Despojado de allegados, me parecía que yo aceptaba cada vez más fácilmente la idea de la muerte; me habría gustado ser feliz, por supuesto, acceder a una comunidad dichosa, todos los seres humanos quieren eso, pero, en fin, realmente en aquel momento eso estaba fuera de lugar. A primeros de diciembre compré una impresora de fotos, así como un centenar de cajas de papel Epson mate, formato 10x15 cm. De las cuatro paredes de mi estudio una la ocupaban , desde media altura, un ventanal cuyas persianas mantenía cerradas y un gran radiador debajo. Reducían el aspecto de la segunda mi cama, una mesilla de noche y dos librerías medianas. La tercera pared quedaba casi totalmente libre, salvo por una abertura que llevaba a la entrada, al cuarto de baño a la derecha y la cocina a la izquierda. Solo la cuarta pared, enfrente de mi cama, estaba enteramente disponible. Limitándome, por comodidad, a las dos últimas, disponía de un espacio de exposición de dieciséis metros cuadrados; habida cuenta de que el formato de impresión era de 10 x 15 cm, podía exponer un poco más de mil fotos. En mi ordenador portátil había algo más de tres mil, que documentaban íntegramente mi vida. Escoger una de cada tres me parecía razonable, incluso muy razonable, y me daba la sensación de haber vivido bastante.
(Bien mirado, de todos modos, mi vida se había desarrollado de un modo extraño. En el fondo, durante varios años, después de mi separación de Camille, me había dicho a mí mismo que tarde o temprano nos encontraríamos, que era inevitable porque nos amábamos, que hacía falta, como se dice, dejar que cicatrizasen las cosas, pero que todavía éramos jóvenes y teníamos toda la vida por delante. Ahora, al mirar atrás, me percataba de que la vida se había acabado, que había pasado por nuestro lado sin realmente hacernos grandes señales, y que luego había recogido sus cartas con discreción y elegancia, con suavidad, y lisa y llanamente se había alejado de nosotros; la verdad era, visto de cerca, que nuestra vida no había sido muy larga).
En cierto sentido deseaba confeccionar una especie de muro de Facebook, pero para mi uso personal, un muro de Facebook que solo vería yo y, muy brevemente, el empleado de la agencia inmobiliaria que debería tasar mi piso después de mi fallecimiento; se quedaría sorprendido y luego lo tiraría todo a la basura y con toda seguridad encargaría una limpieza con detergente para eliminar de las paredes las huellas de pegamento.
La tarea era fácil gracias a las prestaciones de las cámaras modernas; cada negativo tenía asociadas la hora y la fecha de la instantánea, nada era más simple que llevar a cabo una selección según esos criterios. Si hubiese activado la función GPS en mis aparatos sucesivos, habría podido con certeza recuperar los lugares. Pero la verdad es que resultaba superfluo, yo recordaba los lugares de mi vida, los recordaba perfectamente, con una precisión quirúrgica, inútil. Mi memoria de las fechas era más dudosa, las fechas carecían de importancia, todo lo que ocurría, ocurría para la eternidad, ahora lo sabía, pero se trataba de una eternidad cerrda, inaccesible.
En el transcurso de este relato he mencionado algunas fotos, dos con Camille, una con Kate. Había otras, un poco más de tres mil, de un interés mucho menor, era hasta sorprendente comprobar hasta qué punto mis fotos eran mediocre: ¿por qué me había parecido bien tomar aquellas imágenes turísticas en Venecia o Florencia, exactamente iguales a las de cientos de miles de turistas? ¿Y qué mie habría invitado a revelar aquellas fotos banales? Sin embargo, iba a pegarlas en la pared, cada una en su sitio, sin esperar que desprendieran belleza ni sentido; pero continuaría, hasta el final, porque podía hacerlo, materialmente podía hacerlo, era una tarea físicamente a mi alcance.
En consecuencia, lo hice.
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