miércoles, 1 de abril de 2009

Doce últimos hombres





El año Darwin pega fuerte. Y el gripazo. Ayer se conjuntaron de tal modo que no pude asistir a la conferencia que tenía previsto en la Universidad, sobre la extinción masiva del Cretácico o finales. Así que en su lugar me escuché esta conferencia virtual de Carl Zimmer, "Darwin and beyond: How Evolution Is evolving" en Blip.tv, que no me ha traicionado como YouTube (ahora parece ser que es mi ordenador, el traidor, el único que no me deja ver YouTube). De hecho hay toda una colección de conferencias sobre evolución de Carl Zimmer en Blip, enlazadas a esa. Menos mal que tenemos a Zimmer para consolarnos malamente de la desaparición de Stephen Jay Gould. Hoy he empezado uno de sus últimos libros, I Have Landed, y me he emocionado con su dedicatoria, y he llorado porque ya no escribirá más libros... Adiós y hola desde aquí, Stephen.

Este libro me lo encargué en cuanto salió, pero lo aparqué mientras le hincaba el colmillo a The Structure of Evolutionary Theory, increíble arquitectura de palabras y conceptos en la que Gould integra en un razonamiento ordenado e increíblemente complejo, que hasta Hegel debería envidiar, todo lo que parecían curiosidades dispersas en sus anteriores libros. Como riff final para su obra, desde luego se debió quedar ancho, él que le gustaba asociar cosas aparentemente disparatadas de maneras sorprendentes, y ver que se tenía junto el castillo cada vez más alto de fichas de dominó, y subía y subía.





Otro libro que me acabo de encargar en cuanto lo he visto es The Last Human: A Guide to Twenty-Two Species of Extinct Humans, de G. J. Sawyer y Viktor Deak—una espectacular obra de divulgación sobre casi todos los humanos y homínidos conocidos. Hay que reconocer que varios de los "humanos" a que se refieren son primos muy lejanos: de los que ves y piensas "gorila", o "chimpancé" antes que "semihumano inquietante". Los ardipitecos y australopitecos y parántropos que ocupan la mitad del libro no son, probablemente, ni siquiera antepasados nuestros... más bien sus primos, quizá, aunque bien pudiera ser que alguno sí sea un tatarabuelo remoto. Y nada de esto es muy muy seguro.






Así por ejemplo el Paranthropus boisei hasta hace poco era el Australopithecus boisei; y antes fue el Zinjanthropus. Parece claro que pertenece a una línea derivada que no está entre nuestros antepasados, aunque sí tengamos un antepasado común, como lo tenemos con los chimpancés y gorilas. No llega tan lejos por cierto este libro, pues aunque es generoso con lo que considera "humano" no llega hasta los antepasados comunes con los simios—Oreopithecus o sus familiares próximos. Comienza en Sahelanthropus, que ciertamente no tenía que vivir en lo que hoy llamamos el Sahel, pues bien distinto sería en sus tiempos (aunque el libro subestime los cambios en la climatología africana). Y Sahelanthropus desde luego es un auténtico chimpancé a la vista—aunque en realidad no sepan si colocarlo mucho antes. La cuestión es que tenía al parecer caninos pequeños... un dato que lo aproxima a los humanos. Pero su fotografía es la de un chimpancé. Digo fotografía porque las ilustraciones son clave en el libro, admirables falsificaciones digitales que ayudan a imaginar lo que pudieron ser estos humanoides. La foto del boisei que nos muestran es la del cuñado de un gorila, no la de un humano, ni siquiera uno muy muy paleto. Estos aún no habían llegado ni siquiera a la fase de la caverna y el garrote.

Tampoco había alcanzado mucha inteligencia—ni mucha belleza, como su nombre indica—el Orrorin. Poco sabemos de él. Que era implume, sí. Bípedo, puede.

Y también son simiescos los diversos australopitecos: chimpancés que andan de pie—y que parecen por tanto extrañamente presuntuosos o con resabios de elegancia, como queriendo lucir tipo.



Aunque, allí está el arte del ilustrador, basta ponerles ojos humanos, con mucho blanco, a los photoshops de los australopitecos, para que adquieran inteligencia, y si no inteligencia para hacer sudokus, sí al menos un alma humana, una personalidad capaz de sentimientos y de amistad hacia nosotros.



De las ilustraciones que aquí figuran, el Homo rudolphensis del lago Turkana (antes lago Rudolph) es el primero al que en este libro se le concede blanco de los ojos, o quizá sólo amarillo, pero con un poquito basta.



Es importante, el blanco de los ojos. Sirve para ver a dónde está mirando la otra persona, de modo que contiene todo un programa de reflexividad y de "teoría de la otra mente" consigo. Instintivamente reconocemos, en alguien que mira de reojo, a un congénere. Las miradas de reojo son por tanto especialmente chocantes en los rostros no humanos, como el de este orangután—



o el de este otro australopiteco:






Estas ilustraciones no vienen de The Last Human: como digo, allí es el Rudolfensis el primero que mira meditativamente. ¿Serían capaces de reconocer los sentimientos e intenciones del otro, de trazar planes maquiavélicos, de proyectar el futuro? La mayoría no sabe, no contesta—su mirada es inexpresiva. La mirada de Boisei, aunque mire un poquito de reojo, es opaca, indicativa de encefalograma plano detrás, o de vocación de mascador de plátanos y tallos tiernos, todo lo más. A Lucy y a su hija se les concede cierto encanto en The Last Human, un poquito a lo Helena Bonham Carter en El Planeta de los Simios. Pero por muy monas que sean, son monas y nada más. No tienen aquí vida interior.




Mirad en cambio, qué sabiduría resignada, y qué melancolía profunda de cantante de blues, en este Homo Erectus reojado:




Por contra, a este aborigen más moderno no le han sacado el blanco de los ojos en la foto, y como resultado está el hombre demasiado poco comunicativo, cejijunto:



Hay que recordar que el blanco de los ojos fosiliza mal.

Lo de la vida interior, por cierto, supongo que depende de un rico universo social y simbólico; depende primero de tenerlo fuera, y luego de interiorizarlo. O de desarrollarlo en una dialéctica dentro-afuera, entiéndaseme. Aquí hay una teoría sobre la interiorización de nuestro trato con los demás, o sobre cómo nos amueblamos por dentro con los símbolos del mundo externo: "Goffman: El teatro de la interioridad". Esto me recuerda que había una teoría semejante sobre la creación de una interioridad en Nietzsche, en La Genealogía de la Moral. Allí iba más ligada la creación de esa moral y de esa interioridad a la violencia, la dominación y las relaciones de poder. En todo habrá un ápice de verdad, al menos.

A lo que iba–en este libro, no hay gran cosa de la interioridad, no llegamos hasta ahí, pero sí sobre la aparición de la capacidad simbólica. Un fenómeno que prefieren no describir como evolutivo (en el sentido de "lento", por selección natural, etc.) sino como emergente, una súbita explosión de capacidades que sin embargo quedan así, a bote pronto, muy mal explicadas. Una vez más, tendremos que integrar la evolución del simbolismo en el seno de la evolución, supongo.

Es inevitable que dentro de cien años se reirán (si les queda risa) de las magníficas ilustraciones de este libro, que les parecerán como nos parecen ahora las de neandertales jorobados, con nariz de borrachín y con garrota (que igual sí eran así...). Pero entre tanto, es una historia plausible que nos cuentan los antropólogos e ilustradores. Insisto sin embargo que de los ventidós "humanos" sólo hay aquí doce con luz en los ojos, y —será casualidad—son todos los homos. Creo que sólo a éstos se les concederían hoy derechos humanos, en lugar de derechos de los Grandes Simios. O igual habría que inventar unos derechos menos erectos... Por suerte o por desgracia, la extinción y el genocidio nos han librado del dilema.

Así pues, veo en The Last Human algunos humanoides, primates y parántropos, pero sólo doce especies humanas: Homo rudolfensis, Homo habilis, Homo ergaster, Homo georgicus, Homo erectus, Homo pekinensis, Homo floresiensis, Homo antecessor, Homo rhodesiensis, Homo heidelbergensis, Homo neanderthalensis, Homo sapiens.

Curioso elemento, éste, el Homo sapiens. A veces vive tan en cueros como un australopiteco, y sus conocimientos de cibernética no van mucho más allá. Pero tiene sin embargo un universo simbólico que le hace acicalarse, y ponerse piercings, y contarse historias de cómo los Dioses crearon al primer hombre—del barro salió, dicen.


Siempre me han gustado las historias de últimos hombres—desde el Planeta de los Simios—y luego First and Last Men de Olaf Stapledon, Earth Abides de George R. Stewart, y también, antes de todas éstas venía, The Last Man, de Mary Shelley. He pensado muchas veces en cuál debió ser el fin de los neanderthales, y de los Hombres de Flores, las últimas especies humanas con las que hemos coexistido. Quizá unos eran ogros para nosotros, y los otros enanitos... ¿Fueron exterminados? ¿Esclavizados? ¿Arrinconados? ¿Ignorados en la medida de lo posible?

En todo caso, la idea de la evolución como un ascenso gradual de los simios a los humanos queda transformada con esta sobreabundancia de eslabones perdidos que han surgido en el último siglo. Ahora se plantea la relación de coexistencia o rivalidad no sólo entre tribus o naciones de la edad de piedra, sino también entre distintas especies de humanos y humanoides que coexistían, expandiéndose algunos de ellos fuera de África. Como sigue dándose todavía, esa extraña coexistencia, aunque algo más desdibujado queda el tema, entre nosotros y los grandes simios. No me olvidaré del imponente gorila del zoo de Madrid, sentado como el Pensador de Rodin, mirando al público que lo miraba, con una tristeza, una impotencia, y un resentimiento infinitos—a menos que me los esté imaginando yo.

El Último Hombre... el último hombre ha existido ya muchas veces: once veces, al menos. También el último parántropo. Y una vez extintas todas las especies queda, esta vez sí, por vez primera... el último hombre, hipócrita lector, monstruo refinado al que conoces. Al que le sujetas la mirada en el espejo.

En este libro The Last Man sale el último hombre plantando una bandera en Marte, wishful thinking de momento. Y quizá, quizá la pinche... un lasting last man. Pero eso no le librará de la extinción, a la que todo va abocado. 

Esta mañana andaba por el campus, veía muchos homo sapiens como yo, afanándose aquí y allá, haciendo sus planes y acuerdos, hablando por sus teléfonos móviles, organizando la distribución del trabajo, andando entre esas curiosas conchas móviles, multicolores, que de repente han ido apareciendo por todas partes. Y me ha parecido una cosa tan rara, tan atípica, una demencia súbita (fascinante, eso sí), una burbuja de actividad frenética después de dos millones de años de caminar por la sabana.... La realidad cotidiana que tan sólida nos parece es una apariencia, es nuestra Caverna, la Caverna de la que creíamos haber salido para estudiar filosofía.



... no durará, no. Nada dura, por largas que sean las historias de la Historia, ese noticiario de anteayer. El Último Hombre, todos lo somos.








—oOo—

2 comentarios:

  1. Anónimo9:06 p. m.

    En cambio yo, prefiero leer como serán los animales, en el futuro; después del hombre, o de la humanidad. https://m.youtube.com/watch?v=e0H2H2U8tds Parece sugerirnos que el futuro, emergeran calamares terrestres inteligentes, que harán las mismas cosas ( o parecidas ), a las que hacemos los humanos en la actualidad. Al igual que pudo hacerlas, si el throdon, no se hubiese extinguido ( Humanos, con diferentes estructuras ). Al menos, que no inventen las religiones, que son un rollo; y prometen cosas inexistentes, como el Más Allá y la vida eterna, para servir a un dios ( el Sol ) o dioses ( Sol, Tierra y fenomenos naturales ); mientras nos perdemos las maravillas del Mas Aca.

    Quizás también esté interesante: " Ciencia ficción para narrar un planeta herido. "

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  2. Anónimo10:35 p. m.

    https://m.youtube.com/watch?v=v--v-vcjzWk

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