Me acabo de empezar a leer el último premio Goncourt, Les Bienveillantes, de Jonathan Littell, una impresionante novela sobre el genocidio nazi, y la participación en él del narrador, viejo nazi y genocida, buen burgués discreto, y jamás represaliado. Viene a sacar las últimas consecuencias de lo que Hannah Arendt llamaba "la banalidad del mal" en su libro Eichmann en Jerusalén. Ya no es sólo que Eichmann fuese un tipo vulgar, en lugar de un demente psicópata; lo malo es que a fuerza de vulgaridad, todos somos como Eichmann. Que Eichmann es, como su nombre indica...—Everyman. Lo terrible, nos muestra la novela, no son tanto los asesinos locos, como el de la Universidad de Virginia de ayer, sino la gente de orden que sigue la corriente, y que yendo donde va la gente, acaba cometiendo las mayores atrocidades: por inercia, por disciplina, por indiferencia, por cobardía, por interés, por comodidad, por autoengaño, por seguidismo... Por no sacar los pies del tiesto, básicamente. Ya no digo los que seguían a Hitler, sino los que siguen a Bush en sus guerras preventivas, o a los terroristas en sus "procesos de paz", o a Ibarreche camino de su roble, o al cacique de turno... El madera de psicópata o el líder iluminado al frente, los borregos detrás, o quizá los borregos aupando al psicópata por el proceso natural de las cosas. Y así pasa siempre lo que pasa. Pocos se libran, o nadie. Hasta Hannah Arendt fue amante primero, y amiga íntima siempre, del rector nazi Heidegger.
Se abre la novela con una autojustificación inicial, bastante escalofriante, en la que el narrador nos pide a todos ("hermanos humanos" nos llama este individuo) que no lo juzguemos precipitadamente como una bestia abyecta—pues no es ni mejor ni peor que nosotros. Para ser un unreliable narrator, un narrador poco fiable, nos deja bastante poco satisfechos. No podemos fiarnos ni de su poca fiabilidad—vamos, que argumenta que todos somos tan poco fiables como él. Que él es un tipo normal, que es como nosotros, sin más. Y nos deja casi convencidos de que en efecto es así.... Qué digo casi. A mí me deja convencido de que soy la peste.
Adivino vuestros pensamientos: He aquí un hombre bien malvado, os
decís, un mal hombre, abreviando, un tipo sucio se mire como se mire,
que debería pudrirse en la cárcel mejor que endosarnos su filosofía
confusa de viejo fascista medio arrepentido. En lo de fascismo, no
confundamos todas las cosas, y en lo que se refiere a mi
responsabilidad penal, no prejuzguéis, aún no he contado mi historia;
en cuanto a la cuestión de mi responsabilidad moral, permitidme algunas
consideraciones. Los filósofos políticos han observado a menudo que en
tiempos de guerra el ciudadano, varón al menos, pierde uno de sus
derechos más elementales, el derecho a vivir, y eso desde la Revolución
Francesa y la invención del reclutamiento obligatorio, principio ahora
universalmente admitido, o casi. Pero rara vez han observado que ese
ciudadano pierde a la vez otro derecho, igual de elemental y para él
quizá todavía más vital, en lo referente a la idea que se hace de sí
mismo como persona civilizada: el derecho a no matar. Nadie te pide tu
opinión. El hombre que está de pie sobre la fosa común, en la mayor
parte de los casos, no ha pedido estar ahí—igual que no lo ha pedido el
que está tumbado, muerto o agonizante, en el fondo de esa misma fosa.
Me objetaréis que matar a otro militar en combate no es la misma cosa
que matar a un civil desarmado; las leyes de la guerra permiten una
cosa y la otra no; la moral corriente lo mismo. Un buen argumento en
abstracto, ciertamente, pero que en absoluto tiene en cuenta las
condiciones del conflicto en cuestión. La distinción completamente
arbitraria establecida después de la guerra entre las "operaciones
militares" por una parte, equivalentes a las de cualquier otro
conflicto, y las "atrocidades" por otro, llevadas a cabo por una
minoría de sádicos y de chiflados, es, como espero mostrar, una
fantasía consoladora de los vencedores—de los vencedores occidentales,
debería especificar, puesto que los soviéticos, con toda su retórica,
siempre entendieron de qué iba la cosa: Stalin, después de mayo de 1945
y pasados ya los primeros gestos para la galería, se mofaba
infinitamente de una "justicia" ilusoria; quería mano dura, lo
concreto, esclavos y material para levantar y reconstruir, no
remordimientos ni lamentaciones, porque sabía tan bien como nosotros
que los difuntos no oyen el llanto, y que los remordimientos no ponen
judías en el puchero. No invocaré a la Befehlnotstand,
la obediencia debida a las órdenes tan apreciada por nuestros buenos
abogados alemanes. Lo que hice, lo hice con pleno conocimiento de
causa, pensando que se trataba de mi deber y que era necesario que se
hiciese, por desagradable y miserable que fuese. La guerra total es eso
también: el civil ya no existe, y entre el niño judío gaseado o
fusilado y el niño alemán muerto bajo las bombas incendiarias, no hay
sino una diferencia de medios: esas dos muertes eran igualmente vanas,
ninguna de las dos abrevió la guerra ni un segundo; pero en los dos
casos, el hombre o los hombres que los mataron creían que era justo y
necesario; si se equivocaron, ¿a quién hay que culpar? Lo que digo
sigue siendo cierto aunque se distinga artificialmente de la guerra eso
que el abogado judío Lempkin ha bautizado como el genocidio, haciendo
notar que en nuestro siglo al menos no ha habido nunca un genocidio sin
guerra, que el genocidio no existe fuera de la guerra, y que como la
guerra, se trata de un fenómeno colectivo: el genocidio moderno es un
proceso infligido a las masas, por las masas, y para las masas. Es
también, en el caso que nos ocupa, un proceso segmentado por las
exigencias de los métodos industriales. Del mismo modo que, según Marx,
el obrero está alienado con respecto al producto de su trabajo, en el
genocidio o en la guerra total en su foma moderna, el ejecutor está
alienado con respecto al producto de su acción. Esto vale incluso en el
caso en el que un hombre coloca un fusil contra la cabeza de otro
hombre y acciona el gatillo. Porque la víctima ha sido traída allí por
otros hombres, su muerte ha sido decidida por otros más, y el tirador
también sabe que no es sino el último eslabón de una cadena muy larga,
y que no tiene que hacerse más preguntas de las que se hace un miembro
de un peloton que en la vida civil ejecuta a un hombre debidamente
condenado por las leyes. El tirador sabe que es el azar el que hace que
sea él quien dispare, que su camarada esté de centinela, y que un
tercero conduzca el camión. Todo lo más podrá intentar cambiar su
puesto con el guarda o el chófer. Otro ejemplo, sacado de la abundante
literatura histórica y no de mi experiencia personal: el del programa
de exterminación de los discapacitados severos y de los enfermos
mentales alemanes, conocido como programa "Eutanasia" o "T-4", llevado
a efecto dos años antes del programa "Solución final". Aquí, los
enfermos seleccionados en el marco de un dispositivo legal eran
acogidos en un edificio por enfermeras profesionales, que los apuntaban
en el registro y los desnudaban; había médicos que los examinaban y los
conducían a un cuarto cerrado; un obrero administraba el gas; otros
limpiaban; un policía extendía el certificado de defunción. Interrogada
tras la guerra, cada una de esas personas dice: ¿Culpable, yo? La
enfermera no mató a nadie; no ha hecho más que desnudar y calmar a los
enfermos, gestos ordinarios de su profesión. El médico tampoco ha
matado, simplemente confirmó un diagnóstico según criterios
establecidos por otras instancias. El encargado que abre el grifo del
gas, el que está por tanto más cercano al asesinato en el tiempo y el
espacio, efectúa una función técnica bajo el control de sus superiores
y de los médicos. Los obreros que vacían la cámara proporcionan una
labor necesaria de saneamiento, que además es bastante repugnante. El
policía sigue su procedimiento, que es constatar un fallecimiento y
dejar constancia de que ha tenido lugar sin violación de las leyes
vigentes. ¿Quién es culpable, pues? ¿Todos, o ninguno? ¿Por qué el
obrero asignado al gas habría de ser más culpable que el obrero
asignado a las calderas, al jardín, a los vehículos? Lo mismo sucede
con todas las facetas de esta inmensa empresa. El guardaagujas del
ferrocarril, por ejemplo, ¿es culpable de la muerte de los judíos que
él dirige hacia un campo de concentración? Ese operario es un
funcionario, hace el mismo trabajo desde hace veinte años, cambia las
agujas de la vía según un plan, no tiene por qué saber lo que hay
dentro. No es por su culpa si se transporta a esos judíos, vía su
cambio de agujas, de un punto A a un punto B, donde los matan. Y sin
embargo ese guardaagujas juega un papel crucial en el trabajo de
exterminación: sin él, el tren de judíos no puede llegar al punto B. Lo
mismo el funcionario encargado de requisar apartamentos para los
siniestrados por los bombardeos, el impresor que prepara los carteles
de deportación, el suministrador que vende cemento armado o alambre de
espino a las SS, el suboficial de intendencia que hace el reparto de
gasolina a un Teilkommando de la SP, y Dios en las alturas
que permite todo esto. Claro, se pueden establecer niveles de
responsabilidad penal relativamente precisos, que permiten condenar a
unos y de dejar a todos los otros a su conciencia propia, a poco que la
tengan; tanto más fácil cuanto que se dictan las leyes tras los hechos,
como en Nuremberg. Pero incluso allí hicieron más o menos lo primero
que salió. ¿Por qué colgar a Streicher, ese mierda impotente, pero no
al siniestro von dem Bach-Zelewski? ¿Por qué colgaron a mi superior,
Rudolf Brandt, y no al de él, Wolff? ¿Por qué colgar al ministro Frick
y no a su subordinado Stuckart, que le hacía todo el trabajo? Un hombre
con suerte, este Stuckart, que nunca se manchó las manos más que con
tinta, nunca con sangre. Repito, aclarando: no intento decir que no soy
culpable de tal o cual acción. Soy culpable, vosotros no—vale. Pero
deberíais sin embargo ser capaces de deciros que lo que he hecho yo,
también vosotros lo habríais hecho. Quizá con menos celo, pero quizá
también con menos desesperación, sea como sea lo habríais hecho de un
modo u otro. Creo que se me puede permitir concluir como un hecho
establecido por la historia moderna que todo el mundo, o casi, en un
conjunto de circunstancias dado, hace lo que le dicen, y, con perdón,
hay pocas probabilidades de que usted sea la excepción, como no lo fui
yo. Si usted ha nacido en un país o en una época donde no sólo no viene
nadie a matar a vuestra esposa, a vuestros hijos, sino que además nadie
viene a pedirle a usted que mate a las esposas o hijos de otros,
bendiga Vd. al Señor y váyase en paz. Pero quédese siempre con este
pensamiento en el espíritu: quizá haya tenido usted más suerte que yo,
pero no es usted mejor. Porque si tiene usted la arrogancia de pensar
que sí lo es, allí empieza el peligro. Se acostumbra a oponer el
Estado, totalitario o no, al hombre ordinario—chinche o junco. Pero se
olvida entonces que el Estado está compuesto de hombres, todos más o
menos ordinarios, cada uno con su vida, su historia, la serie de
casualidades que han hecho que un día se encontró en el lado bueno del
fusil o de la hoja de papel mientras que otros se encuentran en el
malo. Este recorrido muy rara vez es objeto de una elección, ni
siquiera de una predisposición. Las víctimas, en la inmensa mayoría de
los casos, no fueron torturadas o asesinadas porque fuesen buenos; del
mismo modo, sus verdugos no los atormentaron porque ellos fuesen malos.
Sería un poco ingenuo creer eso, y basta con estar familiarizado con
cualquier burocracia, incluso la de la Cruz Roja, para convencerse.
Stalin, por cierto, proporcionó una demostración elocuente de esto que
digo, tranformando a cada generación de verdugos en víctimas de la
generación siguiente, sin que por eso llegasen a faltarle jamás
verdugos. Pues bien, la maquinaria del Estado está hecha de la misma
aglomeración de arena frágil que lo que va moliendo grano a grano.
Existe porque todo el mundo está de acuerdo para que exista, incluso (a
menudo hasta el último minuto) sus víctimas. Sin los Höss, los
Eichmann, los Goglidze, los Vychinski, pero también sin los
guardaagujas de los trenes, los fabricantes de cemento armado y los
contables de los ministerios, un Stalin o un Hitler no son más que un
odre inflado de odio y de terrores impotentes. Decir que la amplia
mayoría de los gestores de los procesos de exterminación no eran
sádicos o anormales es ahora casi un lugar común. Sádicos, pirados, los
hubo, claro, como en todas las guerras, y cometieron atrocidades sin
nombre, es cierto. También es cierto que las SS podrían haber
intensificado sus esfuerzos por controlar a esta gente, aunque hizo más
de los que se suele pensar; y eso no es evidente: id a preguntarles a
los generales franceses, buenos problemas que les daban, en Argelia,
sus alcohólicos, sus violadores, sus asesinos de oficiales. Pero el
problema no está allí. Chiflados los hay por todas partes, a todas
horas. Por nuestros pacíficos barrios residenciales pululan los
pedófilos y los psicópatas, por nuestros refugios nocturnos, los locos
furiosos megalómanos; algunos de hecho se convierten en un problema,
matan a dos, a tres, a diez, incluso a cincuenta personas—luego, ese
mismo Estado que los utilizaría sin pestañear en caso de guerra, los
aplasta como mosquitos inflados de sangre. Esos hombres enfermos no son
nada. Pero los hombres ordinarios que constituyen el Estado—sobre todo
en tiempos inestables—esos son el auténtico peligro. El auténtico
peligro para el hombre soy yo, es usted. Y si no le convence esto, es
inútil que siga leyendo. No entenderá usted nada, y se enfadará, sin
provecho para usted ni para mí.
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