No sabía yo que mi madre había conocido a su abuela, lo cierto es que ni
había pensado en el tema. Pero sí la conoció, sí, hasta estuvo una
temporada con los abuelos viviendo durante los años difíciles de la
guerra. El otro día nos hablaba mi madre por primera vez de algunas
cosas que sucedieron esos años. Las cosas que obligan a hacer las
guerras, dejar la tierra de uno, separar familias. Tener los críos
danzando de aquí para allá, con quien pudiesen estar. Mi madre, con los
abuelos primero, luego se hizo cargo de ella mi tía Felisa y se la llevó
a casa del cura de Borrés. Como las dos se llamaban Felisa, a mi madre
al final se le quedó de nombre Dolores. Dolorines. Y allí creció, viendo
a veces a su madre que trabajaba en Jaca de lavandera, y que andaba los
quince kilómetros cuando podía para irla a ver. También en Jaca alguna
vez, comiendo en el Asilo Social con su hermano, que se indignaba de la
calidad de la comida (¡mira, mamá! ¡Chorizo de burro nos dan!). Pero era
gratis, y había que sacar de donde se pudiera... Los dos mayores se
pusieron aprendices sin poder estudiar, ya en el primer momento cuando
mi abuela se fue a San Sebastián a servir a una casa, el primer puesto
que encontró al tener que irse del pueblo. La pequeña se quedó con ella,
y acabaría siendo francesa, pues a los pocos años cruzaría la frontera
de estrangis con la abuela y el tío Victor, recién salido de la cárcel,
cuando escaparon para reunirse en Francia con mi abuelo. Este había
tenido que salir por piernas de Sigüés al principio de la guerra, y
cruzó la frontera huyendo de una pandilla de Alzados—no recuerdo si
requetés o falangistas. Y quedó mi abuela sola con cuatro críos a su
cargo, sin poder apenas mantenerse, y en un ambiente hostil, rodeada de
enemigos. Intentó seguir en el pueblo, donde tenía sus tierras y su
casa, pero resultó imposible. A veces los vecinos la amedrentaban, dando
golpes y voces en la puerta, o entraban en casa y buscaban por las
habitaciones tirando cosas al suelo. Una vez se pusieron ella y todos
los críos malísimos de golpe. Y el médico del pueblo, buena persona, le
dijo, "Mire, señora Aurelia, esto es que les han echado algo en el
azúcar. Lo mejor es que se vayan a vivir a otro sitio. Aquí no pueden
seguir." Y allí se quedó la casa, que fue malvendida años después, las
tierras abandonadas y perdidas. Y cada cual por su lado: a San
Sebastián, a Jaca, a casa del cura, a Francia... A salir adelante como
buenamente pudieron, a fuerza de esfuerzo y estudio y trabajo de muchos
años.
Regiones devastadas
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