Creyendo en la vida propia de nuestra alma, ¿qué razón podía moverle a dejar pasar sin refutación un principio tan opuesto? Hoy, en un tratado como el suyo, podría dispensársenos tal vez tan grave negligencia; mas, ¿cómo no hemos de censurársela hablándose de una época en que la filosofía aristotélica ejercía aún mucho imperio en todas nuestras universidades y centros literarios?
Es tanto más vituperable este descuido cuanto que, fuera de la prueba de Platón, apenas ha presentado otra que no se venga abajo por su propio peso. El alma y el cuerpo, dice luego, están en perpetua lucha; si el alma es la que establece la paz, ¿no hemos de considerarla naturalmente superior al cuerpo? Estaría indudablemente demostrada esta superioridad si el alma figurase sólo como árbitro de la lucha; pero es también combatiente, y acredita por harta desgracia nuestra la experiencia individual, que, lejos de salir siempre vencedora, sale no pocas vencida, y queda otras muchas reducida a la impotencia. Vienen después de la satisfacción de nuestras pasiones los remordimientos, voz interior con que el espíritu manifiesta aún su supremacía sobre la materia; mas ¿podemos acaso olvidar que la intensidad de estos remordimientos disminuye en razón directa del número de triunfos alcanzados por nuestros apetitos? Los remordimientos no sólo disminuyen, cesan cuando cierta clase de faltas, por haber llegado a constituir en nosotros un verdadero hábito, pasan a ser un elemento de la vida. El libertino, el ladrón, el homicida, hacen al fin gala de crímenes que en un principio se avergonzaban de confesar ante sí mismos; el libertino, por ejemplo, mira ya en la mitad de su carrera como actos que no deben turbar siquiera el goce de sus voluptuosos sueños el estupro, el rapto, el aborto provocado, el adulterio.¿Cómo se concebiría de otro modo la persistencia en el delito de hombres cuyo simple recuerdo basta para infundir terror a toda una comarca? ¿Cómo se concebiría de otro modo la brutal indiferencia con que estos mismos clavan el puñal en el pecho de sus víctimas?
La última prueba aducida por Mariana es algo más poderosa y concluyente; pero sólo contra los que niegan la inmortalidad y admiten por otra parte la espiritualidad del alma. La negación de la inmortalidad lleva efectivamente de una manera fatal e irresistible al materialismo puro, por el cual es probable que se atreviesen a decidirse muy pocos filósofos en tiempos de nuestro pensador teólogo. Manifestar la contradicción en que aquellos incurrían era siempre descartarse de un gran número de enemigos y robustecer su tesis; pero esto, que podría satisfacernos tratándose de una creencia en cuyo apoyo no hubiese pruebas más generales y absolutas, no puede contentarnos en esta cuestión, presentada por Mariana bajo un solo punto de vista rigurosamente filosófico.
La de la existencia y la de los atributos de Dios están desarrolladas aún en el tratado De morte et immortalitate con menos fuerza de ciencia. La existencia de Dios no viene allí probada, viene sólo sentida; los atributos vienen, no sólo mal probados, sino también mal deslindados y clasificados. Deberíamos aconsejar al lector que cerrara el libro al llegar a estos capítulos, si en medio de muchas ideas vulgarísimas no brillasen de vez en cuando algunas suficientes por sí solas para resolver dificultades que aún hoy han sido suscitadas y mal resueltas por los más audaces filósofos del siglo. Ha sido negada en nuestros tiempos con una energía casi salvaje la idea de la Providencia; y la hemos negado nosotros mismos declarándonos en cambio decididamente fatalistas. Tal como entiende Mariana la Providencia, esta división entre providencialistas y fatalistas es, además de insubsistente, inútil. La humanidad, dice, obedece como el resto del universo a leyes inevitables, leyes que acreditan en Dios la providencia, pero que son una fatalidad para nosotros, a quienes como seres libres será lícito cuando más detenerlas por un tiempo dado, nunca contrariarlas ni destruirlas. ¿En qué diferimos realmente de Mariana los que nos atrevemos a admitir el fatalismo social para explicar la historia de los pueblos? Nuestra disidencia queda reducida a lo sumo a que Mariana pudo creer hijas de esa cualidad llamada Providencia las leyes que nosotros no acertamos a considerar sino como una necesidad impuesta a Dios por su sabiduría absoluta; a que Mariana cree posible en Dios una idea, que para nosotros es hasta contradictoria en un ser que teniendo una ciencia de intuición y no progresiva, ni puede apreciar las diversas evoluciones de nuestro entendimiento, ni seguirnos por el inestricable dédalo de nuestras antinomias. Mariana hizo indudablemente dar un gran paso a esta cuestión, y merecía por esto sólo elogios, cuando no por tantos otros rasgos de ingenio y pensamientos muy profundos.
Pregúntase luego nuestro juicioso filósofo si Dios es autor del pecado y si la predestinación existe, dificultades a que podía ya fácilmente contestarse después de resuelta con tanta claridad la de la Providencia. Si Dios da la ley, y el pecado es la transgresión de la ley, sólo nosotros en virtud de nuestra libertad somos los autores del pecado, ha dicho; y no hay en verdad a tan exacta y lógica solución réplica posible. Si Dios, continúa, ha dictado leyes generales para la marcha de la especia y las ha dictado atendiendo a la singular naturaleza de los individuos, la predestinación no es necesaria, y sólo se hace posible para casos extraordinarios en que la desviación de la regla tienda a destruir o a hacer ineficaz la regla misma; solución no ya tan filosófica como la anterior, pero bastante razonable. La predestinación, a nuestro modo de ver, no existe ni puede existir desde el momento en que se admite que Dios gobierna el mundo por leyes todas inevitables, para cuyo cumplimiento no se ha tratado de violar ni en los demás animales la fuerza de los instintos ni en nosotros el libre albedrío que nos constituye hombres. No lo negó Mariana, y fue tal vez por no chocar del todo con las ideas más recibidas en su siglo.
Falta ya sólo que consideremos el modo cómo nuestro autor ha entendido la presciencia. El sentido literal de esta palabra está muy lejos de favorecer la interpretación que con otros muchos autores de su época le ha dado; pero es, a no dudarlo, tan ingeniosísima interpretación el único medio de hacerla conciliable con la libertad, que de cualquier otro modo ha de quedar destruida. Si no por lo científica, cuando menos por lo aguda y original, es digna esta opinión de ser algún tanto respetada. Nosotros admitimos como Mariana la previsión en Dios, para quien suponemos no hay división de tiempo ni de espacio; pero una previsión general, no esa previsión de detalle que le concede falseando la misma naturaleza de ese ser a quien todos los teólogos se esfuerzan en revestir de atributos a cuál más contradictorios. Conocemos que no hemos de ser en esto comprendidos; mas conocemos también que no es este lugar oportuno para desarrollar nuestras ideas filosóficas, y nos hemos de contentar con enunciarlas.
Mariana las ha explanado con bastante detención acerca de las cuestiones más capitales de la moral y de la teología, pero no acerca de las altas dificultades ontológicas y psicológicas, que no ha tocado sino incidental y vagamente al hacerse cargo de la inmortalidad del alma. Es a la verdad de sentir que un hombre de tan vastos conocimientos y de tan elevada inteligencia no haya tenido ocasión de consignarlas todas sistematizándolas de modo que fuera fácil apreciarlas ya por la armonía general de su conjunto, ya por la relación que guardase con éste cada una de las partes, ya por el valor absoluto de cada una de por sí, ya por su valor relativo a la manera de ver y pensar de su época. Habría dejado entonces un monumento que respetarían aun los más atrevidos filósofos; habría adquirido un glorioso lugar y un brillante recuerdo en las páginas de la historia de la ciencia.
II.
Hemos juzgado hasta ahora a Mariana como filósofo; vamos a juzgarle como publicista. Penetrado como nadie de que somos seres esencialmente libres, proclama ante todo la libertad del pueblo. "No hay razón alguna, exclama, para que nos mandemos unos a otros; si para nuestro propio bienestar necesitamos de que alguien nos gobierne, nosotros somos los que debemos darle el imperio, no él quien debe imponérnoslo con la punta de la espada. Muchas naciones han sido desgraciadamente constituidas por la violencia, pocas por el consentimiento de los que las componen; mas esto en nada menoscaba la fuerza de nuestro derecho, derivado de la misma naturaleza y constitución del hombre. Si no podemos rechazar ya los poderes que sólo a la tiranía debieron su origen, podemos obligar cuando menos a los descendientes de los antiguos tiranos a que obren en virtud de leyes emanadas de la suprema voluntad de la república. Nuestro derecho es imprescriptible; y si hay monarcas aún que sobreponiéndose a él pretendan obrar a su antojo y sin conusltar el voto de los que han devivir bajo su yugo, monarcas sólo por la fuerza, dejarán de serlo justamente el día en que una fuerza mayor les precipite del puesto que tan infamemente arrebataron. Todo poder que no descansa en la justicia no es un poder legítimo; y es de todo punto indudable que no descansa en ella el que no ha recibido su existencia del pueblo o no ha sido a lo menos sancionado por el pueblo.
"Preguntan a menudo los políticos cuál es la mejor forma de gobierno; mas esta cuestión es para mí secundaria, porque he visto florecer estados bajo la república como bajo la monarquía, y la historia de cien siglos me revela en todos los sistemas una bondad, si no absoluta, relativa. Pesando las ventajas e inconvenientes de una y otra, me decido por la monarquía, que encuentro más análoga y conforme al modo como se gobierna la naturaleza; mas ora se convenga conmigo, ora se esté por la aristocracia o por la democracia, lo que para mí interesa es dejar consignado desde un principio que lejos de depender el Estado de los poderes públicos, los poderes públicos dependen directa y constantemente del Estado. El hombre para fundar y extender la sociedad no necesitaría de un impulso extraño; ser naturalmente sociable, sentía la necesidad de reunirse con sus semejantes desde el momento en que los conocía o los sentía junto a su cabaña. Había adquirido y no podía menos de adquirir la conciencia de sus propias facultades; y viendo desde luego que no podía desarrollarlas sin ponerse en contacto con los seres de su especia y aun con los demás del universo, era indispensable que concibiese las ideas de familia y tribu, ideas que contenían virtualmente en sí las de ciudad, provincia, nación, imperio universal, linaje humano. Sólo después de constituida la sociedad podía surgir entre los hombres el pensamiento de crear un poder, hecho que por sí solo bastaría a porobar que los gobernantes son para los pueblos, y no los pueblos para los gobernantes, cuando no sintiéramos para confirmarlo y ponerlo fuera de toda duda el grito de nuestra libertad individual, herida desde el punto en que un hombre ha extendido sobre otro el cetro de la ley o la espada de la fuerza.
"Escritores mal intencionados y cortesanos llenos de corrupción se han propuesto no pocas veces halagar a los reyes suponiéndoles, no sólo superiores a los pueblos, sino hasta dueños de las vidas y haciendas de los ciudadanos; mas estos hombres, incapaces de apoyar sus opiniones en ninguna razón sólida, no merecen de todo hombre pensador sino el desprecio. Han vendido torpemente su independencia, y quieren sacrificar la de los otros en aras de su humillación y su bajeza; han sumergido en el cieno de la adulación las facultades que les había dado Dios para alumbrar a los príncipes; y no parece sino que quieren también rebajar hasta el nivel de los brutos la inteligencia de los demás hombres.
"Afortunadamente en nuestra monarquía, cuyos hábitos de libertad vienen fortalecidos por una serie nunca interrumpida de esfuerzos y de sacrificios, no han de prevalecer nunca tan bárbaras doctrinas. Mas ¿no sería siempre mejor que viesen unos sobre sí el desprecio público, y fuesen arrojados los otros de palacios, donde sólo debería reinar la verdad e inculcarse sin tregua las más exactas ideas de justicia? El principio que dejó establecido lo está generalmente en España, gobernada desde tiempo inmemoral por Cortes, a cuyas resoluciones han de sujetar su voluntad los mismos reyes; sostener el opuesto, no sólo es falsear la ciencia, es atentar contra las más venerandas costumbres y lo que principalmente constituye la nacionalidad española. Nuestros príncipes deben saber por lo contrario que son sólo depositarios del poder que ejercen, que no lo tienen sino por la voluntad de sus súbditos, que han de usarlo conforme a las leyes fundamentales del Estado, que no pueden alterar una sola ley sin hacerla discutir y determinar en el seno de las Cortes, ni imponer nuevos tributos sin consultar el voto de los contribuyentes, ni obrar contra el dogma cristiano, ni reformar siquiera las prácticas religiosas sin la previa autorización del pueblo o de la Iglesia. Deben saber que si, mal aconsejados por sus pasiones o por los que les rodean, se atreven algún día a violar, ya esa misma religión que estamos obligados todos a defender contra las armas de los pueblos infieles y las invasiones de la herejía, ya esas leyes capitales en que descansa toda nuestra organización política y están apoyados los intereses sociales de los pueblos, ya esas antiguas costumbres que además de caracterizarnos froman parte de nuestra misma vida; o deberán resignarse a abdicar el poder de que abusaron, o se verán justamente expuestos a morir en manos de la insurrección o en las del hombre que, celoso por las libertades de su patria, tenga el suficiente heroísmo para ir a clavar su puñal en la frente del tirano. Deben saber que, aunque vean defendido su trono por armas de soldados mercenarios, indignos siempre de guardar el sueño de los buenos príncipes, han de temer si obran mal; pues son impotentes todas las armas del mundo para librarles de un patricio que, fingiéndoles amistad, aceche el momento oportuno para hacerles rodar de un solo golpe las gradas del trono y los escalones del sepulcro. Deben saber que, aunque el asesinato es seimpre un crimen, deja de serlo y glorifica al que lo comete cuando a falta de otros medios se ejecuta sobre el cuerpo de un rey para qujien hayan sido los pueblos un juguete y la justicia una mentira. Deben saber que, siendo los reyes para la sociedad, y no la sociedad para los reyes, si ve la sociedad sublevada contra sí la hechura de sus manos, tiene, no ya el derecho, sino el deber de castigarla; tiene, no ya el derecho, sino el deber de aniquilarla del modo más o menos legítimo que le permitan la fuerza y la situación del que, en lugar de ser su guarda y su broquel, se ha convertido en su verdugo. Deben saber que, como no se perdona medio para deshacerse de un monstruo, no se perdona para dehacerse de un tirano, que es el mayor monstruo de la tierra.
"Suele ocultarse la verdad a los príncipes diciéndoles que han recibido su poder, no del pueblo, sino de sus mayores, que se lo dejaron por herencia. No se les enseña, como debería enseñárseles, que hasta la ley sobre la sucesión es hija de la voluntad nacional, sin la cual no puede aquélla reformarse ni podría decidirse cuestión alguna si llegasen a presentarse circunstancias a que por lo raras o imprevistas no pudiese hacerse extensivo lo dispuesto. La sucesión hereditaria no altera en nada la naturaleza del poder real; la sucesión hereditaria no ha sido admitida a pesar de sus gravísimos inconvenientes sino para asegurar mejor el orden social, apagando ambiciones que a la muerte de cada príncipe habrían de remover forzosamente el país y provocarían tal vez escándalos y guerras. ¿Se cree acaso que si la nación considerase mañana necesario restablecer el principio de sucesión electiva, que tuvimos en vigor durante siglos, podría siquiera el príncipe oponerse a que así se resolviese? No sólo puede una nación rechazar la sucesión hereditaria; pruebe variar hasta la forma misma del gobierno, a pesar de los muchos peligros que suelen llevar consigo estas mudanzas. Hay en la vida de los pueblos vicisitudes que, no sólo aconsejan, sino hasta exigen cambios radicales; y estos cambios, ¿quién duda que son justos cuando emanan de la misma república, centro de todos los poderes del Estado?
"La monarquía es el gobierno más simple, más susceptible de unidad de acción, más fuerte por consecuencia, y menos expuesto a revoluciones y trastornos; pero es absolutamente imposible para que produzca buenos frutos que estén bien deslindadas en ella las relaciones entre el príncipe y los súbditos. Conviene por esto, ante todo, que el rey se limite a ser el jefe del poder ejecutivo, procurando que este mismo poder, sobre el cual no está ya sino el del pueblo, dificilísimo de ejercer cuando se trata de aplicarle a la persona de un monarca, no degenere nunca en tiranía. Lejos de aislarse de sus vasallos trazando en torno suyo un círculo de cortesanos y otro de guardias pretorianas, debe estar en continuo roce con ellos viendo por sus propios ojos las necesidades que padecen, escuchando con su propio oído la voz de los deseos que sienten o el grito del dolor que sufren, enterándose por sí mismo del giro que toman o deban tomar las ciencias o las artes. Las espadas que hayan de servir para defenderle no las confiará sino a ellos, a quienes, así en guerra como en paz, ha de tener siempre armados para que no se enerven en el ocio y la molicie; los consejeros que hayan de formar su corte los buscará entre ellos, a quienes no ha de temer nunca elevar al rango de la aristocracia si pelearon como buenos en el campo de batalla o meditaron en el silencio de sus retretes sobre las verdades de la ciencia. Buscará a los grandes entre los humildes; y logrará así por una parte reparar los injustos estragos de la desigualdad, introducida sólo en el mundo por el caprichoso juego de la suerte y la tiranía de los que más pudieron, por otra remozar esa nobleza corrompida que mancha hoy con torpes fealdades los escudos pintados por los mayores con la sangre de sus venas. La nobleza es otro poder en el Estado, y debe por lo tanto el rey cuidar de que por lo estancada no le suceda lo que a las aguas empantanadas que vician con sus miasmas el aire que las rodea y llevan a la redonda las enfermedades y la muerte. Los fundadores de muchas de nuestras familias aristocráticas hicieron tal vez menos de lo que han hecho hoy hombres de solar desconocido; elévese a éstos a lo que aquéllos fueron elevados, y sobre haber hecho justicia a la virtud y al mérito, se habrá logrado algún tanto borrar lo slímites ya demasiado marcados entre la aristocracia y el pueblo.
"La aristocracia en una monarquía es un elemento del todo necesario: sirve de freno a los reyes y se opone al establecimiento de la tiranía. El buen príncipe no debe temerla; debe por lo contrario darle fuerza por ser ella su más poderoso apoyo en las grandes crissi y en los terribles golpes de la guerra. Hace ya mucho tiempo que se esfuerzan los gobiernos en destruirla; mas estos esfuerzos son fatales para el mismo pueblo que tan inconsideradamente los aplaude. Cuando ya no tenga la nobleza armas de que rodearse ni fortalezas en que guarecerse, cuando sea ya su título un nombre que nada signifique, ¿quién detendrá al pronto los pasos del tirano? Rejuvenézcasela, no se la aniquile; y al paso que será la salvaguardia de los buenos príncipes, será el escudo de la sociedad entera.
"Hombres miopes que no saben apreciar más que las dificultades del momento claman también hoy contra el excesivo poder de los obispos y otras altas dignidades de la Iglesia. Pretenden, al decir de ellos, salvar nuestras libertades, y no ven que con sólo proponer estos medios las sepultan. ¿Qué pueden hoy en favor de ellas esos cortesanos sin corazón, cuyo afán parece reducirse a cegar al príncipe, llevándole por la senda que conduce a la conculcación de nuestras leyes? Tenemos ya tropas mercenarias y están reunidos al rededor del trono todos los elementos de la tiranía; si ciñe mañana la corona otro rey que no tenga las virtudes del que hoy gobierna, ¿quién sino esos obispos podría salir a la defensa de nuestros derechos sustentados con tanto valor durante siglos? Los prelados son la parte de la nobleza menos expuesta a corromperse; no les suceden como a los demás aristórcratas hijos degenerados, les suceden, sí, varones siempre eminentes, hijos casi siempre predilectos del pueblo y de la Iglesia. No sólo merecen conservar sus rentas; merecen que se les confirme en la tenencia de esos castillos desde cuyas almenas han combatido no pocas veces por la ley fundamental de nuestra monarquía. ¿Quién puede vivir con más independencia que ellos, que no necesitan de la venia del rey para conservar sus dignidades, que están en contacto con todas las clases de la sociedad, que libres ya de pasiones o inspirados por la más pura luz del cristianismo, no han de dedicarse sino a reparar las injusticias con que han oprimido a los hombres la propiedad y la violencia? ¿Quién puede aconsejar con más acierto que ellos, que han debido subir una por una las gradas de la ciencia para encumbrarse al puesto que actualmente ocupan? Romped el lazo que hoy une a los pueblos con los reyes; y a no tardar veréis entre unos y otros un abismo. Pesará entonces la tiranía como no ha pesado nunca sobre nuestras frentes; y ¡ay entonces de nuestras libertades! ¡ay de nuestras leyes!
"Ocupado el pueblo en la práctica de la agricultura y del comercio, sin la cual no le es dado conservar la vida, puede difícilmente defender por si sus intereses; si una aristocracia independiente y fuerte no vela por ellos cuando no sea más que en virtud de su propio egoísmo, corren aquéllos peligro inminentes. Y qué, ¿tiene acaso algo de odiosa la aristocracia tal como propongo que se organice y se reforme? En esta aristocracia no habría cerradas las puertas para nadie. El soldado que acreditase su valor y su pericia en los combates, el sabio humilde que con sus altos pensamientos lograse dirigir por el camino de la felicidad la patria, el sacerdote por cuyas virtudes mejorasen de condición las clases del Estado, todos los que lograsen levantar la cabeza sobre el nivel de sus contemporáneos hallarían siempre una corona dispuesta a bajar sobre sus sienes. Partidario del principio de la igualdad, que veo dolorosamente destruido por la fatalidad de las cosas, creo que a todos son debidos los honores y las recompensas, y no habría para nadie que las mereciese una sola distinción, ni para nadie que no las mereciese un privilegio.
"A pesar de lo expuesto, habrá tal vez quien nos pregunte por qué hemos de poner tan decidido empeño en conservar y robustecer la aristocracia; mas aun cuando no lofuese, como llevamos dicho, un baluarte contra la tiranía y un vínculo indisoluble entre el pueblo y la corona, creeríamos prudente sostenerla y darle fuerza con el fin de tener en ella un medio de educación para los príncipes, un elemento de economía para el Estado y un inagotable plantel de magistrados para el gobierno y dirección de la república. Un príncipe no debe ser educado aisladamente si no ve crecer a su lado otros de la misma edad y de distinta condición e ingenio, ni sabe apreciar nunca el valor de los demás, ni adquirir el conocimiento de sí mismo. Falto de estímulo, no adelanta, y llega, sin embargo, a la mocedad creyendo tal vez que sobrepuja a todos en las prendas del cuerpo y en las del ánimo. Mañana que es rey debe escoger auxiliares que realicen su política y ejecuten sus más delicadas órdenes; y por no estar en relaciones con la generación de que forma parte, se ve condenado a entregarse en brazos, no del mérito, sino de la dulación y del favoritismo. No se ha acostumbrado a considerar a los demás hombres como iguales y los trata a todos con altivez, los manda con un orgullo necio, que no puede menos de chocar con la dignidad propia de ciertos funcionarios. Nacen de aquí conflictos que no hacen más que exacerbarle, se irrita, quiere de día en día que prevalezcan más y más sus opiniones y camina sin sentirlo a la más insufrible tiranía. ¿Créese acaso que sucedería así si, insiguiendo la costumbre de los reyes godos y la de muchas antiguas dinastías, se le educase desde niño con los hijos de los grandes, poniéndole así en contacto con los que deben hacer más tarde triunfar sus estandartes, administrar en su nombre la justicia o representarle en las demás cortes europeas. Estoy firmemente convencido de que, tanto para el bien de los príncipes como para bien de las naciones, deberían ser educados con ellos hijos de aristócratas de todas las provincias, medio con que se lografía, no sólo prevenir los inconvenientes consignados, sino hacer que el que ha de ocupar un día el trono fuese enterándose insensiblemente de la diversidad de caracteres y de lenguas que existe entre los individuos de nuestro vasto y dilatado imperio.
"¿Quién, por otra parte, podría consagrarse mejor al ejercicio de la alta magistratura que esos mismos nobles cuyas exorbitantes rentas son la mejor garantía de que no han dee explotarla en su provecho? ¿Quién mejor que ellos podría desempeñar los más gravea y penosos cargos sin cobrar del erario y sólo por el honor que suelen llevar consigo? Los honorarios de los agentes del poder absorben hoy una gran parte de la riqueza pública: ¿por qué a quien disfruta ya de grandísimos caudales hemos de hacerle aún partícipe de los escasso fondos recogidos por el sudor del pobre? ¿Por qué siéndonos fácil no hemos de rebajar los tributos que pesan tan gravemente sobre la cabeza de los pueblos? Si nos elevamos a los verdaderos principios de justicia, habremos de confesar, a pesar nuestro, que esos grandes tesoros de la aristocracia sólo han podido ser acumulados por la iniquidad de los hombres y la imprevisión de las leyes; ¿cómo, ya que no nos creemos con derecho para recogerlos y distribuirlos en nombre del Estado, no hemos de procurar que se inviertan en facor de los mismos a quienes fueron inhumanamente arrebatados? La comunidad era la única forma social posible, porque a todos y para todos ha sido dada la tierra; si el arbitrario poder de ciertos hombres ha venido después con el principio de propiedad individual a quebrantarla, ¿cuáles son nuestros deberes y los de cuantos podemos influir en la marcha de los negocios públicos con la pluma o con la espada? El mal se ha generalizado, y no es posible curarle de raíz sin atacar el vasto cúmulo de intereses creados a la sombra de las leyes; mas, ¿hemos de pensar en atenuarlo, o en agravarlo? Abogo por la aristocracia; pero así como estoy porque se la robustezca, estoy también porque se repare con sus mismos sacrificios la injusticia que veo brotar del seno de su constitución, viciada por abusos en ningún tiempo perdonables.
"Dícese que el clero no es menos rico que la nobleza, y se me acusará tal vez porque no propongo para éste igual clase de reformas. El alto clero que, a pesar de no poderse confundir con la aristocracia, viena a formar parte de ella donde quiera que los poderes temporal y espiritual obran como es debido de común acuerdo, está para mí fuera de duda que podría servir también gratuitamente los principales oficios de la administración y del gobierno; mas no me quejo tan amargamente de las pingües rentas que disfruta, porque veo que vuelven por distintos conductos a la masa común de que proceden. Vive de los tesoros de los obispos y aun de los fondos de los monasterios un sin número de pobres; deben a ellos sus carreras una multitud de jóvenes, que de otro modo hubieran debido consumir sus talentos en artes poco acomodadas a su claro ingenio; medran, gracias a ellos, instituciones benéficas, que son de un grande alivio para clases expuestas a grandes vicisitudes y tormentos. El clero, salva algunas excepciones, que condeno con toda la energía de mi alma, es una segunda providencia para cuantos sufren; ¿lo es esa aristocracia avara y codiciosa que malgasta sus riquezas sólo en torpes placeres, corrompiendo al pueblo, a quien debía servir de guía? He dicho en otro párrafo que ha de conservarse el poder del alto clero por exigirlo la defensa de nuestras libertades; añado ahora que ha de conservársele, porque sin él no hay quien defienda el príncipe cuando la aristocracia se entregue a los turbulentos desórdenes de los reinados de Juan II y Enrique IV.
"Pero me separo sin querer de mi propósito. No debemos envenenar odios de clase a clase, debemos procurar ne lo que cabe armonizarlas. Si cada poder del Estado va por su camino, será un elemento de muerte, no de vida; es preciso que funcionen juntos, que conspiren todos a un mismo fin, que secunden unos de otros los esfuerzos. No basta que estén reunidos en las Cortes los procuradores de las ciudades y los altos dignatarios; ¿por qué no han de estar con ellos los obispos como en las antiguas Cortes castellanas? Los intereses políticos y los religiosos están enlazados de una manera fatal por la misma naturaleza de las cosas; si no reina una perfecta armonía entre los individuos que los representan, ¿no ha de haber naturalmente en el seno de la sociedad antagonismo y lucha? ¿Quién, además, conoce mejor que los obispos las necesidades de las clases que más directamente sobrellevan las cargas del Estado? La ciencia y el sentido común enseñan a la vez que para estar bien organizadas han de entrar en nuestras Cortes por igual esos tres naturales elementos.
"¿De qué han de servir empero estas Cortes? ¿Hasta dónde han de llegar las facultades legislativas del príncipe? He dicho que el pueblo es la fuente del poder real; a los representantes pues y a ellos exclusivamente toca dictar las leyes que convengan y dirirmir las contiendas que ocurran sobre la sucesión a la corona. He, si no dicho, indicado que nadie puede ser legítimo rey sin el consentimiento tácito o expreso de los ciudadanos; a los representantes pues y a ellos exclusivamente toca entender en todo lo relativo a la reforma o supresión de las condiciones esenciales del contrato. He hecho advertir que ciertas costumbres públicas, y entre ellas las religiosas, constityen hasta cierto punto la vida social de las naciones, a los representantes pues y a ellos exclusivamente toca aceptar o rechazar las mudanzas que sobre cualquiera de ellas se propongan. Es sabido, por ejemplo, que al admitir los pueblos la creación de un poder social convinieron en sostenerle por medio de un impuesto; ¿quién sino las Cortes ha de otorgar un nuevo tributo al Rey o ha de legitimar los que éste crea necesarios para sostener el crédito del país o el esplendor de su diadema? La imposición de nuevos tributos por el príncipe es el paso primero y más trascendental que éste puede dar hacia la tiranía; toléresele una sola vez que no consulte a sus súbditos, y la libertad y la dignidad se hunden.
"El rey podrá legislar, pero no sobre ninguno de estos puntos capitales. Podrá legislar sobre asuntos cuya urgencia no permita convocar a los representantes, podrá legislar interpretando, cuando así lo crea necesario, las antiguas leyes, podrá legislar para poner en ejecución las mismas resoluciones de las Cortes, podrá legislar sobre las relaciones civiles, penales y comerciales que va estableciendo entre los hombres la marcha progresiva de la especie, podrá legislar hasta sobre la manera de producir, importar, exportar y consumir los productos industriales: cosas todas sobre las cuales no será aún prudente que resuelva por sí, cuando comprenda que ha de afectar en algo o muy graves intereses o las leyes fundamentales de la monarquía. Podrá legislar, pero haciéndose siempre cargo de que legisla, no sólo para sus súbditos, sino también para sí mismo.
"No ignoro que muchos pretenden hacer al rey superior a las leyes; mas ¿en qué pueden fundarlo? La ley, la verdadera ley, ¿es hija del capricho, o de una necesidad social sentida y reconocida por los poderes públicos? ¿Tiene su asiento en la justicia, o en la injusticia? Emane de las Cortes o del mismo príncipe, si es universal, si no ha sido dictada para una clase especial del pueblo, ha de obligar al rey lo mismo que al último vasallo. Exige que sea así la misma fuerza del derecho, lo aconseja la política. No con el poder, sino con el ejemplo, deben gobernar los reyes, el príncipe que viola una ley da con esto sólo lugar a que otros la infrinjan y destruyan. ¿Con qué razón ha de castigar luego al que como él dejó de obedecerla?
"Debe por lo mismo el rey ser el primero en acatar las disposiciones de la Iglesia, no atreviéndose por sí ni aun en las más graves y peligrosas crisis de la monarquía a quebrantar las inmunidades del clero, ya gravándole con impuestos, ya arrebatando el oro y la plata dedicados al culto de Dios y de los santos. La Iglesia y todo lo de la Iglesia debe ser tan sagrado para él como para el postrero de sus súbditos, y ¡ay de él si de otro modo provoca la cólera divina! La sombra de Heliodoro debería estar siempre ante los ojos de los reyes.
"Contribuirá mucho a la bondad del príncipe la educación que se le dé desde los primeros años de su vida. De niño deberá oír ya de boca de sus maestros y de cuantos le rodean las máximas y sanos principios de moral del Evangelio. Se le inclinará a dirigirse a Dios en todas sus acciones y a respetar ante todo la voluntad del sacerdote. Cuando ya algo adelantado en la instrucción primaria, deberá dedicársele casi exclusivamente al estudio de la antigua lengua del Lacio, en que podrá leer primero a César, Salustio y Tito Livio, y luego a Tácito, tesoro de consejos a los príncipes y espejo en que están fielmente reproducidas las malas artes de los cortesanos. Alternará con los ejercicios del entendimiento los del cuerpo, indispensables para todos y mucho más para un príncipe que se ha de poner más tarde al frente de ejércitos que han pasado con banderas desplegadeas sobre el cadáver de naciones aguerridas. Tendrá muchos maestros, y aprenderá de todo aquello en que cada uno haya hecho estudios más detenidos y profundos. Cultivará con particular esmero la noticia, con la cual debe captarse después la benevolencia de los pueblos y encender la llama del heroísmo en el corazón de sus soldados; la lógica, que le enseñará a distinguir la razón del sofisma y a descubrir los torpes engaños de los aduladores; la historia, especialmente la de su nación, en que además de leer el modo con que fueron precipitados a su ruina grandes príncipes, se enterará del carácter y costumbres de sus súbditos, sin cuyo conocimiento adoptaría tal vez como bueno lo que no podría menos de conducirle junto con la monarquía al fondo de un abismo; las matemáticas, sobre todo la geometría, sin la cual no cabe abarcar en toda su extensión el arte de la guerra; la astronomía, por fin, que elevará sus miradas desde la tierra al cielo, e imponiéndole con la grandeza de la creación, le hará más humilde y le enseñará a no ensoberbecerse con el vano poder de que disfruta. Se entregará al estudio de todas estas artes y ciencias, no como el que libre de tan graves cuidados ha resuelto consagrarle todos los años de su vida, sino como el que trata de conocerlas para apreciar las ventajas que consigo llevan y sin aparecer rudo y de ningún valor entre los que más particularmente las profesan. Mereció Alfonso X por sus trabajos científicos el renombre de Sabio, y no supo, sin embargo, llevar con dignidad la corona de sus mayores ni poner decorosamente fin a los distrubios y escándalos promovidos por sus mismos hijos. Perjudica a los príncipes lo mismo la mucha ignorancia que la mucha ciencia; ni aquella los deja conocer los errores a que se precipitan, ni ésta dedicarse con perfección a los muchos y variadísimos negocios de tan extensa monarquía.
"Aprenderá también el príncipe la poesía y la música, mas no esa poesía que corrompe, ni esa música que enerva, sino esa poesía varonil que incita a los grandes hechos y esa música que inspira el valor guerrero y el entusiasmo religioso. Los estudios deben conspirar todos, no a mancharle con vicios, sino a revestirle de virtudes que puedan hacer de él un gran rey, así para los ocios de la paz como para los furores de la guerra.
"Dícese generalmente que es lícita la mentira en los príncipes porque sólo con ella pueden muchas veces llevar a cabo proyectos de ejecución difícil; mas el que esté encargado de su educación, lejos de inculcarles tan errada máxima, debe poner todos sus esfuerzos en destruirla fundándose en que si este medio grosero puede producir de pronto algunos resultados, imposibilita más tarde toda negociación con las cortes extranjeras y da pie a que los cortesanos, ya de suyo inclinados a ocultar la verdad bajo bellas apariencias, no solamente lo empleen, sino también lo crean justo y necesario. Ha de aconsejarse al príncipe cierta reserva, sin la cual es fácil que fracasen las más sencillas y bien concertadas empresas, pero haciéndoles siempre notar cuánto difiere de esta reserva la mentira, distantes una de otra como la virtud del vicio y la prudencia de la liviandad y la locura. Ha de encargárseles que guarden calma aun en los más rudos contratiempos y adversidades, pues nada hay que rebaje tanto la dignidad como la ira que nos lleva de ordinario a adoptar medidas tan injustas como perjudiciales a los mismos deseos que abrigamos; la clemencia, que deben aprender a conciliar con la severidad indispensable en ciertos casos y más en los que peligra la salud del reino; la liberalidad y el deseo constante de hacer bien, que les hará tender la vista sobre las calamidades públicas y les incitará a moderar los excesivos gastos del palacio para detenerlas o curarlas; el valor y la grandeza de alma, sin las cuales habrían forzosamente de parecer mal a los ojos de una nación acostumbradaa imponer su ley a la mitad de Europa; el amor a la igualdad, la mejor prenda de unión y de paz para los ciudadanos; la fiel observancia, por fin, de las prácticas católicas, con la cual logran imprimir cierto sello divino aun en aquellas disposiciones que pueden en un principio repugnar al pueblo. Es tan frecuente la voluptuosidad en las casas reales, que no parecen éstas sino el teatro de los deleites más impuros; ha de manifestarse sobre todo al príncipe cuánto pervierten éstos el ánimo, agotan las fuerzas físicas y reducen a la nulidad aun a los hombres que han nacido con más brillantes facultades.
"Recomiendo con tanta eficacia estas virtudes porque conozco que sólo con ellas podrá contenerse el príncipe dentro de los justos límites de su imperio y gobernar con acierto esta monarquía, cuyos elementos heterogéneos mantienen en continua lucha grandes intereses. Tenemos importantes colonias en todo el mundo, y es muy difícil que las conxservemos si no se las administra con la igualdad que exige la justicia. Suelen los que reinan sobre pueblos unidos por las armas establecer líneas divisorias entre vencedores y vencidos, reservando para unos todos los honores, y para otros todo género de cargas, y no pueden a la verdad seguir peor sistema, constando por la historia de cien siglos que nadie puede llamar suyas las naciones sin que por una asimilación recíproca se hayan refundido en una la clase de conquistadores y la de conquistados. No ignoro que es una asimilación tal larga y difícil, sé que con los países nuevamente reducidos conviene adoptar medidas extraordinarias que no pocas veces merecerán el nombre de tiránicas; pero estoy también firmemente convencido de que, si no se apela a la equidad tan pronto como las circunstancias lo permitan, tenemos constantemente en cada piedra un obstáculo y en cada hombre un enemigo. Llámese, por lo contrario, a todos los destinos de la república, tanto a los individuos notables de la metrópoli como a los de las colonias, distribúyanse según la misma proporción en éstas y en aquéllas los tributos, búsquense para nuestros tercios hombres de todos los distintos puntos del imperio, intrésese a flamencos y españoles, a italianos y americanos en nuestros hechos y glorias nacionales, y a demás de ver aseguradas nuestras conquistas, encontraremos en ellas la fuerza de que necesitamos para llegar a sujetar el orbe. Tenemos ya el paso abierto para ir a enarbolar nuestras banderas en las más lejanas e indómitas naciones, o hemos de dirigir todos nuestros esfuerzos a subyugarlas, o hemos de confesarnos indignos del fruto de las inmensas victorias que han amontonado los mayores sobre nuestra frente.
"Debe atender antes que todo el príncipe a conservar la paz interior; mas dudo que pueda durar esto mucho tiempo sin que prosigamos en el exterior la guerra. Estamos cercados de enemigos, lindamos con reinos poderosos que no esperan sino ocasiones para vengarse de los ultrajes que le hemos hecho devorar con la punta de nuestras lanzas; si no ocupamos us atención por medio de frecuentes y repentinas invasiones en provincias aún independientes, les tendremos a no tardar en nuestro propio suelo, donde ya que no nos venzan, han de sumir por lo menos en llanto y desconsuelo millares de familias. Una nación como la nuestra debe tener por otra parte en pie un ejército numeroso y formidable, pues ni sería de otro modo fácil hacer cumplir las leyes, ni cabría enfrenar el furor de pueblos siempre rebeldes; es estos siquiera posible sin vejar todos los días con mayuores tributos nuestros mismos pueblos?
"Nada hay tan costoso en una monarquía como la milicia, nada que absorba más ni con más rapidez las rentas del Estado. ¿Por qué no hemos de procurar que viva sobre el botín de sus batallas y sobre las riquezas de los pueblos que ha domado con sus armas? Motivos para las guerras exteriores nunca faltan habiendo un ánimo esforzado en los que han de realizarlas; cuando no hallásemos otro campo para nuestros héroes, hallaríamos el que nos ofrece continuamente Dios en las ciudades de los que han renegado de sus santa ley en el hogar de los herejes. ¿Qué es además ni de qué sirve la milicia cuando no se la expone sin cesar a los duros trances de la guerra? Debilítase en el ocio, y no cuenta mañana con fuerzas ni aun para resistir los imprevistos ataques de las demás naciones.
"Atendido lo pasado y puesto en parangón con lo presente, conviene a la nación española más que a ninguna estar siempre con las armas en la mano; y soy de parecer, no sólo de que se busquen motivos para nuevas guerras, si no de que hasta se permita a las guarniciones y escuadras fronterizas caer de rebato, cuando puedan, sobre los pueblos extraños que tengan a la vista. Están plagados los mares de piratas; ¿por qué no hemos de consentir en que se arme quien quiera en corso y turbe el comercio de los demás pueblos de la tierra e invada las costas extranjeras que halle mal cubiertas? Si a conservar la paz dentro y la guerra fuera debe reducirse la política de España, ¿qué inconveniente podemos ver en esas concesiones otorgadas en otros tiempos por reyes a quienes debamos nuestras mayores glorias?
"Pero hay más, ¿quién duda que podríamos disponer de un grande ejército sin la mitad de los gastos que hoy para él tenemos? ¿Por qué, como en tiempos de los Reyes Católicos, no debemos exigir que cada ciudadano mantenga, según su condición, ya armas simplemente defensivas, ya armas defensivas y ofensivas, ya armas y caballo? ¿Por qué no hemos de procurar que los nobles y los grandes propietarios sostengan a su costa un mayor o menor número de soldados para cuando lo reclame la honra del Estado? ¿Por qué no hemos de reservar ciertos honores a los que por dos o más años hayan servido sin sueldo en el ejército? ¿Por qué al dar otros no los hemos de otorgar bajo la condición de que los agraciados hagan igual sacrificio en el altar de la patria? ¿Por qué no hemos de guardar ciertos cargos que no requieren grandes estudios para los militares que, después de una brillante carrera, hayan quedado inútiles para servir en la milicia? Proponemos estas medidas, ninguna de ellas enteramente nueva, porque si deseamos por una parte que permanezcan nuestros príncipes fieles a la política de sus antepasados y no se cierre la gloriosa historia de nuestra monarquía, queremos por otra como el que más que no se grave con onerosos tributos a los pueblos. Sostienen muchos que nuestra nación es rica y puede sobrellevar más impuestos que las demás de Europa: ¿cómo no se advierte empero que, merced a la naturaleza de nuestro suelo y a lo escasamente pobladas que están nuestras provincias, tenemos reducida a la esterilidad una gran parte de nuestro territorio? ¿Cómo no se advierte que, a falta de caminos públicos, encontramos vastas comarcas escaseando de lo que en otras sobra? ¿Cómo no se advierte que por el atraso de la industria nos despojamos del oro que viene de América para pagar una gran cantidad de productos extranjeros? Está ya gravada la propiedad territorial con el pago del diezmo; por ligeros que sean los impuestos reales, ¿no han de hacer precaria y triste la suerte de nuestros labradores? ¿Por qué, si no bastan los ya establecidos, se han de respetar tanto las inmunidades concedidas por otros reyes, que no necesitaban sino de módicos tributos para cubrir hasta sus más graves atenciones? La primera condición del impuesto es la igualdad, sin la cual se hace insufrible aun a los que pueden satisfacerlo con menos perjuicio de sus intereses. Son precisamente los privilegiados los que mejor pueden pagarlo; ¿cómo el privilegio no ha de parecer a los ojos de los demás injusto? Creo que el erario necesita más de lo que actualmente se recauda, pero creo también para obtenerlo no ha de apelar sino a conocidos y trivialísimos recursos. Rebaje el príncipe los excesivos gastos de su casa, suprima los destinos sin objeto, derogue las inmunidades otorgadas, procure que los magnates no arrebaten, como en tiempo de Enrique III, las riquezas públicas, grave con un ligero tributo los artículos que ha de consumir forzosamente al pueblo, aumente el que pesa ya sobre los productos importados y de mero lujo, cargue especialemnte la mano sobre las telas venidas de otros reinos, llame por este medio al país a los fabricante extranjeros; y sin necesidad de agoviar a los que pueden apenas soportar ya las cargas del Estado, adquirirá los medios suficientes para, haciendo superiores los ingresos a los gastos, evitar la ruina futura de la nación y llevar las armas adonde exija el lustre y esplendor de la corona. La falta de rentas no está tanto en la escasez dee los impuestos como en la depravación que suele haber en los recaudadores. Se ve ordinariamente a esos hombres, pobres al hacerse cargo del destino, opulentos al dejarlo; y convendría, ya para evitar tan grande escándalo, ya para proporcionar al erario mayores cantidades que las que hoy recoge, no sólo pedirles cuentas anuales, sino exigírselas al fin tan estrechas que pudiese quitárseles lo de dudoso origen.
"Son, por lo común, los impuestos el azote de los pueblos y la pesadilla de todos los gobiernos. Para aquellos son siempre excesivos, para estos nunca sobrados y bastantes. Ocurre en una monarquía una calamidad, la sublevación de un pueblo por ejemplo, y corre al punto el vago rumor de que está el erario exhausto. Este rumor basta para indignar a los contribuyentes, las quejas de los contribuyentes por aterrar al príncipe, que se dedica luego con afán a buscar medios extraordinarios. Pídese a unos consejo, óyense los más contrapuestos pareceres, y no es raro que llegue entre estos a oídos del rey el inicuo cuanto inútil proyecto de alterar el valor de la moneda. Con esta medida, se dice entonces, nadie sufre directamente perjuicio, el valor intrínseco de la moneda es menor, pero el legal queda siempre el mismo. ¿Puede imaginarse un medio de más fácil ejecución ni que saque más pronto al príncipe de un terrible apuro? Mas ¿cómo es posible que hombres ilustrados se dejen llevar de tan grave error y aplaudan un plan tan insensato? Una nación, un príncipe no puede faltar nunca a la justicia; y el medio propuesto, considéresele bajo cualquier punto de vista, es y será siempre un latrocinio. ¿Cómo no ha de serlo el que se me obligue a mí a tomar lo que sólo vale tres por cinco? Si la moneda ha llegado a ser un instrumento general de cambio ha sido precisamente por la fijeza de su valor, expuesto a ligeras oscilaciones sólo en momentos de grandes crisis; ¿podrá acaso continuar ejerciendo esta función si empezamos a tomarnos la libertad de rebajar la ley del oro o de la plata en dos o más por ciento? El comercio exterior se hará por de pronto imposible, si los mercaderes nacionales no consienten en sufrir un quebranto igual a la depreciación de la moneda, entrará en el comercio interior la desconfianza, y habrá necesariamente paralización de trabajos, escasez y encarecimiento de productos, miseria, confusión, desorden. El gobierno, es verdad, podrá obligarme a aceptar en cambio de mis artículos la moneda nueva; mas ¿no podré yo a mi vez aumentar el precio de los mismos hasta cubrir el déficit que puede ocasionarme la arbitraria alteración de los metales? ¿Serán inútiles todos los esfuerzos del rey para obviar esa evolución que me será impuesta a mí y a todos por el deseo natural de conservar mis intereses? Nacen tan espontáneamente esos tristes resultados del carácter de la disposición misma, que no se necesita más que consultar la razón para preverlos, pero no es ya sólo la razón, es la experiencia, y una experiencia bien funesta, la que los deja escritos con lágrimas y sangre.
"¿Cuándo empezarán a ser más pensadores y leales esos cortesanos que rodean a los reyes? Porque a ellos, y a ellos principalmente, son debidos esos bárbaros proyectos. No sin motivo han sido llamados la peste de la república, no sin motivo llevan concitados contra sí el odio y la cólera del pueblo. ¿Quién más que ellos presta favor al lado de los reyes a esos torpes juegos escénicos, cuya importancia están ponderando sin cesar movidos por el voluptuoso furor de sus pasiones? Excitan estos espectáculos la lascivia, corrompen, afeminan; y ellos, que sólo sirven para el galanteo y la asquerosa crápula, no hallan voces para encomiarlos ni manos para aplaudur a los que los ejecutan sin restos ya de pudor ni de recato. ¿Cómo, si se sintieran aún con valor para vestir la malla de sus antepasados, no habían de levantar el grito contra la introducción de tal costumbre? Mas no son buenos ya ni aun para manejar la espada que indignamente ciñen, y quieren que gane la molicie el corazón de todos. Una nación como la nuestra, ¿ha de tomar por pasatiempo ver representar escenas de amores y adulterios? Una nación como la nuestra no habría de divertir el ánimo de sus negocios ordinarios sino para presenciar simulacros de guerra, o asistir a los ya olvidados ejercicios de la carrera y de la lucha.
"Ciérrense los teatros, ciérrense esos infames burdeles, escándalo de la gente morigerada y culta, póngase el mayor coto posible a la prostitución que nos amenaza con invadirlo todo, reálcese la religión, que debe reinar sola y señora y enteramente libre de rivalidades y discordias, consérvese y foméntese el carácter nacional, y veremos resituida a la cumbre de su grandeza nuestra monarquía; hágase lo contrario, y la veremos recorrer sin tregua la pendiente de su decadencia hasta llegar al fondo de su inevitable ruina."
Hemos sido extensos en la exposición de estas ideas, no tanto por la novedad que a primera vista presentan, como por la celebridad del libro en que las vertió nuestro sensato publicista. Mariana, sobre todo en política, no sólo no inventó, no propuso siquiera una reforma que no fuera la restauración de alguna práctica, más o menos antigua, caída en desuso o por la mala fe de los gobernantes, o por la negligencia de los gobernados. Partidario acérrimo, más que del derecho racional, del derecho histórico, estudió al parecer las instituciones y las costumbres partrias, hecho lo cual, procuró recogerlas en un solo cuerpo de doctrina, tal vez más por el deseo de que se conservasen y vinieran a servir de leyes fundamentales al Estado que por el afán de lanzar una teoría más en el ya tan removido campo de la ciencia del gobierno. Fue indudablemente audaz al sentar el principio de la soberanía del pueblo; mas es preciso advertir que la sola existencia de nuestras mismas instituciones lo implicaba, y que, si quería ser lógico, o había de establecerlo como punto de partida, o había de negar la legitimidad de aquéllas y por consiguiente rechazarlas. Las instituciones, podía decir para sí, están sancionadas a mis ojos por la historia de once siglos; el principio que entrañan no puede menos de ser cierto. Consulto por otra parte la razón, y la razón no la condena; ¿cómo ni en qué me puedo fundar para ponerlo en duda?
Admitió el principio, declaró inferiores a la sociedad los reyes, y dialéctico severo e imperturbable, llegó adonde no podía menos de llegar, llegó a legitimar la insurrección y el regicidio. Las instituciones de un pueblo, continuó para sí, son, como el origen de donde emanan, sagradas e inviolables; el rey que las escarnece comete un crimen de lesa nacionalidad y merece ser destronado y muerto. Dispone de fuerza, y es preciso contrastarla, ya que no podamos con la fuerza, con la astucia; ya que no con la espada vengadora del pueblo, con el puñal del asesino. Si la soberanía reside en la sociedad, tiene ésta el derecho de defenderla y reivindicarla a costa de cualesquiera sacrificios. Una sociedad no puede ni debe consentir nunca en su propia degradación, en la ruina de los principios constitutivos, en su muerte.
Se ha exagerado mucho, al tomar en consideración estas ideas, el valor, ya científico, ya moral de Mariana; mas no entendemos cómo no se ha sabido comprender que en política no ha tenido Mariana otro mérito que el de haber sido lógico. Sus ideas son precisamente las de su época, y aparece en todas, no como un innovador peligroso, sino como un conservador que, viendo amenazados los hábitos sociales de su patria, se esfuerza en ponerlos de relieve, encareciendo su necesidad y sus ventajas. Truena, es verdad, contra la nobleza de su siglo, pero no deja de considerarla como un elemento indispensable para la constitución del reino, y propone, cuando más, que se la rejuvenezca y dé una nueva vida; se desata en invectivas contra los cortesanos, mas crea a renglón seguido otra corte para sus queridos reyes; no quiere soldados mercenarios, pero sí ejércitos de hombres libres dispuestos siempre a exponerse a los azares de nuevas y más sangrientas guerras.
Era Mariana tan conservador y un eco tan fiel de las ideas de su tiempo, que defendió hasta las que más debían repugnar a su razón y a su conciencia. Sacerdote, ministro de un Dios que vino para condenar el principio de la fuerza y preedicar la paz al mundo, no habla en su libro sino de la necesidad de educar al pueblo en el ejercicio de las armas, llevando tan allá sus instintos belicosos, que hasta propone, como se ha visto, permitir las invasiones en tierras extrañas, legitimar la piratería y sustituir al teatro las antiguas carreras y luchas de griegos y romanos. Debemos estar de continuo en guerra para vivir en paz, viene a decir en uno de los más importantes capítulos del libro; a una paz que nos humille debemos preferir la guerra, mas que ésta deba cubrir de ruinas los países enemigos y de lágrimas y luto las familias de los conciudadanos. La lógica, que le saca airoso en otras ocasiones, le abandona aquí para dejarle llevar del torrente de las ideas de sus contemporáneos, siendo en verad lamentable que le abandone precisamente al tratar de una teoría tan funesta y tan fecunda en tristes resultados. La filosofía, la religión, la razón que rechaza de ordinario la violencia, nada pudo apartarle en este punto del modo de pensar y de sentir de su época. Las ideas de nuestra antigua y tan decantada grandeza le deslumbraron, el temor de ver decadente a su nación le cegó a fuerza de impresionarle vivamente, y como el vulgo y la aristocracia de los pensadores de aquel siglo, proclamó la necesidad de la guerra con la misma fe con que pudiera haberlo hecho un cónsul de Roma o un tribuno de la plebe.
[1. ¿No podría también suponerse que este pensamiento de hacer de la España una nación conquistadora derivaba de miras ulteriores de Mariana? Sin una nación guerrara identificada con los intereses del catolicismo no era posible restablecer la unidad destruida por la reforma, ni facilitar a la Iglesia la conquista de ambos mundos. Toda teocracia está, por otra parte, condenada a sentar su trono sobre la palabra de Dios y la punta de la espada.]
Hemos indicado al principio de este escrito que el pensamiento capital de Mariana consistía en organizar una teocracia omnipotente. Queríalo en efecto, y aunque con algo de embozo, no dejaba de reverlarlo a cada paso en sus escritos; mas apoyándose siempre en ese mismo derecho histórico que tomaba como base de sus doctrinas, buscando siempre en lo pasado la legitimación de sus ideas sobre la necesidad de dar al clero riquezas, poder, dignidad, fuerza. En las antiguas Cortes, decía, la Iglesia legislaba con la aristocracia sobre los intereses de los pueblos; la unión de la Iglesia y del Estado es hoy más que nunca indispensable, ora se atienda a la influencia que ejercen los obispos sobre la muchedumbre, ora a los peligros que corre, expuesta a las invasiones de la herejía, una religión sin la cual no son ni el orden ni la libertad posibles. En los antiguos tiempos, añade, los obispos eran los consejeros de los reyes hasta en los campos de batalla; hoy, como entonces, son aún los obispos los depositarios de la ciencia labrada por los grandes pensadores en la fragua de los siglos. Dieron los antiguos reyes a nuestros prelados rentas de que viviesen y castillos y pueblos sobre que ejerciesen la jurisdicción aneja al feudo; hoy más que nunca necesitan los prelados de esos medios, ya para sostener las libertades que no puede defender un pueblo desarmado, ya para contener la tiranía a que no puede oponerse una aristocracia degenerada y corrompida.
Sobre este punto, sin embargo, bueno es ya considerar que procedió más por interés de partido que porque así lo exigieran ni la fuerza de la dialéctica ni la razón histórica. Supone que la propiedad es hija de la fuerza, que para templar los males que de ella derivan fatalmente conviene prevenir y destruir la demasiada acumulación de bienes en un corto número de manos; y alegando luego razones, cuya futilidad no podía desconocer él mismo, sienta que esta acumulación no es perjudicial cuando se verifica en el seno de la Iglesia. Al ver gravados los pueblos por onerosísimos tributos, declama contra las inmunidades concedidas por reyes anteriores a familias que disfrutan de grandes propiedades; y al hacerse luego cargo de las inmunidades de la Iglesia, no vacila en llamar sacrílego al que se atreva a tocarlas ni aun bajo el pretexto de que lo exijan así los intereses de la patria. Establece el principio de que es indipensable para la paz de un reino la armonía entre el sacerdocio y el imperio, quiere fundar en este principio que las altas dignidades eclesiásticas deben ser llamadas a los altos destinos del gobierno; y sólo de una manera mezquina y repugnante admite luego que ciertos legos tengan intervención en los negocios de la Iglesia. Mariana está en esto imperdonable; no se ve ya en él un escritor de conciencia, sino un hombre pérfido, un sacerdote hipócrita.
Para nosotros no hay medio posible: o se admite que los reyes sean a la vez reyes y pontífices, como uscedía en las naciones paganas y hoy sucede en los reinos mahometanos y aun en algunas repúblicas cristianas, o si ha de haber dos poderes independientes, según parecen exigir la letra y las más ortodoxas interpretaciones del Evangelio, es necesario de toda necesidad qeu se establezca entre el sacerdocio y el Imperio una completa separación, poco menos que un abismo. La conciliación de los dos poderes, esa pretendia armonía, por la que tanto han suspirado escritores de uno y otro bando, debemos decirlo y reconocerlo de una vez, esa conciliación es imposible. Hace ya diez y seis siglos que están esos poderes organizados y situados frente a frente; queremos que se nos señale un solo periodo histórico en que no se hayan amenazado o no hayan estado en lucha. Lo han estado, lo están y lo estarán mientras existan; y lo han estado, lo están y lo estarán, porque todo poder tiende, por tal, a la exclusión de todo otro poder, a la soberanía universal, al puro absolutismo. El que lo dude y no sepa meditar abra la historia; no se necesita más para convencerse de una verdad que es ya a los ojos de todo pensador una verdad trivial por tan sabida.
Mariana debió cuando menos haberse colocado en un terreno más franco; Mariana debió haber dicho lo que tal vez y sin tal vez sentía: no, yo no pido una conciliación, yo pido una absorción del Estado por la Iglesia. Reconozco en ésta más acierto, más fuerza moral, más saber para gobernar los pueblos; quiero la unidad del mundo católico; sé que ésta es dificilísima por la espada de los reyes, y no puedo dejar de confiar todo el poder social a los pontífices. Esto no hubiera gustado tanto; pero tenía una defensa más lógica, y no hubiera podido menos de proporcionarle, aun fuera de las puertas del templo y del convento, ardientes partidarios. Tal como ha desarrollado su teoría, habrá haladado a muchos; pero de seguro que no habrá satisfecho a nadie. Para unos se habrá hecho sospechoso; a los ojos de otros habrá parecido cobarde; a nosotros, como llevamos dicho, se nos ha presentado con el velo de la hipocresía.
No podemos manifestar por el estado actual de las cosas públicas las ideas que sobre esta materia profesamos; mas razonando sobre el principio de que seanecesaria la existencia de los dos poderes, no sólo creemos inútil cuanto se haga para armonizarlos, creemos que la ciencia y la paza del mundo aconsejan que se abra entre los dos rivales un foso insuperable; que no haya facultades en los reyes para intervenir en la elección de las dignidades eclesiásitcas; que no se permita a ningún individuo del clero tomar una parte activa en los negocios civiles de los pueblos; que ni las decisiones de los pontífices necesiten del pase regio para adquirir fuerza de ley en las naciones, ni la de los reyes puedan ser atacadas por los jefes de la Iglesia; que no sea posible más que un concordato entre uno y otro poder, y este concordato se redizca a impedir la guerra, a detener esas luchas que durante tantos siglos han ensangrentado uno y otro las mieses de los campos y las aguas de los ríos y los mares; que haya efectivamente dos reinos en cada reino; pero que entre las instituciones y poderes de uno y otro haya, si no ese foso de que poco hablábamos, una puerta de bronce donde se emboten las lanzas de los dos bandos enemigos.
Mas no debemos tratar de nuestras ideas, sí de las de Mariana. Expone en la segunda parte de su libro las relativas a la manera cómo debe ser educado un príncipe, y a decir verdad, revela también en todas que aspira menos a formar un buen príncipe que un príncipe guerrero. Le hace estudiar latín, no con el objeto de que pueda leer las obras de los antiguos filósofos, sino con el de que pueda aprender en los historiadores la manera cómo subyugaron los cónsules y los césares el mundo; le hace cultivar las matemáticas, no con el fin de que le sirvan de base para el conocimiento de las ciencias físicas, sino con el de que le enseñen a levantar campamentos y a construir puentes sobre los ríos y a disponer asaltos de ciudades y a levantar vastos y continuos proyectos de operaciones militares; le hace dedicarse a las artes de la elocuencia y la poesía, no para que conozca y saboree los encantos del lenguaje de la imaginación y las pasiones sino para facilitarle un arma con que logre encender en el alma de sus pueblos el amor a los campos de batalla. Hácese apenas cargo de lo que constituye la ciencia del gobierno, y encarece en cambio el estudio de la astronomía, en que ve un medio para que el príncipe, a fuerza de considerar la grandeza del universo, aprecie lo fútiles que son las conquistas de la tierra, y deponga así el orgullo que vayan despertando en él los majestuosos triunfos debidos a su espada. Temoroso de que el mucho saber no distraiga al rey de los graves negocios de la república, le quiere enciclopédico, no sabio, sin advertir que no es tanto de temer en el rey que profundice las ciencias como que profundice precisamente las más ajenas a la administración y a la política. Si Mariana no se hubiera dejado llevar tanto de su equivocada idea de hacer un rey amante de la guerra, no sólo no hubiera visto en el estudio detenido de estas ciencias un peligro, le hubiera considerado hasta necesario, y sobre todo, de inmensos resultados. El proyecto de aumentar incesantemente los tributos y de alterar la ley de la moneda, que atribuyó a la mala fe de los cortesanos y a la ignorancia de los consejeros, hubiera visto entonces que debían ser atribuidos principalmente a la total carencia que de conocimientos económicos suelen tener los reyes, carencia sobre la cual no se le ocurrió siquiera escribir en su libro la más pequeña queja. ¿Cómo él, que en tan alto grado los poseía y daba con tanto acierto en la verdadera causa de las enfermedades sociales, pudo llegar a olvidar que estas ciencias debían ser casi el único y exclusivo objeto del estudio de los príncipes? ¿Temía acaso que los reyes pudiesen llegar a emanciparse de tutores y a gobernarse por consejo propio?
Quería que los príncipes fuesen guerreros, y más aún que guerreros religiosos. Deben procurar, decía, que sus leyes parezcan emanadas de la voluntad del cielo, y guardar para esto a los ojos de su propia conciencia y a los del pueblo respeto al sacerdocio y respeto a las prácticas sagradas. Han de poner todo lo que depende de la religión bajo su escudo, han de considerar todo lo anejo a la casa del Señor como de Dios mismo, y no hacer uso de bienes ni riquezas consagradas a los templos, aun cuando parezcan legitimarlo grandes sucesos y extraordinarias circunstancias. Invocarán a Dios en la paz, invocarán a Dios en la guerra, lidiarán por Dios, y sólo a Dios atribuirán sus triunfos. A Dios ofrecerán el botín de sus batallas, a solo Dios honrarán, como el rey Felipe, a cuya piedad debe el orbe cristiano su más grandiosos monumento.
Al llegar aquí acordábase nuevamente Mariana de su idea teocrática, y se esforzaba cuanto podía en hacer que el rey se redujese a ser un simple brazo del catolicismo. Se le acusará quizá de egoísta e intolerante porque tendía a proscribir sin piedad toda religión que no fuera la cristiana, mas aunque no estamos de acuerdo con su proyecto de educación tan excesivamente religiosa, nos guardaremos bien de repetir una acusación, que es por lo injusta insostenible. Profesamos el principio de la libertad de cultos; pero no desconocemos que conduce más o menos tarde a la destrucción de todo sistema religioso y al entronizamiento del racionalismo; y no podemos exigir de un hombre de las ideas y del siglo de Mariana que trabajase por suicidarse y acelerar la caída de una religión en que creía hallar la fuerza suficiente para hacerse señora y árbitro de mundo. Hombres de ciencia, no podemos mentir ni aun para interesar en el triunfo de nuestras ideas a nuestros enemigos; y lo decimos francamente, el catolicismo no hace más que cumplir con su deber procurando por cuantos medios estén a su alcance el imperio exclusivo de los pueblos que obedecen a la voz de Cristo. La iglesia, si no quiere abrir cons sus propias manos la fosa en que podrá ser enterrado su cadáver, ha de continuar, y no puede menos de seguir con su vituperada intolerancia. Se le pretende demostrar que la libertad de cultos la depuraría comunicáncole más robustez y vida; pero esto no es más que un lazo tendido por escritores sin pudor, lazo en que, si no cae ella, no dejan de caer aún algunos de sus más celosos partidarios. Uno de nuestros políticos contemporáneos decía un día en el Parlamento que el gobierno es esencialmente de resistencia, que la revolución se encarga de echar el resto para la marcha de la especie humana. Al oírlo hasta sus mismos amigos condenaron una para ellos tan peregrina idea; mas ¿dejaba de estar en lo cierto? Para nosotros, y cuenta que nosotros profesamos ideas muy distintas de su señoría, quien se engañaba aquí no era el orador, eran sí sus samigos. El gobierno debe resistir, la Iglesia debe resistir; tal es a nuestros ojos el papel que les está confiado por la fatalidad social, fatalidad que podemos denominar también con el nombre, para algunos más consolador, de Providencia. En lo físico, como en lo moral, de la resistencia y del choque debe resultar el equilibrio.
Donde empero estuvo más acertado Mariana fue en las cuestiones económicas. Comprendió perfectamente de dónde proceden los gravísimos males que aquejan a los pueblos; atribuyó el origen de la propiedad a la tiranía, partió del principio que la comunidad había sido el estado primitivo de la especie. Circunscribióse por de contado a hablar de la propiedad territorial, única combatible, no sólo en su origen, sino en sus derechos señoriales y en sus funestos resultados; dejó a un lado e intacta la de los frutos del trabajo, legitimada y hasta exigida por la misma organización del hombre. La división de la tierra, y sobre todo la acumulación de vastas haciendas en pocas manos, he aquí, dijo, el motivo principal de los desórdenes sociales; si se distribuyese más la propiedad, si se procurase templar así los males que habían de nacer forzosamente de romper una comunidad impuesta por la razón y la justicia, no veríamos como ahora crecer numerosas familias de pobres junto a los mismos palacios de los poderossos, en el mismo seno de la abundancia y la riqueza. Estos pobres lo son por un vicio de la sociedad, y deben ser socorridos por esta misma sociedad, cuya mala organización es la causa de su hambre y su miseria. La sociedad no ha sido creada sólo para la defensa mutua de los que la componen, lo ha sido también para garantizar la existencia de todos y cada uno de sus individuos.
Estos principios, consignados de una manera enérgica en casi todos los libros de los santos padres, han sido repetidos con no menos dignidad y valor por nuestro publicista; mas desgraciadamente no ha sabido o no se ha atrevido a deducir ni sus más inmediatas y naturales consecuencias. Los ha repetido casi sólo para probar de nuevo la necesidad de la caridad cristiana, sentimiento que en instantes dados puede producir efectos sorprendentes; pero que, como todo sentimiento, es incapaz de destruir nunca un mal ni de extirpar vicio alguno de nuestras sociedades. Obran en nosotros contra la fuerza de un sentimiento los cálculos egoístas de nuestra razón, la voz de nuestros intereses y más que todo aún las distintas pasiones que a cada impresión que recibimos nos agitan; la influencia de un sentimiento ha de ser necesariamente pasajera. Hace ya diez y nueve siglos que espiró el que vino a alumbrar con la llama de esa caridad nuestros tristes corazones; ¿en qué ha sido reformada esencialmente la sociedad de que formamos parte? La caridad es y ha de ser impotente para alejar males cuya causa, a pesar de la caridad, subsiste y obra.
Impídanse la acumulación de la propiedad, exclama por otra parte Mariana; pero si la propiedad es ya injusta en su origen, ¿dejará después de dividida de producir efectos subversivos? ¿Qué medios propone además para impedir una acumulación que se ha formado a la sombra de las leyes? Ve sin cultivo campos inmensos de que es la aristocracia propietaria; ¿propone acaso que se los declar del Estado y se los devuelva a la comunidad de que vueron violentamente separados? No, dice, cultívelos el concejo a cuyo término pertenezcan, cubra con el precio de los productos los gastos de labranza, resérvese una cuarta parte de los beneficios, y restituya las otras tres al descuidado propietario. Vislumbra, al parecer, que sólo el trabajo continuado puede legitimar la posesión del suelo; pero no sabiendo aún sobreponerse a la manera de pensar de su época, quiere que se pague a la propiedad un tributo que la propiedad ni se ha procurado ni se ha exigido.
Aun esos medios que propone se puede asegurar que le son sugeridos más por la vista de las dolencias de los pueblos que por la fuerza natural de sus principios. Ve a esos pueblos abrumados de tributos, considera que estos se han de hacer insoportables en un país falto de medios de comunicación, y por consiguiente de relaciones comerciales; y sólo por quererlos atenuar proyecta recursos que tal vez en su interior le repugnaban. Habló, sin embargo, Mariana acerca de los impuestos generalmente con singular prudencia y tacto. Conoció la necesidad de no gravar los artículos de más general consumo, y pidió la rebaja de los derechos que pesaban sobre ellos desde siglos; conoció que el impuesto sólo siendo igual podía parecer justo y exigible, y pidió la anulación de todo privilegio; conoció que las contribuciones debeen ser lo menos gravosas posible, y pidió no sólo la supresión de todo destino inútil, sino el llamamiento a los altos puestos del Estado de los hombres que pudieran ocuparlos sin cobrar sueldo del erario. Participó también de preocupaciones, pero de preocupaciones perdonables en su siglo. El lujo, dijo, por ejemplo, debe pagar mayor tributo que los artículos comunes; las ricas telas venidas de otras naciones deben ser cargadas a la entrada con un impuesto bárbao. Mariana no había aún podido considerar que un artículo no es generalmente de lujo sino cuando aparece nuevamente en el campo de la industria; que artículos con que ayer sólo pudo engalanarse la frente de la orgullosa dama hoy son quizá el adorno de la más humilde obrera; que gravar los artículos de lujo es por consiguiente impedir la universalización de los mismos y detener la marcha de las artes; que, gracias a esta idea, confirmada por una experiencia nunca interrumpida, si algunos artículos debieran ser privilegiados a los ojos del erario deberían serlo precisamente ésos que condena a una situación tan dura. Marian no había aún podido considerar, por otra parte, que si esas ricas telas venidas de países extranjeros no tenían en España similares, sus enormes derechos de entrada no habían de ser satisfechos sino por los mismo españoles; que esos enormes derechos no eran por consecuencia más que un nuevo tributo sobre el lujo, tributo que no había de conducir sino a aumentar los malísimos efectos que acabamos de ir levantando con la punta de la pluma. Proponíase Mariana con esta medida, según confesión del mismo, atraer a España a los fabricantes extranjeros; mas sin advertir que ni los derechos habían de rebajar tanto el consumo, ni aun cuando lo rebajasen, podían aquellos industriales tejer con la misma baratura que en su patria, en un país donde faltaban, además de una infinidad de elementos, hábitos verdaderamente industriales. Mariana no vio claro en este asunto, y se dejó arrastrar por preocupaciones vulgarísimas; mas, ¿es tan de extrañar, cuando hoy, después de tres siglos, hay aún economistas que incurren en los mismos errores y declaman también contra el lujo y contra los productos extranjeros?
Estuvo Mariana en cambio irrefutable al hacerse cargo de si podía alterarse o no el valor de la moneda. Debatió primero esta cuestión en un o de los capítulos del libro De Rege y posteriormente en un tratado especial que escribió en latín y tradujo después al castellano. (1. Este tratado especial, que lleva por título en latín Tractatus de monetae mutatione, y en castellano De la alteración de la moneda, suscitó un proceso por el cual tuvo que sufrir Mariana, un año de reclusión en el convento de San Francisco de Madrid. Ocasionóle gravísimos disgustos, hecho que no es de extrañar, atendida la libertad y el calor con que está escrito. Forma parte de esta colección.) Hízola, puede decirse, su caballo de batalla, llegando a tratarla con tan decidido empeño y singular vehemencia, que espantó a sus mismos enemigos. Alterar el valor de la moneda, dijo, no sólo es injusto; no puede producir sino el caos social, es imposible. La moneda, añadió, tiene dos valores, uno intrínseco, el que tiene por la naturaleza de la materia de que está compuesta; otro legal, el que le da la acuñación por derecho regio. ¿Puede el valor legal diferir mucho del intrínseco? El valor legal, si ha de procederse con equidad, no puede ser más que el mismo valor intrínseco, más los gastos de troquel y fábrica. Si es menos, pierde el erario; si mayhor, hay un verdadero robo. No se puede calificar de otro modo el acto de vender lo que vale sólo dos por cuatro. Ahora bien, ¿ignora el pueblo este crimen? Es imposible entonces la justicia en la venta, es imposible la legalidad en el cambio. ¿Tiene noticia de él? Retira el capitalista de la circulación sus fondos y el comercio cesa; se espanta el simple vendedor y aumenta el precio de los artículos hasta cubrir la depreciación de la moneda. Hay carestía, hay cesación de trabajo, hay hambre, hay trastornos, hay desorden. La moneda vieja se esconde; la nueva, aunque con desconfianza, corre de mano en mano, principalmente entre los que han de vivir de la obra diaria de sus manos; y cuando ya arrepentido el rey trata de reparar el daño hecho restituyendo su valor antiguo a la moneda, ocurre una nueva revolución, un nuevo desbarajuste de intereses sociales, viéndose condenado el mismo pueblo a corregir a costa de penosos sacrificios una falta de que ha sido y debido ser la primera víctima.
¡Qué exactitud hay aquí en las ideas! ¡Qué bien descritos están aquí todos los efectos de una medida tan imprudente y opresora! El más ilustrado economista de nuestro siglo no aprecia hoy mejor la cuestión; y los hay, de seguro, que ni sabrían exponerla con tanta precisión ni resolverla con tanta claridad y tan buen juicio. El Estado, hay todavía quien dice hoy, refiriéndose a la cuestión de crédito, puede imponer la circulación forzosa de la moneda de menos valor intrínseco y más desprovista de garantía; con la circulación forzosa se tiene siempre un medio para hacerse con recursos y prevenir, o cuando menos, destruir los efectos de las grandes crisis. Mas ¿cómo? replica Mariana; yo, tendero, no podré rechazar la moneda que me obliga a tomar el Estado; pero ¿quién me ha de impedir a mí proporcionar el valor de mis artículos al valor intrínseco de la moneda en que me los han de pagar los compradores? Esta ha sido, continúa Mariana, la consecuencia de todas las alteraciones hechas hasta ahora en tan importante materia; y esta ha sido, añadimos nosotros, la suerte de los asignados franceses, y esta será la de todo papel que no sea pagadero al portador en dinero de buena ley, en dinero que no deba apreciarse en mucho más de su valor intrínseco. No sólo no es lícito, repetimos con Mariana, es inútil, es inconducente alterar el valor de toda clase de moneda.
No fue de mucho tan feliz Mariana en las pocas cuestiones administrativas que sujetó a su juicio. Reprobó con justicia la institución de los burdeles públicos, quejóse no sin motivo de que las municipalidades acabasen de legitimar la prostitución cobrándole, aunque indirectamente, un más o menos módico tributo; sentó con razón como principio que los gobiernos no deben autorizar nunca el vicio por más que se sientan sin fuerzas para combatirle; demostró de una manera indudable que los lupanares, lejos de atenuar el mal, lo fomentan y son un foco perenne de corrupción y de crímenes hediondos; mas ¿no es efectivamente de sentir que, apoyándose casi en las mismas razones, haya desplegado igual energía contra los espectáculos teatrales? Los espectáculos teatrales, dice, no sirven sino para encender la lujuria, alterar la pureza de las costumbres, afeminar los corazones, convertir en amores livianos el amor a la patria y a la gloria. Píntase en toda su desnudez el adulterio, ridiculízase con torpes sátiras la santidad del matrimonio, enséñase descaradamente el modo de vencer los obstáculos que opone a la satisfacción de lúbricas pasiones el buen celo y decoro del tutor y el padre, muéstranse caminos por donde pueda abrirse brecha al pudoroso recato de la doncella y a la sencilla honradez de la mujer casada. Las afectadas gracias de las actrices, dotadas generalmente de hermosura, el encanto del lenguaje, la dulzura y buena armonía delverso, lo sonoro de la voz, lo bello de la decoración y el traje, todo contribuye a hacer más impresionables y de más pernicioso efecto cabalmente esas escenas que ya por sí bastan a dispertar el oído del espectador y a cautivar el alma del que más preparado está contra tan bien dispuestas asechanzas. Sígase permitiendo estos espectáculos, y tendremos pronto convertida en una nación de mujeres y rufianes la que ha sido cuna y campo de los más grandes héroes. No en el teatro, sino en la arena de las naumaquias y los circos, han de consumir sus horas de pasatiempo y de recreo los valientes. Formáronse en el teatro los que dejaron caer el imperio bajo las frámeas de los bárbaros; no los que a fuerza de constancia y sacrificios supieron reponerse de las derrotas de Trasimen y Canas. ¿Por qué, cuando tan malas costumbres adoptamos de los antiguos, no hemos de renovar sus ejercicios de carrera y lucha? Creo tan perjudiciales los teatros, que considero hasta como una mengua en los gobiernos fomentar su desarrollo. Prefiero cien veces a esas mal llamadas fiestas las de los toros, donde cuando menos se embravece el ánimo de los que contemplan aquella no interumpida serie de triunfos y peligros. Estas corridas, sobre ser más adecuadas al carácter de la nación, favorecen los belicosos instintos de la muchedumbre sin ser, si se quiere, necesaria en ellas la efusión de sangre.
¿Cabe ya mayor desacierto en su modo de razonar sobre una cuestión de tanta trascendencia? Sólo su manía de hacer de la España una nación conquistadora pudo llevarle a tal extremo. No se concibe de otro modo que un hombre como Mariana haya podido condenar una institución por abusos que sólo merecían ser denunciados a fin de que viniese a corregirlos cuanto antes la mano del gobierno. ¿No ha de ejercitar, además, el hombre sino sus fuerzas físicas? ¿No conviene que hasta en sus mismas diversiones pueda ejercitar las del espíritu? Los que habían de llevar entonces al campo de batalla los estandartes de la patria eran prcisamente los que revolvían con el azadón la tierra y cortaban con la segur los árboles del bosque, los que dominaban el hierro sobre el yunque, los que movían a fuerza de remos las galeras, los que tejían recias estofas con la lana de nuestros célebres merinos, lo que más tenían en continua actividad los miembros de su cuerpo; ¿para qué después de tan fatigosos trabajos debían entregarse a los ejercicios de la lucha? La ignorancia poco menos que brutal de nuestro pueblo, ¿no había de hallar en ninguna institución un correctivo?
Mas no es justo ensañarse ni aun por tan lamentables errores contra un escritor como Mariana. Mariana con todos sus defectos es uno de los hombres más notables de su siglo. No sólo trató y resolvió con valor cuestiones erizadas de dificultades; las dilucidó con razones casi siempre sólidas, y sobre todo con una erudición que no pocas veces nos sorprende. Había leído, por lo que cabe inferir de sus escritos, las obras más notables de los antiguos filósofos, conocía a fondo la historia sagrada y la profana, estaba enterado de todos los grandes sucesos político-económicos de su época, los había estudiado en su desenvolvimiento y en su origen; y pudo así sazonar hasta sus más áridos tratados con abundancia de citas y ejemplos oportunos. La erudición no era sino común en los escritores de su tiempo, mas, generalmente hablando, poco metodizada y menos digerida, se hacía de ordinario pesada y fastidiosa. Interrumpía a cada paso la marcha de una narración o de un razonamiento solo para tender a los ojos del lector sus mal guardadas galas; era más que un medio de prueba un vano adorno literario. En las obras de Mariana no aparece casi nunca sino para confirmar una proposición o una serie de argumentos; y se presenta casi siempre tan modesta como sobria. Lejos de desviar la cuestión, la endereza y lleva por mejor camino; lejos de romper, sirve de clave. No, no merece sino respeto nuestro publicista; los errores que cometió, parte son debidos a su estado, parte al siglo, parte, como todos los de los que pretenden sondar los arcanos de la ciencia, a la naturaleza y condición humanas Hemos sido algunas veces severos; mas no tanto con el ánimo de rebajar su valor como con el de llamar más la atención sobre asuntos de cuya resolución dependen grandes intereses. No consideramos legítima la crítica sino cuando lleva por objeto presentar con más claridad y sobre todo con más exactitud las cuestiones tocadas por el autor a quien se juzga; llevados de esta idea, no sólo hemos pretendido fijar las miradas del lector sobre ellas, hemos puesto frente a frente de la opinión que hemos debido combatir, la nuestra: proceder que se nos achacará tal vez a orgullo, pero que creemos necesario.
III.
Mas, ¿para qué tiempo, se nos preguntará quizás, os reserváis emitir vuestro parecer sobre la Historia general de España? Ha dado lugar a juicios a cual más contradictorios; ¿cuál es al fin el vuestro?
Cuando Mariana empezó a escribir su Historia, a su vuelta del extranjero, era ya hombre maduro y tenía formuladas, si no en libros, en su entendimiento, casi todas las ideas que acabamos de examinar a la luz de la filosofía. Quiso ensayarlas como los metales, y las ensayó en la historia de su patria. Algunos, prescindiendo de este objeto, visible simplemente al leerla, la han censurado por hallarla sobrecargada de reflexiones; mas sin advertir que este cúmulo de reflexiones era tan necesario para el autor como útil para el interés de la obra. El conjunto de estas reflexiones constituye en la Historia general de España todo el sistema filosófico-político de Mariana; de tal modo que si se llegase a perder un día la memoria de los demás libros, bastaría recogerlas para que pudiésemos juzgarle con la misma latitud y conocimiento de causa con que lo llevamos hecho. Léase con detención esta tan vituperada historia, y se verá si exageramos.
No ignoramos que entre tantas reflexiones muchas son vulgarísimas, y por lo mismo inoportunas; mas son éstas las menos, y aun cuando no lo fueran, se harían perdonables atendiendo al buen deseo que manifestó el autor de moralizar sobre la historia. hace ya cerca de tres siglos que está escrita, y en este largo periodo ha tenido a lo menos por cada panegirista un enemigo; su lenguaje ha ido cayendo en desuso, su método ha sido oscurecido por el de los brillantes autores modernos que se han propuesto explicar la historia del mundo con sólo seguir en su desarrollo dos o tres principios, sus anacronismos puestos en relieve por plumas españolas y extranjeras, sus más leves faltas denunciadas, su insuficiencia demostrada por obras posteriores, destinadas, al parecer a reemplazarla: el libro sigue gozando, sin embargo, de una popularidad inmensa que permite repetir una tras otra las ediciones y agota hasta los ejemplares de excesivo coste. Figura en los estantes de los literatos y es aún obra de consulta. Recibe todavía homenajes hasta de los que más reconocen sus defectos. ¿De qué puede depender esto sino de que el lector halla sin saberlo explicado en aquellas páginas, no sólo la historia de su patria, sino las más de sus creencias y una gran parte de las convicciones que han constituido hasta ahora su manera de juzgar acerca de la política que han seguido sus gobiernos? Ve, a la vuelta de una narración tal vez desaliñada, censurados con severidad los actos de los reyes, reprobados con el sello de la maldición de Dios los cortesanos que vendan los ojos de los príncipes para que no vean la miseria de sus pueblos, condenado todo robo hecho en nombre de la ley y la justicia, aplaudida la muerte a mano armada de un monarca cuya tironía acaba de hacer estremecer sus carnes, vituperada la imposición de un tributo innecesario, ensalzados lo hechos de cuantos han dado al país dias de gloria, presentadas en toda su fealdad la hipocresía y la infamia, revelados con ira los manejos traidores de súbditos y reyes, señalada a cada momento la acción de una providencia que rige los destinos de las naciones y la conduce al bien por entre los mismo precipicios en que caen impulsadas por la fuerza de los sucesos, consignada con dignidad y nobleza la libertad que nos hace hombres y el derecho que tenemos de defenderla contra toda clase de invasiones, atribuidas a una desigualdad injusta las grandes calamidades sociales, demostrada la futilidad de las grandezas humanas, elevadas siempre las miradas a un Dios remunerador que cuenta una por una las lágrimas que vertemos y los suspiros que exhalamos; y no bien llega a una de estas observaciones, cuando se siente dispuesto, no ya simplemente a perdonar las incorrecciones del lenguaje y la afectación del estilo y los vicios de la narración y la monotonía e inverosimilitud de las arengas y las fltas históricas y las patrañas referidas con aire de verdades y los largos paréntesis y las sentencias pueriles de fin de cláusula, sino hasta proseguir con brío y fe la lectura del hecho más indferente, la del capítulo que empezó tal vez con más disgusto y repugnancia.
Las ideas filosóficas y políticas abundaban en Mariana cuando emprendió la vasta empresa de componer su obra; su audacia luego en traducirlas y aplicarlas, sus instintos de independencia, su afán por formar con ellas el ánimo del príncipe a quien dedicó su libro, todo le hizo dar mayor interés a muchas de sus páginas, escritas manifiestamente con una valentía de que no son comunes los ejemplos.
Para nosotros pues la Historia General de España no es un libro despreciable, es un libro que tiene, como el que más, su mérito. No merece el nombre de historia filosófica en el sentido que damos hoy a estas palabras; pero es indudablemente, si no el desarrollo, la aplicación de un sistema bastante general, que el autor se ha encargado de explicar después más detenidamente en obras especiales. Confunde Mariana bastante frecuentemente, por desgracia, con la verdad la fábula, y con la tradición la historia; mas es preciso antes de censurarle tener también en cuenta su época. Hay tradiciones que venían tan acompañadas del favor de los cronistas, que era casi peligroso tocarlas en un tiempo en que los pueblos conservaban íntegra la fe de sus mayores; hay hechos que, a pesar de hacerse repugnantes a la razón, venían confimados por documentos tan auténticos, que no sólo hubiera sido peligroso negarlos, sino históricamente hasta imposible. La falta de Mariana no está tanto en que haya prohijado fábulas como en que haya rechazado otras sin más razón que por exigirlo así su simple buen sentido. Debía haberse trazado de antemano reglas de criterio histórico, y juzgar por ellas de todos los sucesos; no lo hizo, procedió a capricho y ha dejado campo abierto a censuras agrias, pero justas.
Repréndese, además, a Mariana porque apenas se ocupó sino en referir los hechos de los reyes. Nosotros le reprendemos también; pero haciéndonos cargo de que si es cierto que pudo hacer algo más, no podía tanto como algunos creen. Una Historia general de España no es aún posible ni hoy en que tenemos algunos periodos tocados con singular detenimiento por escritores concienzudos, y disponemos de un sin número de datos, cuya existencia no pudo ni siquiera sospechar Mariana. Una historia general como la exige la instrucción de un pueblo no se hace posible sino después que han sido investigados y publicados los instrumentos históricos de todos los archivos; recogidos los hechos relativos a la vida particular de cada raza, de cada arte, de cada ciencia, de cada institución social, de cada institución política; examinado el origen y significación de cada costumbre; buscada la más recta interpretación de cada tradición y cada fábula; razonados y examinados bajo todos los puntos de vista posibles todos los sucesos. Una historia general no es la obra de uno o más hombres; es, como las grandes epopeyas y los grandes monumentos arquitectónicos, la obra de los siglos. ¿Qué materiales había ni para empezar a construir el edificio en tiempo de Mariana? ¿De qué podía éste echar mano sino de viejas crónicas cuyos hechos no eran más que los de reyes y cuyas fechas no podían sino hundirle a cada paso en un abismo de contradicciones? El mismo Mariana ha dicho que no fue su ánimo escribir historia, sino poner en orden y estilo lo que otros habían recogido; con hacer esto sólo, ¿no prestó acaso un servicio eminente a los que habían de ser sus sucesores? ¿Quién nos ha dicho, por otra parte, que al resolvese a esta confesión Mariana no tocase esa misma imposibilidad que ahora tocamos? Creemos que al escribir no se propuso este objeto, que él mismo revela en unos puntos y contradice en otros; pero tenemos una seguridad casi completa de que faltó muy poco para que hiciera cuanto las circunstancias permitían.
Otro cargo se ha dirigido aún a Mariana, que nos vemos en la precisión de atenuar, a pesar de nuestra inclinación a agravarlos cuando los consideramos justos. Mariana, se ha dicho, es más historiógrafo que historiador, es decir, hace más de su historia una obra literaira que una obra verdaderamente histórica. Se detiene en la pintura de los caracteres, que exagera algunas veces según costumbre de los poetas, pone en boca de sus principales personajes discursos en que trabaja por dejar ver sus dotes oratorias, sus rasgos de elocuencia. ¿Para qué sirve todo esto? Es, a no dudarlo, bastante fundado el cargo; mas ¿cómo no se advierte que en su tiempo no había más modelos históricos que las obras de los griegos y latinos, y éstas participaron siempre más del carácter de obras literarias que de obras rigurosamente históricas? ¿Algunas no tienen acaso un aspecto marcadamente poético? ¿No son las más decididamente dramáticas, dejándose descubrir en muchas narraciones y descripciones el deseo que tuvo el autor de producir efecto?
Literariamente considerada la Historia general de España, deja ya menos lugar a la diversidad de pareceres. Su principal defecto de estilo es la falta de unidad; lo bien sostenida que está la gravedad propia de la historia, su principal belleza. No mienta el autor una ciudad antigua sin que, ya en la misma, ya en otra cláusula, indique su situación y su etimología y hasta se detenga en examinar las opiniones emitidas sobre aquel asunto; no narra un hecho que no lo recargue bien de incidentes, que sólo sirven para oscurecerlo, bien de sentencias muchas veces frívolas, que, lejos de encarecer su importancia, la atenúan. Encabalga a menudo de una manera lastimosa hasta los más discordes pensamientos, introduce en sus más cortos períodos larguísimos paréntesis que no siempre están unidos lógica ni gramaticalmente a la idea dominante. Recorre por medio de conjunciones y relativos todo lo que va despertando en él la asociación de ideas, llega con frecuencia a hacer perder la memoria de lo que se ha propuesto referir a fuerza de acumular más o menos intersantes accesorios. Cambia cien veces de sujeto en una cláusula, aun cuando no lo exijan lo rápido de la narración ni la naturaleza especial del argumento, sucediendo no pocas que deba dudar el más avisado lector de a quién pude referirse lo que va leyendo.
Produce, como es natural, esta falta de unidad, en ninguna parte menos perdonable que en una obra histórica, cierta confusión, aumentada desgraciadamente por la demasiada libertad sintáxica que se ha tomado el autor, gracias a no haberse hecho debidamente cargo de lo diversa que es la índole de la lengua castellana con respecto a la latina, por más que de ésta y sobre ésta se haya aquélla derivado y constituido. Emplea los relativos a larga distancia de sus antecedentes, sin tomarse siquiera el trabajo de determinar por medio de artículos la vaguedad que ha de resultar forzosamente de un práctica para nosotros tan inusitada como inaceptable; intercala entre casos regidos y regentes palabras cuya identidad de género con las más próximas acaba de oscurecer el sentido de todo un pensamiento; violenta de un modo extraño la construcción, ya para imitar un giro de Tácito, o poner como todo escritor latino el verbo al fin del período, o cuando menos al fin de alguno de sus miembros. Las lenguas, como todos los instrumentos de que se sirve el hombre para traducir sus conceptos, tienen una flexibilidad determinada; quererlas doblar más de lo que ésta permite es destrozarlas, como hubiera hecho indudablemente Mariana, si conociéndola a fondo no hubiera procurado con bellezas aún mayores que sus defectos subsanar la falta.
Agrégase aún a esto para que llegue la confusión al colmo el uso de voces anticuadas ya en su tiempo, uso que en Mariana degeneró en abuso, como ha sucedido entre nosotros en escritores como Martínez de la Rosa y el conde de Toreno. ¿De qué puede servir tanto arcaísmo? ¿Se ha de condenar acaso al lector a que no empiece la lectura de una obra sin armarse antes de su diccionario? Las voces anticuadas no sólo hacen el estilo oscuro, producen el mismo efecto que los anacronismos que observamos, ya en los trajes de los actores, ya en las decoraciones de los teatros.
Es, por otra parte, el padre Juan de Mariana bastante áspero y duro; en los símiles y en las alegorías feliz, pero monótono; en el lenguaje algo incorrecto; demasiado vulgar en algunos pasajes, si bien en otyros, y son los más, majestuoso y noble; brusco en las transiciones; unas veces sobradamente conciso, y otras por demás prolijo. ¿Quién empero más culto en cambio que él ni más castizo? ¿Quién más vigoroso en diseñar el carácter de los que han influido directamente en la marcha de los negocios públicos? ¿Quién más elocuente al poder en boca de los vencidos palabras, si por una parte llenas de sumisión, llenas por otra de dignidad y de grandeza? ¿Quién más afortunado en sostener la gravedad histórica privándose de los recursos de la imaginación que tanto contribuyen a dar belleza y variedad al estilo? ¿Quién más diestro en traducir con las menos palabras posibles los más profundos pensamientos? ¿Quién más oportuno en la aplicación de los epítetos cuando los usa solos y con el exclusivo objeto de caracterizar un individuo? Sus arengas son poco variadas y parecen no pocas veces forjadas en un mismo molde; pero son, a no dudarlo, los más bellos modelos de lenguaje y de estilo que se pueden entresacar de la Historia general de España. Hay en ellas nervio, espíritu, precisión, soltura. Los paralelos suelen ser también enérgicos y están llenos de concisión y brío; la degeneración de ciertas familias, la condición de ciertos reyes, pintados con valentía y con destreza.
Podríamos citar, en comprobación de tantas bellezas y defectos, abundantísimos ejemplos, pero los omitimos, ya porque fácilmente ha de dar con ellos todo capaz de apreciar las buenas y malas dotes literarias, ya porque profesamos hasta aversión al estudio demasiado nimio de las formas.
Deseamos además concluir, deseamos dejar caer de nuevo la losa sobre la tumba de Mariana. Otros se hubieran detenido en referir los sucesos de su vida pintando con brillante estilo, ya sus triunfos como profesor, ya sus vicisitudes como escritor, ya sus trabajos como examinador sinodal, como consultor del Santo Oficio y como consultor del arzobispo de Toledo; nosotros hemos abierto con respeto su sepulcro sólo para sorprender las ideas filosóficas y políticas que debieron agitar su grave y espaciosa frente. Satisfecho nuestro objeto, la pluma se nos cae de la mano, y no podemos ya sin violentarlos sostenerla por más tiempo. (1).
F. P. y M.
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Fuente:
Obras del Padre Juan de Mariana: Historia de España - Tratado contra los juegos públicos - Del rey y de la institución real, traducido nuevamente - De la alteración de la moneda - y De las enfermedades de la Compañía. Colección dispuesta y revisada, con un discurso preliminar, por D. F. P. y M. [Francisco Pi y Margall?] - 2 vols. (Biblioteca de Autores Españoles, desde la formación del lenguaje hasta nuestros días). Madrid: Rivadeneyra, 1854.
(Título reconstruido aquí a partir de las páginas de título incompletas en ambos volúmenes: Vol. 1: "Discurso preliminar" por F.P.yM, v-xlix; Historia de España I-XVII; Vol. 2, Historia de España XVIII-XXX, hasta 1516, más "Sumario de lo que aconteció los años adelante", 1515-1621; más las otras obras recogidas y "Escritos sueltos" menores.)
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