jueves, 6 de abril de 2017

Retropost #1547 (6 de abril de 2007): En la máquina de escribirnos



Qué bonita pieza me acabo de leer en el New Yorker, "The Typing Life", de Joan Acocella, una reseña de un libro sobre la máquina de escribir: The Iron Whim: A Fragmented History of Typewriting (Cornell UP), por Darren Wershler-Henry. Este autor estudia el "discurso" de la mecanografía como algo distinto de la plumigrafía o boligrafía. Según él (en la línea macluhaniana, supongo, aunque se remite más a Derrida, Foucault o Baudrillard), la tecnología transforma la escritura que de ella sale. Aparte de McLuhan o a Walter Ong, me ha recordado al Hugh Kenner de The Mechanical Muse. Vamos, que la tesis de D.W-H. es que los escritores mecanógrafos (Nietzsche o Mark Twain entre los primeros) escribían como si fuese al dictado... de la musa mecánica, será. Henry James dictaba a una mecanógrafa, lo cual lleva a que Acocella se interrogue sobre si la relación entre la complejidad del estilo de James y la nueva tecnología es tan directa como eso... desde luego, la composición oral parece que debería llevar a más simplicidad, a menos que sostengamos que la musa mecánica ya está totalmente interiorizada y que nos afecta por la misma presencia del instrumento.

Describe Acocella muy bien el fílin de la mecanografía, la manera en que la máquina estructura el proceso de trabajo, con su mecánica de carro, metralla de tecleo, salto de línea (¡rrrraaaaas!) y hoja nueva—a ajustarla bien recta—y trae recuerdos a quienes usábamos esa caduca tecnología en tiempos. Aún tenemos alguna máquina de escribir archivada por algún armario.... pero no la volveremos a usar, parece. Yo empecé mi carrera de escritor profesional a mano (claro) y a máquina; en un par de años o tres pasé de la máquina manual a la eléctrica, a la electrónica, y al procesador de texto, el primer Mac que tuve, a mediados de los ochenta (los PCs anteriores los había rechazado por lo feo del texto en la pantalla: blanco sobre negro, o verde sobre negro, puaj...).

Oímos hablar en esta pieza del origen del teclado QWERTY, de los chimpancés que inventan versos de Shakespeare apretando teclas, a una escala de probabilidad que recuerda a la Biblioteca de Babel; de máquinas de escribir tirolesas hechas de madera, de Jack Kerouac drogado y su ataque mecanográfico a un rollo continuo de papel... Según Acocella, todo ha cambiado con el ordenador: a pesar de los parecidos, nuestra relación con el teclado es ahora una caricia, y no una pelea a puñetazos. (Aún recuerdo, en los ochenta, época de transición, los viajes que le arreaba la gente al teclado de los ordenadores, creyendo que estaban ante una Olivetti... y, al revés, la flojera que hace presa de nuestros dedos si intentamos ahora volver a escribir a máquina).

¿Cambia la tecnología nuestra relación con el texto? Por supuesto... pero no sólo directamente y de la manera más visible. La cambia transformando los géneros, convenciones, y el tipo de texto que se hace posible pensar. Es decir, que la cambia desde dentro; la musa mecánica nos transforma la cabeza, el software interno, no sólo el hardware de los hierros o dedos que hacen efectivamente el texto. La limpieza inmaculada de una hoja impresa a ordenador.... de repente éramos todos expertos mecanógrafos profesionales. Qué chapuceros parecen ahora los documentos mecanografiados cuando los encontramos. A cambio, dicen, está la chapuza del contenido, menos cuidado y fácilmente improvisado antes de pasar a la tecnología: véase por ejemplo este blog, o mejor otro cualquiera. Lo que aparece en la pantalla no es ni será nunca una obra, es un work in progress, o un ensayo permanente. Esa fluidez también transforma los géneros, y si los blogs no son muy cuidadosos, a cambio son inmediatos, e interactivos. La máquina de escribir pasa a ser la máquina de escribirnos. Que es donde estamos ahora—los dos, ¿eh? Al menos en teoría.

Y, en todo caso, la relación entre instrumento, escritura, lectura, publicación, recepción y respuesta, es tan inmediata que esto hace cambiar la escritura desde dentro. Aunque nadie nos escriba, nos escribimos a nosotros mismos—como cuando me entretenía yo a los quince años, ante el bloc de notas, practicando escritura automática, y sacando a la consciencia lo que aún estaba sin terminar de pensar.



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