lunes, 9 de junio de 2014

¿Esto acabará mal?

Lo de ahora no sé si acabará mal, ni lo sabe nadie. Pero estaba pensando en algunas analogías con 1934, después de la alegre revolución del Caos, cuando llegaron las derechas y los socialistas les hicieron la agitación en la calle porque no creían que la derecha tuviese derecho a gobernar, ni aunque ganase las elecciones de plano. Y les montaron al final una revuelta civil, sí...  
 
Este año 34 lo estoy leyendo en las crónicas catalanistas de Josep Pla, recogidas en un volumen titulado La Segunda República Española. Visto desde la Lliga Regionalista. Me llama la atención lo del reparto de carnets de demócrata (prepotentemente, por parte de la izquierda), la facilidad con que se manipulaba y se manipula a las masas más sectarias, y la alegría con que se trapicheaba o vulneraba la ley impunemente. Como si el mono fuese de goma, o como si las cosas no tuviesen más consecuencias que las deseadas. La crónica para Las Provincias del  8 de marzo del 34, titulada "¿Esto acabará mal?" termina así. 
 
Y aún no había visto Pla la revolución de octubre, ni el Frente Popular, ni el 18 de julio y subsiguientes, ni las masacres de Companys y compañía... 
 
Aquí habla del gobierno de Lerroux, ni carne ni pescado, y flojeando en el poder, si bien menos inerte y menos corrupto que el de Rajoy de hoy:


¿Y ahora qué? Pues ahora volveremos a empezar. Todo está admirablemente preparado para ello. El señor Lerroux ha cumplido ya los setenta años. Sus ministros de hoy son aproximadamente los que tenía ayer. La situación social del momento es un poco más grave que la que hace unos días. La semana próxima será aún peor. La política es un caos progresivo y creciente. Los términos del problema son, pues, los mismos. Las posiciones de los observadores serán idénticas. Dentro de pocas semanas—de pocas semanas—el gobierno Lerroux caerá y habremos gastado otro equipo. Si lo que nos proponíamos era realmente esto, podremos darnos por satisfechos y hasta nos habremos lucido.

Sin embargo, ¿hay alguien que esté satisfecho? ¡No lo creo! Digo más: no hay en Madrid un solo político, un solo hombre público que esté satisfecho de sí mismo y del papel que representa. El subsuelo de la situación está cargado de pasiones y de odios. Entre los hombres públicos no hay más vetos mutuos y cuestiones personales previas. No hay un terreno neutral, no se establece el diálogo, no hay una atmósfera de convivencia. Si este elemento no se produce, el sistema se romperá y las cosas terminarán mal, literalmente terminarán muy mal. Hemos entrado ya en este proceso. Será un insensato quien no se perciba de ello.

La situación se oscurece por momentos. Por ejemplo. Existe, al parecer, algo muy importante llamado el espíritu del 14 de abril. ¿Qué es eso? Al parecer es lo contrario de lo que ha salido de la última consulta al pueblo. Y bien: en nombre de este espíritu se están poniendo vetos, se dan certificados de republicanismo, se abren y se cierran las puertas. Hay otro aspecto todavía más curioso, que hubiera producido una gran explosión en este país de haberse sabido a su hora; y es que la Generalidad, es decir, el partido de la Esquerra Catalana, también pone vetos. ¿Quién ha puesto el veto a Anguera de Sojo? ¿El señor Companys? El señor Companys es, al parecer, el brazo ejecutor del espíritu del 14 de abril. Este espíritu está representado por unos determinados señores: Azaña, Casares Quiroga, los socialistas. Pero todos ellos juntos son apenas capaces de gobernar mal, como lo han demostrado reiteradamente durante dos años. ¡Para impresionar, para sacar el pueblo a la calle, lo que se llama el pueblo!, Companys es el agente. Funciona admirablemente. Cuando los rabadanes de Madrid se reúnen a comer, basta con una ligera llamada telefónica para que salgan unos energúmenos en las Ramblas gritando vivas y mueras.

El juego es pueril, pero enormemente peligroso. Dado el estado pasional del país, la imposibilidad de encontrar puntos de convivencia en la vida política hará callar las instituciones, las destruirá. Cada día es más visible, más claro, el estado de escepticismo, de hastío de la opinión pública. No tiene la opinión una idea clara de lo que está pasando, pero tiene la sensación de que pasa algo, algo anormal y suicida. Siente la flojedad del sistema, la absurdidad de los procedimientos. Mientras tanto, en los últimos tres años se han ido confirmando todas las observaciones que han hecho los llamados derrotistas. Ello no ha sido debido a disponer de una perspicacia excepcional, sino simplemente a que la sociedad y la política tiene unas leyes inmutables y eternas que se imponen siempre. Por otra parte, la corrección no se ve por ningún lado; la nave continúa cada vez más notoriamente marchando a la deriva y nadie sabe el rumbo que ha de emprenderse de una manera fija.






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